Vladimir Obruchev - Plutonia

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Pacía tranquilo al borde del lago, arrancando con sus poderosas mandíbulas, completamente desproporcionadas a la pequeña cabeza, ramos de juncos dulces y de menudas colas de caballo. Los movimientos del cuerpo hacían aletear las placas dorsales.

— ¡Parecen las alas de un cupido! — murmuró Makshéiev.

— ¡Sí que es hermoso este cupido del jurásico! — replicó Gromeko riendo-. Nunca hubiera imaginado que pudiesen existir semejantes monstruos.

Su aspecto terrible, las placas, los pinchos, las verrugas y las manchas tienen por objeto asustar a los enemigos de este apacible animal que debe ser absolutamente inofensivo — explicó el zoólogo, que había hecho ya varias fotografías-. ¿Cómo se llama este cupido? — preguntó al geólogo.

— Naturalmente, se trata del estegosaurio, el más original del grupo de los dinosaurios, que comprende también el iguanodón, el ceratosaurio y el triceratops, que hemos visto ya. En el jurásico superior existieron varios géneros de monstruos de éstos, cuyos restos han sido hallados en América del Norte.

Cuando hubieron contemplado suficientemente el animal, los cazadores hicieron desde su escondite un disparo que el eco repitió entre las rocas y luego lanzaron al unísono gritos salvajes.

Asustado, el animal huyó, haciendo recordar en su carrera el paso de andadura. Las placas dorsales se entrechocaban, castañeteando.

Cuando hubo desaparecido, los cazadores abandonaron su refugio, cogieron agua del lago y descendieron la vaguada en dirección a su campamento, saboreando de antemano el asado de iguanodón y el reposo al borde del mar tranquilo.

Capítulo XXXII

VÍCTIMAS DE UN ROBO

Pero, cuál no sería su asombro cuando, al salir del bosque ala orilla del mar, vieron que la tienda había desaparecido.

— Hemos debido equivocarnos de camino y salir a otro punto — dijo Kashtánov.

— ¡No es posible! Acabamos de pasar la barrera que habíamos levantado ayer al arranque de la vaguada, cerca del campamento — contestó Makshéiev.

— Es verdad. Entonces, ¿dónde está la tienda?

— ¿Y toda la impedimenta?

— ¿Y General?

Pasmados, los viajeros corrieron hacia el sitio donde debía encontrarse la tienda. Pero no quedaba nada: ni tienda, ni impedimenta, ni el menor trozo de papel. Quedaban únicamente los restos apagados y fríos de la hoguera y los agujeros de las estacas arrancadas de la tienda.

— ¿Pero qué es esto?. — pronunció Gromeko cuando estuvieron los cuatro agrupados en torno a los restos de la hoguera donde contaban asar el iguanodón.

— No lo entiendo — murmuró Pápochkin desanimado.

— Pues está bien claro — lanzó Makshéiev-. Nos han robado todo cuanto teníamos.

— Pero, ¿quién, quién? — gritaba Kashtánov-. Hubieran podido hacerlo únicamente seres racionales, y no hemos encontrado ni uno solo desde que hemos abandonado el Estrella Polar .

— ¡No van a ser los iguanodones los que nos han robado!

— ¡Ni los estegosaurios!

— ¡Ni los plesiosaurios!

— ¿Y si esos malditos pterodáctilos se lo han llevado todo a sus nidos? — hipotetizó Gromeko acordándose de la historia de su impermeable.

— ¡No es verosímil! ¿Cómo han podido llevarse la tienda de campaña, los cacharros, la ropa de dormir y todos los demás objetos? Me parece imposible en ellos esta manifestación de inteligencia y astucia — contestó Kashtánov.

— ¿Y las barcas? — exclamó Makshéiev.

Los cuatro se precipitaron hacia el extremo del bosque donde, antes de emprender su excursión, habían ocultado entre la maleza las lanchas y los remos. Todo lo encontraron intacto.

— Pero ha desaparecido nuestra balsa, que habíamos dejado en la orilla del mar, frente a la tienda — declaró Gromeko.

— ¿Qué vamos a hacer ahora? — pronunció el geólogo, interpretando la confusión general-. Sin tienda de campaña, sin víveres, sin ropa y sin utensilios, ¡acabaremos muriéndonos al borde de este maldito mar!

— Estudiemos con calma nuestra situación — propuso Kashtánov-. Ante todo, vamos a descansar y a reponer fuerzas: el cansancio y el estómago vacío son malos consejeros. Hemos traído carne, conque vamos a encender una hoguera y asarla.

— Además, podemos beber agua con azúcar — añadió Gromeko señalando el bidón de agua y la brazada de juncos azucareros.

Así lo hicieron. Cortaron la carne en trozos pequeños que, ensartados en unas varitas, fueron puestos junto al fuego para que se asaran. Luego se sentaron los cuatro junto a la hoguera y, mientras tomaban unos sorbos de agua chupando el jugo de los juncos para endulzarla, continuaron discutiendo la misteriosa desaparición de la tienda.

— ¡Ahora estamos como Robinsón en la isla desierta! — dijo en broma Makshéiev.

— Con la diferencia de que nosotros somos cuatro y tenemos escopetas y cierta reserva de municiones — observó Kashtánov.

— Hay que contar los cartuchos y no emplearlos más que en los casos extremos.

— Yo tengo todavía en la cantimplora unos dos vasos de coñac — declaró Gromeko que, como médico, llevaba siempre algo de alcohol por si ocurría cualquier accidente.

— Pues en mi mochila hay una tetera pequeña, un vaso plegable y un poco de té — añadió el zoólogo, que nunca salía de excursión sin aquellas cosas.

— ¡Muy bien! Al menos podemos de vez en cuando tomar un poco de té — replicó Makshéiev-. Desgraciadamente yo no tengo en los bolsillos nada más que la pipa, el tabaco, una brújula y un cuadernillo de notas.

— Pues tampoco tengo yo nada aparte de los martillos.

— El asado está listo — anunció el botánico, que había cuidado de las varitas donde estaba la carne.

Cada cual tomó una y se pusieron a comer. Pero la carne no tenía sal ni se distinguía por su gusto agradable.

— Habría que buscar sal en la playa — observó Makshéiev-. Por lo menos debíamos haber mojado la carne en el agua del mar.

Mientras comían la carne hirvió el agua en la tetera del zoólogo y, por turno, se bebieron un vaso de té endulzado con jugo de junco.

Después de comer y de fumar una pipa, reanudaron la conversación acerca del plan que debían seguir. Todos coincidieron en que había que comenzar la persecución de los ladrones inmediatamente después de haber determinado la dirección que habían seguido con su botín.

— Empecemos por examinar detenidamente los alrededores del campamento — propuso Makshéiev-. Los ladrones han podido venir y marcharse por el aire como ha pensado Gromeko, aunque me parece inverosímil, o bien por el agua utilizando nuestra balsa o, en fin, por tierra. Sin embargo, para llegar hasta el agua han tenido que andar también por tierra. De manera que, si no han venido por el aire, han tenido que dejar huellas en una u otra dirección a partir de nuestra tienda.

— Lástima que no se nos haya ocurrido eso al principio porque, con nuestras idas y venidas, hemos podido borrar ya las huellas de los ladrones.

— A lo largo del acantilado no se puede andar mucho hacia el Este, como vimos ayer — prosiguió Makshéiev-. Por la vaguada tampoco es posible que se hayan marchado: está atajada y, además, no nos!hemos cruzado con nadie ni hemos visto ninguna huella sospechosa. Por consiguiente, debemos buscar las huellas de los ladrones al borde del mar o hacia el Oeste, a lo largo de esta orilla.

— Tiene usted mucha razón — observó Kashtánov-. Esas son las dos direcciones más probables.

— Empecemos pues las búsquedas. Como yo tengo mucha más experiencia que ustedes para seguir pistas — concluyó Makshéiev-, les ruego que permanezcan aquí mientras yo examino los alrededores del campamento.

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