– Qué bruto eres, Roland. La vas a matar. Se ha acabado por hoy -dice Nyneve.
Pero el Maestro no le hace caso. Se está sobando la barriga, allí donde le he golpeado, y me mira con el ceño fruncido y una expresión extraña. Pienso: está furioso, está harto de mí y me va a echar. Pienso: ahora sí que va a acabar conmigo. Pero el Maestro arruga aún más la frente, sus cejas son una sola línea que encapota sus ojos indescifrables. Y luego asiente brevemente, una sola vez, con la cabeza.
– Está bien. Vete a descansar. Te lo has ganado.
A lo lejos, junto a la cabaña, el Caballero Oscuro nos contempla, todo hierro y quietud amenazante.
Tengo la cara hinchada y el ojo casi cerrado. No puedo ponerme el almófar porque me hace daño en la quijada, allí donde el Maestro me golpeó. Voy al campo de entrenamiento con la cabeza descubierta.
– No importa -dice él-. Hoy no vas a necesitar la protección.
Y es verdad. Para mi alivio y mi asombro, no la necesito. El Maestro ha cambiado tanto que parece otro hombre. Sigue siendo igual de seco, igual de adusto, pero no quedan rastros de esa furia amarga que antes le quemaba. Se apoya con ambas manos en la cruz de su espada y me habla. Me habla.
– Eres alta, Leola. Más alta incluso que algunos caballeros. Pero eres mucho más ligera que el más pequeño de los hombres. Los mejores guerreros no son necesariamente los más fuertes, los más grandes, los más pesados. Los buenos guerreros son aquellos que poseen cabeza y corazón. Una cabeza clara y rápida, capaz de elegir, casi sin pensar, la estrategia de lucha en cada ocasión. Y un corazón de león que no conozca el miedo, porque los combates sólo se ganan si se sale a ganar. ¿Me entiendes, Leola?
Muevo la cabeza afirmativamente, porque no me atrevo a romper con el sonido de mi voz sus palabras preciosas.
– Quiero decir que nadie ha ganado jamás ninguna lucha defendiéndose. Para vencer, hay que atacar. Y para atacar hay que olvidar que eres mortal, que las espadas cortan, que la carne duele. Un corazón de león: ésa es la mejor arma de un caballero…
El Maestro calla y yo también. Transcurren los instantes. Muevo el peso de mi cuerpo de una pierna a la otra. El sol calienta mi cota de malla.
– Yo pensaba que las mujeres carecían de un corazón así. Pero quizá me haya equivocado…, al menos contigo. En cuanto a la cabeza, lo primero es conocer bien los propios recursos. Eres flexible y rápida: no debes parar los golpes, sino esquivarlos. Y luego hay algo más, que es el instinto cazador, la intuición guerrera, esa extraña y ciega sabiduría que te hace lanzar un mandoble aun antes de haber tenido tiempo de pensar en mover tu brazo… Y también es posible que tengas ese don, Leola… Tu estocada de ayer no estuvo mal. Aunque tal vez sólo haya sido cuestión de suerte. ¿Sabes bailar?
– Sí…
– La lucha es una danza, sobre todo para los guerreros como tú, o para el guerrero en el que quizá podrías convertirte. Tienes que aprender a bailar con tu enemigo y olvidarte de todo, de la misma manera que te olvidas de contar tus pasos cuando la música te arrastra. Tienes que olvidar tus temores y tu cuerpo, tienes que olvidar incluso quién eres y dejarte llevar por el ritmo interno de la danza de la muerte. No pienses, actúa. Y recuerda: la mejor de-tensa siempre es el ataque. Ponte en guardia.
Saco la espada de su vaina, me aferró al escudo y me pongo a temblar. No temo los golpes, sino defraudarle.
– Venga. ¿A qué esperas? Ataca.
¿De qué modo, por dónde? Las palabras del Maestro retumban dentro de mi cabeza y me marean. Tengo que bailar. Tengo que parar de pensar. Tengo que dejar de tener miedo, porque el cuerpo no duele. Estoy agarrotada, petrificada. Me lanzo hacia delante con el mismo ímpetu ciego con que me lanzaba a la poza del río Lot y amago un mandoble desesperado. El Maestro me esquiva limpiamente y golpea mi adarga. Caigo al suelo sentada.
– Bien, has hecho justamente todo lo que no debes hacer. Has cargado contra mí de manera frontal y directa, con tanta lentitud, además, que me has avisado con mucha antelación de por dónde iba a venir tu golpe. Recuerda: no eres fuerte, eres rápida y tienes que ser lista. Debes marearme y engañarme. Y luego, cuando yo he contestado, has pretendido parar mí espada, en vez de recogerla con el escudo y desviarla, dejándola resbalar hacia un lado…, de ese modo, mi propio impulso me habría hecho perder el equilibrio. Por cierto, esto me hace pensar en tu armadura. No tienes escudo propio y necesitas uno; búscate una adarga pequeña y ligera. Lo importante es que esté bien hecha; que no sea plana, sino que tenga una superficie abombada y resbaladiza, para que los golpes se desvíen. Y lo mismo digo del yelmo: el que usas es demasiado pesado y, además, te viene grande, lo mismo que ese ridículo almófar de gruesos eslabones… Ninguna armadura, ningún casco y ningún escudo, por sólidos que sean, impiden el tajo de una espada bien manejada. Un guerrero medianamente vigoroso y medianamente hábil puede partirte en dos aunque estés recubierta del hierro más espeso. Y si eso puede hacerlo cualquier hombre, piensa en lo que te podría suceder si te enfrentaras a un contrincante como el Caballero Oscuro.
Mis ojos se van, sin poderlo evitar, a la lejana silueta del gigante. Brilla todo él con la luz del sol, una mole de metal negra y mortífera. Un escalofrío desciende por mí espalda bajo la loriga recalentada.
– De manera que usar revestimientos muy gruesos es en general bastante inútil, pero en tu caso sería, además, un error fatídico, puesto que tu arma ha de ser la rapidez. Por fortuna, tu loriga es muy buena, ligera y apretada como una piel. También es buena la espada, así como el hacha y el cuchillo. Cambia de yelmo y de almófar y búscate un escudo en condiciones. La armadura es la herramienta del guerrero. Es muy importante usar la adecuada. Y levántate de una vez. ¿Piensas pasarte todo el día ahí sentada?
Embebida en sus palabras, no me he dado cuenta de que sigo en el suelo. Me pongo en pie y vuelvo a colocarme.
– Ataca.
El baile, el pensamiento, el miedo, la rapidez, el pensamiento, el baile. Me he movido, pero no sé qué he hecho. De pronto, el Maestro ya no está frente a mí. ¡Está detrás! Intento volverme, pero una bota empuja mi trasero. Caigo de bruces y otra vez trago tierra. Pero ya no es mi tierra campesina.
Me despierto en mitad de la noche y estoy sola. La luz de la luna entra por el ventanuco y pinta con un resplandor de plata la cabaña, haciéndola parecer más limpia, más hermosa. Toco el lado del jergón donde duerme Nyneve y está frío: hace tiempo que se ha ido. Me levanto. La sucia paja que cubre el suelo de tierra me hace cosquillas entre los dedos desnudos. El silencio es tan completo que el chirrido de la puerta, cuando la abro, resulta atronador. Voy al campo de entrenamientos y me siento en el tocón del árbol quemado. El mundo es una burbuja de luz lívida. Tino de los dos toscos bridones del Maestro relincha en la cuadra: tal vez me haya oído. Siento un escalofrío: el verano se encamina a su fin y la tierra respira una humedad otoñal.
Hace varias lunas llenas, en una noche como la de hoy, despojé el cadáver de mi caballero. Recuerdo el espectral paisaje de la batalla y creo volver a percibir el tufo dulzón de la podredumbre. Mi entrenamiento prosigue y parece que no lo hago del todo mal: el Maestro, lo noto, está contento. Pero yo me siento una impostora porque sé que nunca seré como esos hombres de hierro que se descuartizaban en el campo vecino. No quiero tajar piernas, amputar brazos, reventar cabezas como sandías maduras. No creo que tenga la fuerza ni el corazón para poder hacerlo. Lo lamento, Maestro, pero no poseo el corazón del león. Como mucho soy una raposa, un zorrito pequeño que solamente ansia sobrevivir. Y el entrenamiento es bueno para eso. Creo que hoy no hubiera necesitado al señor de Ballaine para defenderme de los asaltantes. Me siento fuerte, me siento astuta y me siento orgullosa de saber lo que ahora sé. También las raposas tienen su dignidad, aunque los leones las desprecien.
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