Vladimir Obruchev - Plutonia
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— ¿Qué piensan hacer?
— Abrirnos un paso en la arena más blanda bajo el costado de la lancha.
— ¡Es una idea! Nosotros haremos lo mismo.
Durante algún tiempo todo estuvo quieto. Sólo se escuchaba resoplar a los hombres, que se abrían un paso en la arena lo mismo que topos.
Luego, por debajo de la proa de una de las barcas, salió Makshéiev, sucio y desmelenado, arrastrándose sobre el vientre. Le siguieron Kashtánov y, al fin, General. Por debajo de la segunda lancha aparecieron el zoólogo y el botánico.
Después hubieron de desenterrar las lanchas, sepultadas por la arena, y arrastrarlas valle abajo, camino de la vaguada. Pero, al llegar a ella, los viajeros se detuvieron sobrecogidos: por allí arrastraba sus aguas impetuosas, de color amarillo rojizo, un río por el que era imposible navegar y que tampoco podía ser vadeado.
— ¡Imposible continuar la persecución! — exclamó apenado Gromeko-. Habrá que aguardar a que baje el agua.
— Eso no es tan grave — observó Makshéiev-. Lo peor de todo es que las huellas de los ladrones han sido borradas — por el agua en la vaguada y por la lluvia en todas partes— y no vamos a saber hacia dónde se han dirigido.
— ¿Por qué habremos hecho alto? — dijo Pápochkin contrariado-. Antes de comenzar el aguacero habríamos podido probablemente recorrer una decena de kilómetros y llegar quizá hasta el refugio de los ladrones.
— Lo hecho, hecho está. Me imagino que no habrá que buscarlos mucho tiempo, porque no van a ir cargados con nuestras cosas kilómetros y kilómetros — le consolaba Kashtánov.
El agua de la vaguada descendía a ojos vistas y, a la media hora, sólo quedaban algunos charcos en los hoyos.
— ¡En marcha! El agua ha descendido ya — dijo Makshéiev.
— Pero, ¿qué vamos a hacer con las lanchas? No es cosa de llevárnoslas a cuestas hacia el interior de la región sabe Dios cuántos kilómetros — observó Kashtánov.
— Tendremos que dejarlas cerca del mar y únicamente ocultarlas de alguna forma para que no las roben esos mismos ladrones misteriosos.
— Podemos enterrarlas en la arena — propuso Gromeko.
— Buena idea. La arena está blanda y, aunque no tenemos más herramienta que las manos, sólo queda esa salida.
Capítulo XXXIV
LOS REYES DE LA NATURALEZA JURÁSICA
Una vez enterradas las lanchas, los viajeros remontaron la vaguada, donde el agua había desaparecido ya. Pero, en algunos lugares, había que trepar a una u otra orilla porque cortaban el camino grandes charcos o porque la arcilla pegajosa dificultaba la marcha. Avanzaban con cuidado, mirando atentamente hacia los lados y con las escopetas preparadas por si se encontraban de pronto con los ladrones. A la izquierda de la vaguada continuaba el mismo bosque de colas de caballo, de helechos y palmeral mientras a la derecha se sucedían las hileras de dunas desnudas y rojizas. La guarida de los ladrones podía encontrarse tanto en el bosque como entre las dunas.
Al cabo de algún tiempo tropezaron con un objeto oscuro que yacía en la vaguada, medio sepultado por la arena y el limo; lo desenterraron y vieron una enorme hormiga negra: su cuerpo medía alrededor de un metro de largo y su cabeza era poco menos gruesa que la de un hombre. Las patas, retorcidas en la agonía, terminaban en uñas aceradas.
— ¡Aquí está el rey del período jurásico! — exclamó Kashtánov.
— Si sus colonias están tan pobladas como los hormigueros de la superficie de la tierra, tendremos que vérnoslas con millares de enemigos — dijo Pápochkin.
— Y, además, enemigos rapaces, inteligentes e implacables — añadió Gromeko.
General, que seguía a cierta distancia y a veces se acostaba para descansar, llegó hasta donde estaba el grupo. Al ver la hormiga muerta se lanzó frenético sobre ella con un gruñido furioso.
— Amigo, me parece que has reconocido a uno de los que te mordieron — exclamó Makshéiev reteniendo al perro.
Poco más adelante encontraron el cadáver de una segunda hormiga y luego otro. El aguacero había debido sorprender todavía en camino a algunos de los ladrones que, arrastrados por el torrente, se habían ahogado.
— ¡Estos demonios negros habrán mojado y echado a perder todos nuestros efectos! — lanzó desesperado Gromeko.
— Sí, es poco probable que tengan inteligencia suficiente para montar la tienda y cobijarse en ella con las cosas — confirmó Pápochkin.
— Yo creo que habrán llegado a su guarida antes de la tormenta — declaró Makshéiev-. No olvidemos que se habían puesto en camino mucho antes que nosotros y que, además, nosotros nos hemos detenido a descansar varias horas en dos sitios.
Recorrieron un par de kilómetros más en silencio. Detrás de la vaguada empezaba a clarear el bosque, apareciendo en él numerosos senderos. En las filas de dunas y, sobre todo, en los valles que las separaban se veía cierta vegetación: matorrales, matas de hierba, pequeñas colas de caballo.
Makshéiev se detuvo de pronto y señaló a sus compañeros el valle inmediato, entre dos filas de dunas, por donde dos seres oscuros empujaban unas veces una bola blanca por la arena y otras tiraban de ella.
— ¿Hormigas?
— ¡Desde luego! Pero, ¿qué llevan? Nosotros no teníamos ningún objeto redondo y blanco.
— Habrán encontrado alguna otra presa.
— ¿Se la quitamos?
— No. Mejor será que nos escondamos. Luego, con seguirlas, ellas mismas nos llevarán hasta el hormiguero.
— Pero agarren bien a General para que no se lance sobre ellas.
Los exploradores retrocedieron un poco y se ocultaron en el lindero del bosque. En la desembocadura del valle aparecieron pronto detrás de unas matas las hormigas, que empujaban sobre la arena, delante de ellas, un gran objeto blanco de forma ovalada.
— ¿Es posible que los huevos de estas hormigas sean tan voluminosos? — preguntó Makshéiev.
— No. Debe ser más bien el huevo de algún reptil volador que han robado y ahora se llevan a su guarida — dijo Pápochkin.
— ¿Cree usted que serán comestibles esos huevos?
— ¿Por qué no? Si se comen los huevos de tortuga, no hay ninguna razón para no comer los huevos de reptil.
— Es una cosa que debemos tener en cuenta — observó Gromeko-. Con la penuria de víveres que sufrimos y la necesidad de economizar las municiones, una tortilla vendría ahora muy bien.
— Para un huevo de este tamaño haría falta una sartén adecuada, y no la tenemos.
— Nos arreglaremos con una pequeña. Hacemos un agujero en el huevo por un lado, removemos con un palito la yema y la clara, le echamos sal y vamos vertiendo en la sartén poco a poco lo que nos haga falta.
— ¡Pero si no tenemos ya ninguna sartén! Las hormigas se han llevado todos los cacharros.
— Se me había olvidado. ¿Y no serviría de sartén la parte alta de la cáscara del huevo? Recortándola con cuidado, se podría freír en ella.
— ¿Y con qué freímos?
— Con la grasa de iguanodón.
Mientras los exploradores intercambiaban estas reflexiones culinarias, las hormigas llevaron el huevo hasta el borde de la vaguada y se detuvieron indecisas. Las orillas eran muy empinadas. Echar a rodar el huevo desde arriba era cosa fácil, y no se rompería en la arena blanda. Pero lo que sí parecía tarea demasiado ardua para las hormigas era hacerlo subir hasta la orilla opuesta.
Los insectos daban vueltas en torno al huevo e iban y venían a lo largo de la orilla, agitando las antenas y rozándose con ellas el uno al otro como si se consultaran.
Luego una de las hormigas descendió a la vaguada, examinó la orilla opuesta, estuvo algún tiempo delante como reflexionando y después corrió a lo largo de ella, deteniéndose con frecuencia para inspeccionarla.
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