Rosa Montero - Historia Del Rey Transparente

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En sus andanzas por los burgos y los campos de Francia, Leola se topa con un enigma trágico: trovadores, muchachas o vecinos inician el relato de la historia del Rey Transparente y caen fulminados tras unas pocas frases. Nyneve, que parece estar al tanto del enigma, reacciona siempre con furia ante la sola mención del nombre de ese rey misterioso. El acertijo sólo lo conocerá el lector en las últimas páginas: se trata, en realidad, de una fábula moral que resume la filosofía de toda la novela.
Leola se verá armada caballero a los diecisiete años por la duquesa Dhuoda, una sanguinaria dama que sin embargo la fascina y que esconde una terrible historia. Aprende que la lucha es una danza y consigue batirse con éxito en justas y torneos. Conoce la corte de Leonor de Aquitania y su cortejo de poetas, filósofos e ingeniosos polemistas que debaten sobre el Fino Amor y la alta teología. Se convierte, al fin, en un `Mercader de Sangre`, en un mercenario a sueldo de las clases más bajas de la sociedad.
Los años pasan, y Leola pierde dos dedos de la mano y tiene el cuerpo lleno de cicatrices. Se enamora de Gastón, un filósofo que busca la piedra filosofal, mientras estalla la herejía albigense. La guerra no se hace esperar, y Léola y Nyneve se pondrán al lado de los cátaros, que para ellas representan el lado de la bondad y la cordura.

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Ahora caigo en la cuenta de que, salvo en el caso del tabernero, las demás predicciones han sido todas ellas más o menos amplías e imprecisas.

– Pero ¿eres bruja o no?

– Ah, la verdad… ¿Quién sabe la verdad? Tal vez haya más de una verdad, tal vez no haya ninguna. Ya te he dicho que la verdad siempre es lo más difícil.

Su manera de jugar conmigo me saca de quicio. Intento pensar en algo desdeñoso que decirle, pero Nyneve ya no me hace caso. Ha abierto la bolsa y está contando nuestras ganancias. Hemos logrado reunir veinticuatro sueldos, algo más de una libra.

– No está mal. Con esto tenemos para comenzar.

A mí me parece una cantidad exorbitante.

– Hermanos, vengo a traeros la salvación eterna… -dice una voz meliflua a nuestro lado.

Es un vendedor de bulas. Lleva un sayal pardo y una gran cruz de madera sobre el pecho. Sin duda le ha llamado la atención nuestro pequeño tesoro.

– Dispongo de bulas parciales y bulas plenarias selladas por el Santo Padre… Podéis serviros de ellas para comer carne en Cuaresma, para libraros del ayuno sin pecar, para evitar la penitencia impuesta en confesión, para…

– No queremos nada -contesta Nyneve.

– Alabado sea el Señor, ¿cómo es posible? -se escandaliza el bulero-. ¿Vais a poner vuestras almas inmortales en peligro sólo por ahorrar unas cuantas monedas miserables?

– Te he dicho que no. Además, mi joven amigo va a irse a combatir a Tierra Santa y con eso ganará suficiente gracia divina para los dos.

– Ya que habláis de Tierra Santa, también recojo óbolos para costear la cruzada. Debo deciros que con las donaciones se obtienen indulgencias muy abundantes.

– No insistas. No queremos.

– ¿Y tampoco unas reliquias? -se obstina el hombre, metiendo la mano en su gran alforja de lana gruesa-. Llevo conmigo las reliquias más milagrosas: una pluma del arcángel San Gabriel, un trocito de la zarza de Moisés, un nudo de cabellos de San Judas Tadeo… Si incrustáis la zarza sagrada en la empuñadura de vuestra espada, joven caballero, seréis invencible…

– ¡Lárgate!

Descorazonado, el bulero se va con su comercio ambulante a buscar pecadores en otra parte.

– Pues a mí me hubiera gustado ver la pluma del ángel -digo tímidamente.

Nyneve me mira con ojos chispeantes y una sonrisa bailándole en la boca.

– Leo, si esa pluma es de ángel yo soy el rey Arturo. ¿Cómo puedes creer a ese embustero?

– No sé. También estaba empezando a creer que eras bruja-respondo, irritada.

– Y lo soy, pequeña ignorante. Lo soy. Lo que ocurre es que tú confundes a los charlatanes y los farsantes, que son legión, con los verdaderos hechiceros. Yo soy una bruja de conocimiento. Entre los diversos poderes, escogí el saber. Ése es mi don, y ya tendrás la ocasión de apreciarlo.

Pero ahora Nyneve se pone repentinamente sería y ensombrece el gesto:

– Harías bien en guardarte de gentes como ese bulero, mi Leo, porque en realidad son el enemigo. Tú lo ignoras porque eres joven e inexperta, pero estamos en medio de una guerra. Y no hablo de los pequeños y estúpidos combates de los hombres de hierro, sino de algo mucho más grande y crucial. De una batalla general que se libra con las armas, pero también con las palabras y con nuestras propias vidas.

– ¿Una batalla? ¿La del conde de Gevaudan contra el Rey de Francia?

– ¿No me estás escuchando? Eso son nimiedades -responde Nyneve con impaciencia.

– Pero, entonces, ¿quiénes son los combatientes?

MÍ amiga calla, mientras baraja distraídamente el mazo de cartas. Calla durante tanto tiempo, de hecho, que empiezo a creer que se ha olvidado del tema.

– ¿Tú sabes lo que es la Tregua de Dios? -pregunta de repente.

– Bueno, sí…, claro… Es lo de no guerrear los domingos y… lo de acogerse a sagrado en las iglesias, ¿no?

– Hace un par de siglos, el mundo era todavía más violento que ahora. Y reinaba el desorden. Los monjes vivían encerrados en ¡os monasterios copiando manuscritos y la Iglesia era pobre y se mantenía cerca de su rebaño, viviendo la vida de los necesitados. Por eso, porque conocía bien el dolor de los mansos, la Iglesia encabezó un movimiento que pronto se hizo general entre las personas de buena voluntad, el movimiento de la Tregua de Dios, con el que se intentó dar un orden al mundo. Y así, se estipuló que los guerreros no podían matarse en domingo ni en fiestas de guardar; que las iglesias, los hospicios, los caminos y los mercados eran intocables; que los hombres de hierro no podían dañar a los campesinos, a las mujeres, a los animales domésticos…

– ¡Pero todas esas reglas se incumplen constantemente!

– Claro que se incumplen. Los humanos somos unos bárbaros. Pero lo importante es que las reglas existen. Esas reglas, que son acuerdos comunes libremente asumidos, son el comienzo del entendimiento. Un paso en el camino hacia un futuro mejor. No, el problema no es que se incumplan los acuerdos. El verdadero problema es que el mundo ha cambiado. Y unos cambios son buenos y otros son terribles. Mira a la Iglesia hoy: esos prelados arrogantes revestidos de seda, esos enormes monasterios, más ricos y poderosos que las fortalezas de los duques. A la Iglesia ya no le basta con tener un reino en el otro mundo, lo que quiere es reinar aquí y ahora. ¿Has visto al bulero? Ahora, por unas pocas monedas, puedes comprar el perdón de los pecados y la salvación de tu alma… Yo creía que era más difícil que un rico entrara en el Cielo que hacer pasar un camello por el ojo de una aguja, pero ahora sí eres rico puedes pecar y adquirir una bula para librarte de las consecuencias, y ni siquiera necesitas hacer penitencia. Que hayamos degenerado desde la Tregua de Dios a esta miseria es cosa bien triste.

– Sí, sí…

Asiento con entusiasmo porque apenas he entendido lo que ha dicho. Cuanto más entusiasmo, me digo, menos advertirá Nyneve mi estupidez. Pero mi amiga me observa con rostro pensativo. Mezcla las carras del Tarot y las extiende del revés sobre la mesa.

– Escoge una.

Me da un poco de miedo, pero obedezco. Toco un naipe y Nyneve le da la vuelta. Es una mujer vestida con extraños y suntuosos ropajes, con un bastón en la mano y un gorro en la cabeza.

– La Papisa… Cómo no -dice Nyneve.

– ¿ La Papisa?

– Este naipe es en honor de la Papisa Juana. Hace mucho tiempo, antes incluso de la Tregua de Dios, la Pa pisa reinó en el trono de San Pedro durante dos años, cinco meses y cuatro días, con el nombre de Papa Juan VIII. Juana nació en Maguncia; amaba el saber, pero, como no podía estudiar siendo mujer, se disfrazó de monje. Ya ves que este truco tuyo es una artimaña bien antigua. Viajó a Atenas en compañía de otro monje varón, y allí se educó con tanto provecho que acabó siendo célebre por sus conocimientos. Ya famosa y sabia, y siempre vestida de hombre, Juana se fue a Roma, y fue elegida Papa por unanimidad. Dicen que lo hizo bien y con prudencia. Pero se quedó embarazada de su amigo monje, y un día, en el transcurso de una solemne procesión por las calles de Roma, la Papi sa se puso de parto y dio a luz delante del gentío. Imagina la escena: el trono dorado, las vestiduras de seda, toda la magnificencia del Gran Padre manchada y traicionada por la sangre humilde y la viscosa placenta de una madre. Enfurecidos por el espectáculo, los buenos cristianos de Roma arrancaron a la Papisa de su sitial, la ataron por los pies a la cola de un caballo y la lapidaron. Dicen que como recordatorio de ¡a infamia de Juana han erigido una estatua en el lugar de los hechos. También dicen que, desde entonces, se ha instituido un curioso ritual en el nombramiento de los Papas. Antes de la coronación, el Sumo Sacerdote se sienta en una silla de mármol rojo con el asiento agujereado y el cardenal más joven le palpa los genitales por debajo de la silla y a continuación grita: «Habet!». Que quiere decir «tiene», por si no lo sabes. Y los demás prelados contestan «Deo Gratias!», supongo que sintiéndose grandemente aliviados con la noticia.

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