Vladimir Obruchev - Plutonia
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La piedra negra, recalentada por Plutón, creaba una atmósfera de horno y, desde arriba, abrasaban los rayos perpendiculares del astro, sin que hubiera el menor refugio donde protegerse de ellos. Sólo unas montañas que se alzaban al Sur ponían un rasgo distinto en la horrible y abrumadora uniformidad del desierto porque no eran negras, sino que estaban profusamente salpicadas de manchas y vetas blancas, rojas y amarillas.
Después de haber observado aquellos lugares, Kashtárnov dijo a su compañero:
— Me parece que nuestro avance al interior de este misterioso país encontrará no lejos de aquí su tope. El valle que seguimos termina probablemente junto a aquel grupo de montañas y temo que, más adelante, se extienda un desierto tan lúgubre como éste, imposible de atravesar sin equipos especiales, grandes reservas de agua, de víveres y de combustible.
— ¿Es posible que todo el resto de la superficie interior de la tierra no sea más que un desierto recalentado como éste?
— Así debe ser probablemente, por lo menos, hasta los alrededores del orificio que desemboque en el Polo Sur, si es que existe. En efecto, la humedad necesaria para la vida vegetal y animal llega a la cavidad interna por esos orificios. El mar que hemos atravesado constituye evidentemente el último depósito de agua.
— Pero, como hemos visto, los vientos del Norte que dominar aquí pueden empujar esa humedad más lejos todavía.
— Estos últimos tiempos no hemos notado esos vientos, aparte algunos huracanes acompañados de tormentas. Es probable que las últimas nubes que vienen del Norte descargan sobre el mar y en la franja próxima a él y que sólo los restos de humedad llegan a este desierto ardoroso. El aire no logra impregnarse de ella y las lluvias son imposibles.
— ¿O sea que no iremos más allá de aquellas montañas del Sur?
— Así es. Llegaremos hasta ellas y veremos si mis hipótesis son justas.
— ¿Y qué hacemos si en ese trayecto no encontramos los minerales sulfurosos que nos hacen falta?
— A juzgar por su forma y su color esas montañas deben ser volcanes apagados, y en las vertientes de los volcanes casi siempre se puede encontrar azufre. Estoy por asegurar que encontraremos allí lo que necesitamos.
— ¿Y nos volveremos luego?
— Creo que debemos aprovechar el habernos alejado tanto del mar para hacer una última excursión hacia el Sur a fin de convencernos de que ese desierto no se puede atravesar. Entonces tendremos la conciencia tranquila porque habremos hecho cuanto permiten las fuerzas humanas.
— Sin embargo, es posible que en otro sitio el mar se interne hacia el Sur y nos permita avanzar también más.
— Si recuperamos la impedimenta que nos han robado las hormigas, podríamos bordear el mar hacia el Este y el Oeste para convencernos de ello.
Después de haber contemplado largamente el desierto y de haberse despedido de la superficie azulada del mar y de sus verdes orillas que se divisaban al Norte, en el extremo del desierto, los geólogos volvieron hacia el campamento. Descendían por una grieta, resbalando sobre la pedriza y saltando de bloque en bloque, cuando oyeron dos disparos seguidos.
— ¿Qué es eso? ¿Es posible que las hormigas hayan llegado tan lejos y ataquen a nuestros compañeros? — preguntó Kashtánov.
— Hay que correr en su auxilio — dijo Makshéiev.
Aceleraron el descenso y, a los pocos minutos, llegaron al pie de la vertiente, de donde se dirigieron corriendo hacia el campamento.
Sin embargo, su inquietud era vana: las hormigas no habían atacado a sus compañeros y, en cambio, el destino favorable enviaba a los exploradores el alimento de que carecían.
Sentados al borde del arroyo, Pápochkin y Gromeko habían advertido una sombra que pasaba sobre ellos. Al levantar la cabeza vieron que un gran pterodáctilo giraba sobre el valle, atraído quizá por un bote de hojalata que brillaba al sol. Sin pensarlo mucho, empuñaron las escopetas y dispararon cuando el reptil bajaba describiendo un nuevo círculo. Una bala dió en el blanco y el animal se desplomó. Era un ejemplar muy grande que medía más de metro y medio desde la cabeza hasta el extremo del rabo, de manera que el cuerpo tenía bastantes partes carnosas.
Después de una buena cena, compuesta de carne de pterodáctilo, se acostaron turnándose en la guardia porque había que defender de los reptiles voladores que pudiesen llegar por allí la carne puesta a secar sobre las piedras.
Al día siguiente continuaron remontando el valle. Los viajeros iban cargados con provisiones de carne seca, de juncos azucareros y de combustible por miedo a no encontrar nada de ello en su camino. Efectivamente, el paraje iba haciéndose más desértico y más escasa la vegetación de los bordes del arroyo. No habían encontrado todavía roca sulfurosa y Kashtánov fundaba ahora todas sus esperanzas en las montañas volcánicas de la parte alta del valle que, al cabo de una larga jornada, parecían ya muy próximas. Poco antes de llegar a ellas, el valle se estrechaba formando una garganta por donde los viajeros desembocaron en una hondonada situada al pie mismo de las montañas.
Para asombro de todos, en el fondo de la hondonada había un lago, bastante grande, de orillas rocosas cubiertas en algunos sitios de vegetación: pequeñas colas de caballo, helechos y juncos crecían por grupos en las partes menos abruptas de la orilla, alternando con rocas de poca altura. El lago ofrecía un buen emplazamiento para acampar y dejar la carga superflua a fin de subir a los montes en busca de azufre o rocas sulfurosas.
Una vez instalados a la sombra de los helechos, los viajeros quisieron bañarse en el agua oscura y quieta del lago, que parecía un gran espejo con marco de ébano incrustado de esmeraldas. Pápochkin, que se había desnudado antes que los demás, se lanzó valientemente de cabeza al agua, pero en seguida salió a la superficie y volvió precipitadamente a la orilla gritando:
— ¡El agua está que pela de caliente!
Los demás probaron el agua con la mano o con el pie y se convencieron de que el zoólogo tenía razón.
Gromeko sacó un termómetro de bolsillo, único instrumento que quedaba a la expedición, porque siempre lo llevaba consigo. Metido en el lago, marcó 40 C.
— ¡La cosa no es tan terrible! — dijo el botánico-. Cuarenta grados Celsio equivalen a treinta y dos grados Réaumur, o sea, la temperatura de un baño caliente que se puede soportar muy bien.
Sin embargo, como un baño caliente no hubiera sido muy agradable en aquella jornada tórrida, los viajeros se limitaron a lavarse afondo empleando como jabón un fino limo blanco que formaba una gruesa capa en el fondo del lago. El limo estaba todavía más caliente que el agua y parecía abrasar los pies hundidos en él. En cambio, hacía espuma como el jabón, sustituyéndolo perfectamente.
— Otra riqueza inesperada que está sin explotar en este país de maravilla — dijo Makshéiev, restregándose enérgicamente con el limo.
— En efecto, hay personas emprendedoras que montarían un enorme negocio. Llenarían los periódicos y las revistas con anuncios de este tenor aproximadamente: El jabón medicinal de las entrañas de la tierra cura todas las enfermedades, desde el resfriado hasta el cáncer — dijo riendo Gromeko, siempre irónico respecto a las riquezas que despertaban el espíritu de iniciativa del antiguo buscador de oro.
— Hablando de las riquezas de Plutonia no se puede olvidar el reino animal — exclamó Pápochkin, que se secaba al sol después de lavarse-. Yo organizaría una sociedad anónima para la exportación de estos «fósiles vivos» con destino a los parques zoológicos y los museos de todos los países de la superficie de nuestro planeta. Semejante sociedad tendría mucho más éxito que todas las empresas mineras que se les ocurren a ustedes, ya que arriba hay oro, cobre y hierro en cantidades suficientes y en cambio no hay mamuts, plesiosaurios, ni pterodáctilos vivos.
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