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Vernor Vinge: Al final del arco iris

Здесь есть возможность читать онлайн «Vernor Vinge: Al final del arco iris» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 2008, ISBN: 978-84-666-3776-3, издательство: Ediciones B, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Vernor Vinge Al final del arco iris

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Robert Gu es un famoso poeta afectado de Alzheimer durante años y al que la medicina del futuro cercano logra recuperar y rejuvenecer. Así, debe enfrentarse a un mundo parecido pero insidiosamente distinto del que recordaba.

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Alfred pagó con un gesto de la mano y se acercó al cañón más próximo. Se apoyó en el metal cálido, mirando la neblina azul del Mediterráneo e imaginando una época menos complicada.

Pobre Günberk. Lo había entendido todo completamente al revés. Una TQC eficaz no sería el fin. En las manos adecuadas, la tecnología TQC resolvería la paradoja moderna: se aprovecharía la creatividad humana sin destruir el mundo para hacerlo. Más aún, era la única esperanza de que la humanidad sobreviviera al siglo XXI. Y en San Diego estoy tan cerca del éxito. Tres años antes había insinuado el proyecto a los laboratorios biológicos. El gran avance se había producido hacía menos de uno. Su prueba durante el partido de fútbol había demostrado la eficacia del sistema de dispersión. Al cabo de un año más o menos habría desarrollado controles semánticos de alto nivel. Con eso podría controlar por completo a los más cercanos a él y, lo más importante, sería capaz de contagiar la nueva infección a poblaciones enteras y de organizar unas cuantas videotransmisiones de alcance universal. Luego tendría el control. Por primera vez habría un adulto supervisando el mundo.

Ése era el plan, pero un golpe de increíble mala suerte lo hacía peligrar. Debería ver el lado positivo del asunto; ¡Günberk ha recurrido a mí par a resolver el problema! Alfred había invertido mucho esfuerzo en encontrar al «señor Conejo». Estaba claro que el tipo no tenía experiencia y que era el idiota pagado de sí mismo que creía Günberk. Los éxitos de Conejo eran apenas lo suficientemente destacados para considerarlo aceptable. Podían controlar a Conejo. Yo puedo controlar a Conejo. Desde dentro de los laboratorios, Alfred daría a Conejo la información falsa adecuada. Al final, ni Conejo ni los colegas de Alfred en la Alianza Indoeuropea se darían cuenta de que les habían engañado. Y luego, Alfred podría seguir adelante con lo que consideraba la mejor oportunidad, y la última, de salvar al mundo.

Subió a la torreta y admiró los acabados. La Comisión de Turismo de Barcelona había invertido un buen dinero en ja reconstrucción de aquellos artefactos. Si la representación de la batalla de esa noche encajaba con la realidad física, resultaría impresionante. Echó un vistazo a su programa de Mumbai… y decidió quedarse unas horas más en Barcelona.

02

El regreso

Robert Gu tendría que haber estado muerto. Lo sabía, lo sabía muy bien. Llevaba agonizante mucho tiempo. No tenía muy claro cuánto. En aquel presente eterno sólo apreciaba borrones. Pero no importaba, porque Lena había bajado tanto la luz que no había nada que ver. Y los sonidos: durante un tiempo había llevado cosas de ésas en las orejas, pero eran endemoniadamente complicadas y siempre se le perdían o se le rompían. Librarse de ellas había sido una bendición. Los sonidos que conseguía captar eran murmullos vagos, en ocasiones Lena quejándose de él, chinchándole e incordiándole. Siguiéndole hasta el baño, por amor de Dios. Lo único que él quería era volver a casa. Lena no le permitía algo tan simple. Si realmente se trataba de Lena. Fuese quien fuese, no era una persona muy simpática. Sólo quiero volver a casa…

Y, sin embargo, no llegó a morir. Las luces solían ser mucho más brillantes, aunque tan difusas como siempre. Había gente a su alrededor y voces agudas que recordaba de casa. Le hablaban como si esperasen que los comprendiese.

Era mejor el borrón confuso de antes. Le dolía todo. Hacía largos trayectos para ver al médico y luego el dolor era aún peor. Un tipo que afirmaba ser su hijo le aseguraba que ya estaba en casa. A veces lo sacaban en silla de ruedas para que le diese el sol en la cara y oyese los pajaritos. ¿En casa? ¡Un pimiento! Robert Gu recordaba su hogar. Había nieve en las montañas que se veían desde el patio de sus padres. Bishop, California, EE.UU. Ése era su hogar, no otro.

Pero a pesar de que no era su hogar, su hermanita estaba con él. Cara Gu ya había estado allí antes, cuando todo era oscuridad y murmullos, pero no la había podido ver. Ahora era diferente. Al principio sólo se había percatado de su voz aguda y cantarina, como las campanillas que su madre tenía en el porche de casa.

La oyó un día que estaba en el patio. La luz del sol no había sido tan brillante y caliente desde hacía mucho tiempo, incluso los borrones eran definidos y estaban llenos de color. Oyó la vocecita aguda de Cara preguntándole Robert esto y Robert aquello y…

—Robert, ¿te gustaría que te mostrase el vecindario?

—¿Qué? —Robert se notaba la lengua un poco pegajosa, la voz un poco ronca. De pronto se le ocurrió que todo eso de la oscuridad y los murmullos tenía que significar que llevaba sin hablar bastante tiempo. Y había otra cosa mucho más extraña—. ¿Quién eres?

Un momento de silencio, como si se tratase de una pregunta estúpida o la hubiese planteado ya en muchas ocasiones.

—Robert, soy Miri. Soy tu nieta…

El alzó la mano hasta donde pudo.

—Acércate. No te veo.

La mancha se situó frente a él, a la luz del sol. No se trataba de una presencia insinuándose a su espalda o en sus recuerdos. La mancha se convirtió en un rostro a pocos centímetros de su cara: distinguió el pelo lacio y negro, el pequeño rostro redondeado sonriéndole como si fuese el tipo más genial del mundo. Realmente era su hermanita.

Robert alargó la mano y ella se la agarró.

—Oh, Cara. Es tan agradable verte… —No estaba en casa, pero quizás estuviese cerca. Guardó silencio un momento.

—Yo… yo también me alegro de verte, Robert. ¿Te gustaría dar un paseo por el vecindario?

—Sí, estaría muy bien.

A continuación los acontecimientos se sucedieron con rapidez. Cara hizo algo y la silla se puso a girar. Todo volvía a ser oscuro y tenebroso. Estaban dentro de la casa y ella, atareada como siempre, en esta ocasión le ponía un sombrero. Pero seguía chinchándole, como cuando le preguntaba si le hacía falta ir al baño. Robert presentía que el matón que afirmaba ser su hijo acechaba a un lado, contemplándolo todo.

Y luego salieron… ¿por dónde, por la puerta principal? Salieron a la calle. Cara permaneció junto a la silla de ruedas mientras paseaban y rodaban por aquella calle desierta flanqueada de árboles altos y delgados… Palmeras, eso eran. No estaba en Bishop. Pero aquélla era Cara Gu… aunque se portaba mejor que nunca. La pequeña Cara era una buena chica, pero sólo se portaba bien durante un tiempo limitado, pasado el cual encontraba alguna forma diabólica de chincharlo y lograba que él la persiguiese por toda la casa, o viceversa. Robert sonrió para sí y se preguntó cuánto tiempo duraría la fase angelical. Quizá Cara le creía enfermo. Intentó sin éxito volverse en la silla. Bien, quizás estuviese enfermo.

—Mira, vivimos en Honor Court. Ahí está la casa de los Smithson. Vinieron de Guam el año pasado. Bob opina que están criando cinco… oh, se supone que no debo hablar de eso. Y el novio de la comandante de la base vive en esa casa de la esquina. Apuesto a que se casarán antes de que acabe el año. Ahí hay unos chicos de la escuela con los que ahora no quiero hablar. —La silla de ruedas de Robert dio un giro brusco por una bocacalle.

—¡Eh! —Robert intentó dar la vuelta. ¡A lo mejor esos chicos eran amigos suyos y Cara le tomaba el pelo! Se dejó caer en la silla. Otra vez aquel olor a miel. Los arbustos colgaban bajos sobre sus cabezas. Las casas eran manchas borrosas de color gris y verde—. ¡Vaya un paseo! —se quejó—. No veo a dos palmos.

La silla de ruedas frenó abruptamente.

—¿En serio? —La pillina se reía en su cara—. ¡No te preocupes, Robert! Hay ingenios que corrigen la vista.

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