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Vernor Vinge: Al final del arco iris

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Vernor Vinge Al final del arco iris

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Robert Gu es un famoso poeta afectado de Alzheimer durante años y al que la medicina del futuro cercano logra recuperar y rejuvenecer. Así, debe enfrentarse a un mundo parecido pero insidiosamente distinto del que recordaba.

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Los tres guardaron silencio un momento y los sonidos del festival de la tarde envolvieron a Vaz. Habían pasado tantos años desde su última visita a Barcelona… Finalmente, Günberk asintió a regañadientes.

—Recomendaré a mis superiores que sigamos adelante.

Al otro lado de la mesa, la imagen prismática de Keiko rieló y repicó. Mitsuri era socióloga. Sus equipos de análisis se dedicaban fundamentalmente a la psicología y las instituciones, mientras que los que trabajaban para Alfred o Günberk se dedicaban a muchas más cosas. Pero quizás a ella se le ocurriese una alternativa que se les hubiese escapado a ambos. Habló al fin:

—Hay muchas personas decentes en la inteligencia estadounidense. No me gusta actuar a sus espaldas. Y, sin embargo, estamos en una situación atípica. Tengo permiso para seguir con el Plan Conejo… —Una pausa—. Con una condición. Günberk teme que hayamos errado contratando a un incompetente. Alfred conoce mejor a Conejo y cree que tiene el talento justo. Pero, ¿y si los dos os equivocáis?

Günberk dio un respingo.

—¡Demonios! —dijo.

Alfred supuso que estaban intercambiando breves mensajes silenciosos.

Los prismas parecieron asentir.

—Sí. ¿Y si Conejo resulta ser mucho más competente de lo que creemos? En ese caso improbable, Conejo podría apoderarse de la operación o incluso aliarse con nuestro enemigo hipotético. Si seguimos con esto, debemos desarrollar planes de aborto y destrucción para ir un paso por delante de Conejo. Si se convierte en una amenaza mayor, tenemos que estar preparados para hablar con los americanos. ¿De acuerdo?

Ja.

—Por supuesto.

Keiko y Günberk se quedaron unos minutos más, pero una mesa de una cafetería real en la calle Sardenya en medio de un festival no era el lugar adecuado para turistas virtuales. El camarero preguntaba a cada momento si Alfred quería algo más. Pagaban el alquiler de tres, pero había multitud de personas de carne y hueso esperando para ocupar la primera mesa disponible.

Así que la japonesa y el europeo acabaron por marcharse. Günberk tenía que atar muchos cabos sueltos. Era preciso cerrar la investigación del ECDC sin llamar la atención. Había que sembrar varías capas de desinformación, ocultarlo todo a los enemigos y a los aficionados a la seguridad. Mientras, en Tokio, Keiko pasaría despierta el resto de la noche elucubrando sobre las trampas de Conejo.

Vaz se quedó para terminarse la copa. Fue asombroso lo rápido que se llenó su mesa. Una familia de turistas del norte de África la ocupó de inmediato. Alfred estaba acostumbrado a que los artefactos virtuales cambiasen en el espacio de un parpadeo, pero, si había dinero de por medio, un restaurador ingenioso era capaz de ejecutar un truco igualmente efectivo con la realidad física.

De toda Europa, Barcelona era la ciudad que Alfred más adoraba. Conejo tenía razón sobre ella. Pero ¿tenía tiempo para hacer turismo? Sí. Consideraría aquéllas sus vacaciones anuales. Alfred se puso en pie, saludó a los comensales, dejó el importe de la cuenta y una propina. En la calle, la multitud era cada vez más densa y los acróbatas con zancos bailaban entre los turistas. No veía la entrada a la Sagrada Familia, pero según la información turística la siguiente visita guiada no empezaría hasta al cabo de noventa minutos.

¿Dónde pasar el rato? ¡Ah! En Montjuic. Dobló la esquina de un paseo, al otro extremo del cual había mucha menos gente… y un auto turístico acababa de llegar. Alfred se acomodó en la cabina para un único pasajero y dejó que su mente divagase. La fortaleza de Montjuic no era la más impresionante de Europa, pero hacía tiempo que no la visitaba. Como otras de la misma época, era el recuerdo de un pasado en el que todavía faltaban décadas para la revolución en tecnología de la destrucción y no era posible cometer asesinatos en masa simplemente pulsando un botón.

El auto se alejó de las manzanas octogonales de Barcelona y subió rápidamente la colina aferrado al asa del funicular que remontaba la ladera. No existían las tediosas carreteras secundarías para ese medio de transporte. Tras él, la ciudad se extendía a lo largo de kilómetros. Y delante, cuando llegó a la cima de la colina, vio el Mediterráneo azul, neblinoso y pacífico.

Alfred se apeó y el diminuto auto dio la vuelta a la rotonda camino de la terminal del funicular, desde donde llevaría a su próximo cliente en un vuelo sobre el puerto.

Estaba justo en el punto que había solicitado en el menú turístico, allí donde los cañones del siglo XX se asomaban desde las almenas. A pesar de que aquellos cañones no se habían usado nunca, eran de verdad. Pagando, podías tocarlos y caminar a su alrededor. Después de la puesta de sol, se representaría una batalla.

Vaz se acercó al muro de piedra para mirar. Si bloqueaba todas las fantasías turísticas, veía el puerto mercante, casi doscientos metros más abajo y a un kilómetro de distancia. Miles de contenedores de carga eran movidos de acá para allá incesantemente. Si hacía uso de sus poderes gubernamentales, veía el flujo de carga, incluso los certificados de seguridad —validados mediante una combinación de seguridad física y criptográfica—, que probaban que ninguna de las cajas de diez metros contenía una bomba nuclear, una epidemia o una bomba de radiación común. El sistema era muy bueno, el mismo que se usaba para cargas pesadas en cualquier lugar del mundo civilizado. Era el resultado de décadas de miedo, de cambios de actitud acerca de la intimidad y la libertad, de avances tecnológicos. La seguridad moderna era efectiva prácticamente siempre. Hacía más de cinco años que no se perdía una ciudad. El mundo civilizado crecía y el reino de la anarquía y la pobreza se reducía. Muchos creían que el mundo se estaba convirtiendo en un lugar más seguro.

Keiko y Günberk —y Alfred, claro— sabían que ese optimismo era completamente infundado.

Alfred miró más allá del puerto, hacia las torres. No estaban allí la última vez que había visitado Barcelona. El mundo civilizado era más rico de lo que hubiese soñado en su juventud. En las décadas de los ochenta y los noventa del siglo XX, los gobernantes de los Estados modernos habían comprendido que el éxito no dependía de tener el ejército más grande o los mejores precios o los recursos naturales… ni siquiera la industria más avanzada. En el mundo moderno, el éxito dependía de tener la mayor cantidad de población educada y conseguir además que esos cientos de millones de personas creativas tuvieran la sensación de libertad.

Pero esa utopía no era más que la carrera de una Reina Roja enfrentada a la extinción.

En el siglo XX, sólo un par de naciones tenían el poder de destruir el mundo. La especie humana había sobrevivido por pura suerte. A principios del siglo XXI decenas de países podían destruir la civilización. Pero para entonces, las Grandes Potencias ya tenían más sentido común. Ninguna nación estaba tan loca como para volar el mundo… y las pocas excepciones bárbaras fueron combatidas, empleando métodos que hacían que de noche pareciera de día cuando hizo falta. En la segunda década del siglo, la tecnología para la aniquilación masiva estaba al alcance de grupos nacionalistas y racistas. Por una serie de milagros afortunados —algunos orquestados por Alfred en persona— las quejas legítimas de los oponentes fueron debidamente resueltas.

En el presente, la tecnología de Gran Terror era tan barata que las sectas y las pequeñas bandas de delincuentes podían adquirirla. Keiko Mitsuri era la gran experta en esa cuestión. A pesar de que su trabajo quedaba oculto por tapaderas y mentiras, Keiko había salvado a millones de personas.

La carrera de la Reina Roja continuaba. En su inocencia, la maravillosa creatividad de la humanidad seguía generando consecuencias inesperadas. Había docenas de líneas de investigación que podían llegar a poner armas de destrucción masiva en manos de cualquiera que se hubiese levantado con mal pie.

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