Vladimir Obruchev - Plutonia

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— A mí me interesa este lago caliente — dijo Gromeko-. Ya me había dado cuenta antes de que el agua del arroyo estaba tibia, pero lo achacaba al calor que despide ese valle desnudo de flancos negros. Ahora está claro que el arroyo recibe el calor de este lago.

— Nos encontramos sin duda al pie de antiguos volcanes — explicó Kashtánov —, y este lago tiene como afluentes manantiales termales que salen del interior aun caliente de los volcanes.

— Hay que dar la vuelta al lago y descubrir esos afluentes — declaró el zoólogo.

— Bueno, pues mientras se prepara la cena se ocupa usted de ello con Pápochkin en tanto nosotros hacemos una exploración hacia el volcán — propuso Kashtánov.

Una vez vestidos después del «baño», Makshéiev y él contornearon la extremidad occidental del lago donde nacía el arroyo, que se filtraba entre montones de rocas negras, y emprendieron la ascensión de unas colinas completamente desnudas, recubiertas de pedriza negra, que se alzaban al pie del volcán. Después de escalarlas, los exploradores se encontraron en el arranque de la primera montaña grande, en cuya vertiente abrupta podían distinguirse torrentes de lava que habían desbordado del cráter en épocas distintas y se había quedado condensada sobre la superficie formando ondas o bloques caóticamente amontonados.

Examinando los raudales más antiguos, cuya superficie era a veces amarilla, roja o blanca, Kashtánov explicó a su compañero que había allí ocre, amoníaco y azufre.

— ¡Aquí está el azufre que necesitamos! Sólo que en cantidad pequeña y difícil de recoger. Espero que dentro del cráter encontraremos más.

Trepando por los bloques de lava, los exploradores llegaron en una hora a la cima de la montaña. Era aplastada y, en el centro, se abría un boquete negro de paredes casi verticales.

— Este es el cráter, y de dimensiones bastante grandes.

— Desgraciadamente, no hay manera de descender a él.

— Vamos a dar la vuelta a su alrededor y quizá encontremos una bajada.

La cumbre de la montaña se componía también de bloques de lava endurecida. Desde ella se descubría un vasto panorama a un lado y otro. Al Norte, al pie de las montañas, extendíase el lago con su marco verde y negro. Tenía forma casi circular y quizá fuese también el cráter de un volcán más antiguo. Al Este y al Oeste descendían enormes raudales de lava que, poco a poco, se perdían en la superficie del desierto formando salientes y cadenas de rocas negras. Al Sur se alzaba otra montaña, algo más alta, que cerraba el horizonte. Debía ser el cono principal del volcán y estaba unida a la primera por un cuello estrecho y rocoso.

Los exploradores contornearon el cráter por el Oeste y se convencieron de que también allí era imposible descender a él. Entonces fueron por el cuello hasta la segunda montaña. Su cumbre tenía también un cráter profundo, pero desgarrado al Sudeste por una ancha brecha de la que descendía un gigantesco torrente de lava, sin duda producto de la última erupción del volcán.

Esta brecha del borde del cráter permitía descender a él sin mucho riesgo.

Ahora se descubría el panorama del Sur. En las inmediaciones del volcán principal se alzaban otros cuantos más bajos, de cráteres desmoronados, y tras ellos, hasta el horizonte, un idéntico desierto negro que parecía infinito.

— Efectivamente, desde aquí no se puede avanzar más hacia el Sur de Plutonia — constató Makshéiev clavando su mirada penetrante en la lejanía-. En cien kilómetros a la redonda no se ve más que piedra negra.

— Inútil hacer una excursión hacia esa parte — añadió Kashtánov-. En cuanto visitemos los volcanes y recojamos,azufre, volvemos al hormiguero a recuperar nuestros bienes.

El panorama que descubrieron desde lo alto del volcán les produjo una impresión deprimente.

A los pies de los exploradores se extendía un macizo de montañas negras surcadas de grietas profundas, semejantes a arrugas y salpicadas de manchas amarillas, blancas y rojas como por el pincel gigantesco de un pintor inhábil. Y luego, alrededor, en todas direcciones, el desierto negro y liso, sin el menor indicio de vida, triste extensión que, bajo los rayos rojizos de Plutón, tenía un aspecto particularmente lúgubre.

— ¡Este reino de la muerte es más espantoso todavía que los desiertos helados del Polo! — exclamó Kashtánov.

— Es cierto, y si el espíritu del mal existiera no se le podría encontrar una residencia más adecuada — confirmó Makshéiev.

— Me ha dado usted una idea excelente. Vamos a llamar a este sitio el Desierto del Diablo.

— Y a estos volcanes, el Trono de Satán. Estoy viendo un cuadro siniestro: cuando Plutón sufre un eclipse y reinan las tinieblas rojizas, el espíritu del mal, semejante a un pterodáctilo gigante se escapa del cráter y vuela sobre estas montañas y este desierto, llenando el aire con sus Maullidos, se baña en las aguas del lago abrasador y, sobre estas albas rocas negras, descansa contemplando su reino…

Después de haber examinado aquella parte y señalado el sitio más cómelo para descender al cráter, los exploradores volvieron hacia el lago eligiendo el camino más recto desde el cono principal a fin de Seguirlo al otro día, cuando fueran los cuatro en busca de azufre.

Capítulo XXXVII

DESCENSO AL CRATER DE SATAN

Al día siguiente, los cuatro se dirigieron hacia el volcán principal, llevándose por si acaso una escopeta, algo de carne asada y juncos azucareros. El resto quedó cerca del lago, bajo la guardia de General, ya que la ausencia absoluta de animales en aquel desierto suponía una seguridad.

El camino atravesaba primero unos montículos negros y unas cadenas de lava endurecida, luego trepaba por la vertiente del volcán principal a lo largo del enorme torrente de lava que comenzaba en la brecha del cráter. Llegaron a ella al cabo de media hora y comenzaron el descenso por unos bloques de lava condensada que formaban una especie de escalera de gigantes.

El descenso duró media hora y les condujo al fondo del cráter, la una plataforma de barro seco, negro y resquebrajado, que antes debía estar recubierto por el agua de un lago desaparecido. Al otro lado de la plataforma se alzaba un muro perpendicular, profusamente veteado de blanco, amarillo y rojo. Fácil era reconocer en los depósitos amarillos azufre natural, cuyos cristales grandes y pequeños estaban incrustados en los intersticios de la lava o se extendían en fina capa sobre su superficie.

Con sus cuchillos de caza, los viajeros empezaron a raspar los depósitos y a desprender los cristales más grandes, guardando su botín en las mochilas. Cuando estuvieron llenas, habría en cada una alrededor de dieciséis kilos de azufre.

— Dieciséis kilos de azufre dan más de once mil litros de gas sulfuroso — declaró Kashtánov-. Por lo tanto, sesenta y cuatro kilos dan casi cuarenta y cinco mil litros. Creo que será bastante para el hormiguero.

— No podríamos llevar más — dijo Pápochkin-. Aun tenemos las escopetas y los víveres, y habremos de acarrearlo todo durante dos días.

— Algo se podría cargar sobre General — propuso Makshéiev-. Ahora está curado, lleva descansando hoy todo el día y es muy capaz de cargar con unos treinta kilos. De aquí al lago, cuesta abajo, ya nos arreglaremos para llevar esos treinta kilos. Conque, vamos a recoger más para tener bastante.

Después de tomar un bocado y de descansar un poco, los viajeros recogieron todavía treinta kilos de azufre, que Makshéiev metió en su camisa, anudada en forma de saco. En una de las grietas rasparon un puñado de sal común.

Mientras descansaban, Kashtánov se había recostado contra la pared del cráter y notó de pronto unos golpes recios que llegaban de la profundidad de la montaña.

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