– Es una historia terrible…
– Sí, lo es. Pero también es una historia de esperanza…, ya ves que las mujeres pueden ser tan sabias o más que los hombres, y gobernar el mundo de manera juiciosa… Además, también es posible que Juana no existiera… Es posible que toda la historia sea un invento de la Iglesia para que las mujeres no nos atrevamos a intentarlo…
– ¿A intentar qué?
– Ser Papas, o ser sabias, o ser poderosas… Las cosas están cambiando mucho, Leo. Hoy hay eruditas como Hildegarde de Bíngen, o reinas como Leonor… ¿Has oído hablar de ellas?
– No…
Nyneve resopla.
– Está bien. Mientras dure tu instrucción como guerrero, yo te voy a enseñar a leer y escribir… Además, no te vendrá mal para tu disfraz, porque ahora está de moda. Antes los hombres de hierro eran todos unos ignorantes, pero ahora se está extendiendo entre los caballeros la buena costumbre de aprender a leer.
Pero yo no me puedo quitar de la cabeza la historia de la Papisa.
– Nyneve…, ¿vamos a decirle al Maestro de armas que soy una mujer?
– Desde luego que sí. Estarás mucho tiempo muy cerca de él, y sin duda se daría cuenta.
– Pero entonces es posible que no quiera enseñarme a combatir…
– Lo dudo. Roland me debe favores, y, además, no está en condiciones de ponerse exigente ni de rechazar a ningún pupilo. No te preocupes de eso. Pero ahora vamonos: debe de faltar poco para que llegue la hora de completas y cerrarán las puertas de la ciudad con el toque de queda. Conozco una cueva cercana donde podemos guarecernos. No quiero pasar la noche aquí: ya nos hemos hecho demasiado célebres y me parece mejor no tentar la suerte.
– Espera, sólo una cosa más, Nyneve… Dime, he sacado la carta de la Papisa… ¿Eso qué significa?
– Es la carta de la ocultación, y también de la duplicidad. Eres tú, fingiendo ser quien no eres. Pero también es el poder y la caída, la fortuna y la desgracia. Veremos cosas maravillosas, mi Leola; pero aún no sé si acabaremos llorando.
El Maestro me desprecia porque soy mujer.
Aunque procede de buena cuna, el maestro Roland es un hombre tosco y áspero. En su juventud fue el escudero de un conde que, tras caer en desgracia con el Rey de Francia, fue despojado de sus propiedades y se echó al monte, convirtiéndose en uno más de los muchos nobles renegados, los temibles faydits, que asolan el mundo como bandoleros. El escudero se unió al destino de su Señor y durante muchos años fueron el terror de la comarca, hasta que un día Roland decidió abandonar la vida feroz y regresar calladamente a la normalidad. Nunca llegó a ceñirse las espuelas de caballero, pero sabe más de combatir que muchos guerreros afamados. Se gana la vida enseñando a pelear, pero su escuela es prácticamente clandestina porque él es un proscrito y su cabeza tiene un precio. Ahora mismo soy su único aprendiz.
– ¡Así no! ¡Levanta ese maldito escudo!… Por los clavos de Cristo, qué desastre…
El Maestro ruge y yo mastico tierra. Me he distraído, no me he cubierto a tiempo con el pesado escudo y el Maestro ha descargado un espadazo en mi hombro que me ha tirado al suelo. Usamos armas negras, sin filo y sin punta, pero aun así los golpes son terribles. Estoy llena de verdugones que Nyneve frota con aceite de árnica por las noches.
– Me maltrata a propósito. Quiere que abandone. No deberíamos haberle dicho que soy una mujer -le lloro a veces a Nyneve mientras me cura.
– ¿Y crees que no se hubiera dado cuenta? Tranquilízate y aguanta. Lo conseguirás. Lo importante es que tú confíes en ti misma. Te asombraría saber cuántas mujeres se han ataviado de varón e incluso han ganado guerras… Hace algunos años, una dama del Reino de Castilla, María Pérez, combatió en duelo singular contra Alfonso I el Batallador, Rey de Aragón, y le venció. De resultas de esa gesta se ganó el sobrenombre de La Varona. Y si otras lo han hecho, ¿por qué no vas a poder lograrlo tú?
La escuela consiste en dos pobres cabañas y en un campo de entrenamiento y otro de justas. Nyneve y yo ocupamos la choza más pequeña; el Caballero Oscuro y el Maestro habitan en la grande. El Caballero Oscuro es un hombre aterrador y enorme a quien jamás he visto sin la armadura completa. Nunca dice nada: hasta ahora no le he oído pronunciar una sola palabra. Se limita a observarnos desde cierta distancia todo el día, sentado o de pie, quieto como una roca. No sólo posee unas dimensiones monstruosas: hay algo en él, en su falta de expresión, en la rígida manera en que se mueve, que resulta aberrante. Su yelmo lleva carrilleras y una larga placa sobre la nariz, de manera que el rostro queda oculto casi por completo. No le he visto los ojos: nunca se ha acercado lo suficiente, y yo no tengo la menor intención de aproximarme a él. Con sólo contemplarle de lejos ya me espanta.
– ¡Pero mueve los pies, condenada! ¡No te quedes quieta!
Llevamos semanas con el Maestro. Las semanas más duras de mi vida. Durante muchos días no hice otra cosa que intentar pegarle sablazos a un estafermo con una espada y un escudo cargados con piorno. Al principio apenas podía levantarlos, de lo pesados que eran. Cuando por fan conseguí manejarlos y los brazos se me pusieron duros como bolas de cuero, el Maestro empezó a combatir conmigo. Es decir, empezó a aporrearme de manera inclemente. Nunca me dice nada o casi nada, nunca me explica cómo debo hacerlo, sólo me grita, me insulta y me golpea. Como ahora.
– ¡Levántate!
Estoy en el suelo nuevamente. Quiero seguir aquí. Quiero rebozarme en el polvo, fundirme con la tierra, mi árida tierra campesina que nunca debí abandonar. Esto es una locura. No lo conseguiré.
– ¡Levántate, te digo!
Le obedezco, aunque no quiero hacerlo. Lo único que deseo es salir corriendo. Sé que levantarse es volver a sufrir, y no sé si puedo seguir soportándolo. Me falta la respiración: tengo los pechos vendados, para disimularlos y protegerlos, con apretadas tiras de cuero, y la opresión me impide tragar aire. Aunque quizá sólo sea la asfixia del miedo. El Maestro, sin escudo, sin yelmo, sin loriga, sin armadura de ninguna clase, me espera espada en mano con gesto despectivo. Lanza un mandoble y consigo pararlo con la adarga; después, sin pensar, no sé con qué rara intuición, no sé ni cómo, me agacho y alargo el brazo. La punta roma de mi espada golpea con fuerza el vientre del Maestro. El hombre contesta de inmediato con respuesta refleja y sacude mi mandíbula desprotegida con ei puño de su arma. Algo cruje y duele. Caigo de rodillas y veo negro.
Estoy de nuevo tumbada en el suelo, con la boca llena de un sabor repugnante, dulce y espeso. Intento incorporarme, porque me ahogo; apoyada en un codo, escupo una muela y un buche de sangre. Me duele la mandíbula de una manera horrible, pero también me abrasa la desesperación. ¿Será siempre igual, seré siempre una víctima? ¿Estaré atrapada toda mi vida en esta asquerosa indefensión? Por las tardes, después de la paliza y del ritual sanador del aceite, Nyneve me enseña a leer y escribir aprovechando la última claridad de estos soles tan largos del verano. Leemos un libro que Nyneve ha sacado de su bolsillo inacabable: el Relato de Brut. Lo ha escrito un tal Robert Wace, canónigo de Bayeux, a petición de la reina Leonor, o eso me ha explicado mi amiga. Yo no sabía que los libros podían ser algo tan maravilloso. De repente, esas páginas manchadas con signos incomprensibles empiezan a tener un sentido para mí, empiezan a contar historias fascinantes de guerreros gloriosos. Del rey Arturo y de Merlín el Mago. Pienso ahora en esos caballeros, en ese mundo de honor y de prodigios. Y pienso en mi casa quemada, en mi cabrita y mi gorrino muertos, en mi padre, en mi hermano y mi Jacques. Pienso en la triste vida de los campesinos, a merced de hombres de hierro que carecen de la grandeza del rey Arturo. Resoplo y me pongo en pie dificultosamente. Recojo mi espada y mi escudo y vuelvo a colocarme frente al Maestro.
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