Sac Nicte le dirigió una larga mirada llena de tristeza. Hubiera deseado tener la fuerza necesaria para hablarle y convencerlo, para hacerle ver la verdad de las cosas, pero dijo:
– Que sea entonces la voluntad de los dioses.
La mayoría de las gentes de Uucil Abnal habitaban unas chozas que se levantaban a la sombra de los árboles que cubrían la ciudad como una cúpula. Algunas estaban emplazadas en torno a una gran explanada libre de vegetación, pero muchas otras se dispersaban sin orden alguno por el interior de la jungla, adaptándose a las irregularidades del terreno, de modo que resultaba imposible calcular su número.
Lisán fue conducido por Sac Nicte hasta una de las situadas en el claro. Era acogedora y sus paredes estaban hechas de ramas recubiertas con estuco blanco.
– Ésta será tu vivienda -le dijo la sacerdotisa-, pero ahora debes acompañarme, pues el Uija-tao desea verte.
– ¿Quién es el Uija-tao?
– El «Gran Vidente» -le aclaró Sac Nicte, como si esto significara algo para él.
– Ma'. Estoy agotado y después de esos días interminables sobre la canoa siento que el suelo firme sigue danzando bajo mis pies.
Se dejó caer sobre una especie de litera baja, hecha con palos entrecruzados y esteras de algodón decoradas con complejos dibujos geométricos.
– Debemos ir ahora, Lisán al-Aysar.
– ¿Es necesario?
– Beey. El Uija-tao lleva mucho tiempo esperándote. Después podrás descansar.
Lisán se incorporó un poco, pero no se levantó.
– Quiero que me expliques lo que ha sucedido hace un momento. Noté… noté cierto nerviosismo en vuestra conversación, pero ese hombre, el Ahau Canek… ¿Es tu padre?
– Beey.
– Bueno, pues él empezó a hablar en una lengua desconocida para mí, y me pregunto por qué.
– Hablamos de asuntos que no entenderías, Lisán al-Aysar.
– Intenta explicármelo, por favor.
– Nuestra situación es muy compleja, pues en esta tierra coexisten diecisiete reinos independientes, enzarzados en guerras constantes y en turbias alianzas. Mi padre ha conseguido crear una confederación con los tutul xiu y otros pueblos, que puede llegar a dominar todo este lado de la costa. Y esto no es algo que agrade a nuestros vecinos cocom.
– ¿Cocom? ¿Es el pueblo que habita Amanecer?
– Beey. Amanecer pertenece al reino de Ecab, dominado por los cocom , pero la mayor parte de sus territorios están situados tierra adentro, en el interior de la selva. Se sienten amenazados por nuestra supremacía, pues si nos apoderáramos de esa ciudad controlaríamos el acceso al mar de toda la región, y el paso de los mercaderes que fondean en nuestras costas. Hace tiempo que nuestros espías nos advierten que están reuniendo un gran ejército y que no tardarán en enviarnos a sus embajadores para preparar la guerra. Pero la presencia de los nahual en su ciudad lo precipita todo.
– ¿Por qué?
Sac Nicte suspiró.
– Porque significa que los mexica y sus dioses están aliados con los cocom. Mi padre siempre ha intentado llegar a un compromiso con los mexica. -La mujer sonrió con amargura mientras decía esto-. Pero lo cierto es que nunca lo logró, y ahora vamos a tener que luchar.
– ¿Los nahual forman parte de vuestra categoría de dioses?
– Ma' -exclamó Sac Nicte-, son hombres transformados por el poder de Tezcatlipoca. Ahora forman parte del ejército de nuestros enemigos.
– ¿Os habéis enfrentado alguna vez a ellos?
– Lisán al-Aysar, debes acompañarme -suplicó la mujer con impaciencia-. El Uija-tao es un hombre muy poderoso y se sentirá insultado si lo hacemos esperar. Más tarde tendremos ocasión de seguir hablando, y yo volveré a responder a tus preguntas, pero ahora acompáñame, por favor.
Llegaron hasta los pies del árbol más gigantesco que el andalusí hubiera visto jamás. Se levantaba en el centro geométrico de Uucil Abnal, su copa se elevaba a más de trescientos codos de altura y arrojaba su sombra sobre las copas de los otros árboles. Sus ramas se extendían de forma asombrosa: nacían del tronco, muy ordenadas, de tres en tres o más, y se alargaban como un gigantesco parasol, abarcando con su sombra un amplio claro de la selva en el que apenas crecía nada. Al desarrollarse se había engarzado alrededor de un gran templo, que se había mantenido intacto gracias a que las raíces se trenzaron en torno a las piedras como un zarcillo de oro alrededor de un brillante.
– Éste es el Yaxcheelcab, la Ceiba Sagrada, el Árbol Cósmico del Centro del Mundo- le dijo Sac Nicte-. Pero dicen que apenas era una semilla cuando el propio templo fue construido, en este mismo lugar, por los enanos ajustadores. El Uija-tao nos espera en su interior.
Pero antes de entrar, el andalusí volvió a preguntarle por ese «Gran Vidente», y la sacerdotisa le explicó que disfrutaba de un gran poder.
– Semejante al del Consejo -dijo la mujer-. Incluso mi padre, el Ahau Canek, tiene la obligación de acercarse al Uija-tao dando muestras de profunda humildad y veneración. Y debe atenerse estrictamente a sus dictámenes…
Al parecer, entendió Lisán, el Uija-tao estaba íntimamente ligado a una deidad, cuya voluntad conocía al entrar en un estado extático y que comunicaba a su pueblo. A la vez, era una especie de prisionero en su templo arbóreo. Habitaba su palacio en celibato y estricta reclusión. La sacerdotisa y el andalusí atravesaron una amplia plataforma de mármol, incrustada en las retorcidas raíces de la Ceiba Sagrada, y se internaron en un edificio cuadrado rodeado de columnas. Era milagroso que las piedras de aquel templo no resultaran desmenuzadas por el abrazo de las raíces en lugar de mantener su forma y su consistencia.
En el interior ardían unas pocas antorchas colgadas de las paredes, pero apenas conseguían iluminar la turbia oscuridad de la sala. En un brasero cercano a la entrada se quemaba el puk ak , y el humo dibujaba una sinuosa serpiente blanca que empañaba el aire con un intenso aroma a incienso. Varios sacerdotes, desnudos y con sus cuerpos pintados con franjas verdes, se movían confundidos entre las sombras. Lisán se figuró por un momento que eran las raíces de la Ceiba Sagrada que habían cobrado forma humana y escapaban de su abrazo con la piedra. Uno de ellos lanzó al brasero más pastillas de puk ak decoradas de azul turquesa que al arder desprendieron más humo espeso, blanco y aromático. De lo alto colgaban unos tétricos adornos hechos con plumas y huesos humanos, que giraban lentamente.
Cuando sus ojos se acostumbraron un poco a aquella penumbra, vio a un anciano desnudo, tocado con una insólita mitra puntiaguda, sentado sobre las losas del suelo. Su sombra agigantada se reflejaba en el humo y se proyectaba contra las paredes y el techo, pero el Uija-tao era un hombre pequeño y delgado hasta lo enfermizo. Su piel no era tan oscura como la del resto de los nativos, y de su tocado con aspecto de mitra escapaba un pelo negro, largo y encrespado. Sujetaba frente a sí una lámina de cobre cuadrada, de un codo de lado, en cuyas esquinas había sujetos ocho sedales, cuatro blancos y cuatro negros. Mantenía juntos, con los dedos de la mano derecha, los cuatro blancos, uniéndolos en el vértice de una pirámide que tenía como base la lámina de cobre. Los cuatro negros estaban también unidos en su mano izquierda, que estaba por debajo del cuadrado metálico y que formaban, por tanto, una pirámide invertida.
– Acércate, dzul -dijo el anciano volviéndose hacia Lisán.
Colgaban, enredados en sus cabellos, unos grandes cascabeles de metal que sonaron cuando el hombrecillo movió la cabeza. Sus ojos eran turbios, como dos esferas de cristal desgastadas por el roce del tiempo.
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