Vladimir Obruchev - Plutonia

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Los cazadores siguieron por el desfiladero en cuyo fondo corría un arroyuelo entre una franja estrecha de rala colas de caballo y hierba áspera.

La garganta se convirtió al poco tiempo en una auténtica grieta oscura y húmeda con el fondo enteramente cubierto de agua. Los cazadores avanzaban en fila india: delante Makshéiev con la escopeta en la mano y detrás Kashtánov, probando las rocas con el martillo.

Al fin aumentó la luz y reapareció la vegetación. La grieta se ensanchaba rápidamente, convirtiéndose en una depresión bastante grande rodeada de rocas que, abajo abruptas, se escalonaban luego en todas direcciones formando anfiteatro. El fondo de la depresión estaba recubierto de una hierba jugosa y verde y en el centro se encontraba el lago del que fluía el arroyuelo.

— ¡Qué peste hay aquí! — exclamó Gromeko en cuanto se aproximaron al lago.

— Efectivamente, huele muy mal, como si hubiera carroña — confirmó Makshéiev.

— ¿No será éste un lago mineral con fuentes sulfurosas, por ejemplo? — aventuró Pápochkin inclinándose sobre el agua.

Los cazadores miraron a su alrededor porque les había llamado la atención un extraño silbido que alternaba con un chirriar semejante al que produce un trozo de corcho frotado contra un cristal. Estos sonidos llegaban desde arriba, desde los muros de la depresión, pero no se veía a nadie.

En aquel momento una gran masa oscura voló sobre el calvero y fué a posarse en uno de los salientes, donde la acogieron silbidos y chirridos más acentuados.

— ¡Un pterodáctilo! — exclamó Makshéiev.

— Se conoce que están por aquí los nidos de los reptiles voladores — calculó el zoólogo.

— Esa es la razón de que huela tan mal. Los animales estos no deben Ser muy limpios.

El reptil que se había posado en el saliente volvió a salir volando al poco tiempo, pero, al observar a los hombres en la depresión, se puso a girar encima de ella emitiendo gritos entrecortados. Los silbidos y los chirridos cesaron inmediatamente en las rocas.

— ¡Hombre, se han callado los pequeños!

— Sería curioso coger huevos y crías de los nidos — dijo el zoólogo.

— Pruebe usted a trepar a esos riscos y arrebatárselas a los padres. Me parece que iba a pasarlo mal.

— ¡Pero si hay muchos aquí! — exclamó Kashtánov, señalando a otro pterodáctilo asomado por detrás de las salientes mientras dos más planeaban ya en el aire.

— ¿Disparamos? — propuso Makshéiev, deseoso de hacer olvidar su fallo.

— ¿Para qué? Hemos, examinado ya a uno y debemos economizar las municiones — advirtió Kashtánov.

— Más vale que nos retiremos antes de que la alarma cunda a todos los nidos — declaró el botánico, a quien no le gustaba nada la estancia en aquel lugar apestoso.

Sobre el calvero volaban ya unos cuantos reptiles, y los cazadores consideraron más razonable seguir el consejo de Gromeko. Cuando se dirigían hacia la salida de la grieta advirtieron al pie del muro montones de huesos de diferentes tamaños, entremezclados con guano de los pterodáctilos.

— Hemos venido a parar al basurero de una colonia de reptiles — observó Makshéiev en broma.

— Han elegido un lugar seguro, una verdadera fortaleza.

— Se conoce que otros reptiles les roban los huevos y los pequeños — explicó el zoólogo-. Fíjense en que, aunque son reptiles, tienen ya costumbres de aves.

— Es verdad. Las alas les han permitido hacer otro modo de vida que sus antepasados.

— De todas formas, es una lástima que no hayamos podido ver cómo están hechos los nidos y el aspecto que tienen los huevos y los pequeños; sobre todo los huevos con el embrión.

— Yo pienso — dijo Kashtánov— que no empollan los huevos como hacen las aves, sino que los dejan calentarse al sol igual que los demás reptiles.

— No se apure, que todavía encontraremos en algún sitio huevos de iguanodón o de plesiosaurio — afirmó Gromeko para consolar al zoólogo.

— Si están frescos, nos haremos una tortilla colosal. Me imagino el tamaño que tendrán los huevos de esas bestias. Con uno bastaría para todos — observó Makshéiev en broma.

Después de haber vuelto por la grieta al calvero que se extendía al pie de las montañas y de haber recogido por el camino juncos dulces, los viajeros se encaminaron hacia el lugar donde estaba muerto el reptil carnicero.

Una gran animación reinaba en aquel sitio. Reptiles voladores de diferente tamaño iban de un lado para el otro por el aire. Los cadáveres del ceratosaurio y del iguanodón estaban cubiertos de aquellos animales. Después de arrancar trozos de carne a los cadáveres, unos los devoraban allí mismo y otros se los llevaban hacia el Sur, a las gargantas de las montañas, donde estaban sin duda sus nidos. Lanzaban silbidos, croaban y resoplaban con un ruido que desgarraba los oídos.

Al acercarse, los hombres turbaron el festín de la bandada. Unos animales remontaron el vuelo y empezaron a girar sobre el calvero; otros se apartaban un poco, contoneándose sobre las patas cortas y arrastrando las alas medio abiertas. Probablemente se habían hartado hasta el punto de no poder volar. Pápochkin tuvo tiempo de fotografiar dos momentos de aquella agitación.

Ahitos, los reptiles no atacaban a los hombres que habían interrumpido su festín, limitándose a atronar el aire con gritos diversos que, sin duda, expresaban su descontento.

Después de haber recogido en la espesura las patas traseras del iguanodón, los cazadores se adentraron en el bosque por la misma vaguada. Acercábanse ya a la depresión cuando Gromeko, que abría marcha, se detuvo súbitamente para enseñar a sus compañeros las huellas de unas patas enormes marcadas a gran profundidad en la arena húmeda.

— No es un iguanodón — observó Pápochkin-. Este animal anda sobre las cuatro patas. Miren ustedes: aquí están las huellas de las patas traseras con tres dedos y aquí están las de las patas delanteras con cinco.

— Además, las plantas tienen otra forma y son mayores que las del iguanodón — añadió Kashtánov.

— ¿Y es posible determinar por las plantas si se trata de un animal carnicero o hervíboro? — preguntó Makshéiev.

— Debe ser un herbívoro. Los dedos no están rematados por garras, sino por una especie de cascos que no sirven para agarrar la presa.

— Y aquí está la huella del rabo, más corto y más fino que el del iguanodón — observó el zoólogo, señalando un surco que corría entre las huellas de las patas.

— En todo caso, el animal es muy grande y debe encontrarse cerca de nuestro lago, porque.no se ve la huella de que haya vuelto — dijo Gromeko.

— Entonces, hay que ir prevenidos y con las escopetas preparadas — advirtió Makshéiev.

Lentamente, paso a paso, los cazadores remontaron la vaguada inspeccionando con atención el camino que seguían. Pero nada aparecía. Unicamente las libélulas y los escarabajos revoloteaban sobre las colas de caballo y los helechos. Cuando hubieron llegado hasta las rocas por el estrecho pasillo verde, los exploradores se detuvieron indecisos.

Makshéiev dijo en voz baja a sus amigos que le esperaran, se adelantó por la vaguada y luego hizo una señal para que los demás se uniesen a él. Cuando llegaron al borde de la depresión todos se ocultaron detrás de los árboles y pudieron observar un curioso espectáculo.

En el calvero pacía un monstruo superior, por las dimensiones y por su extraño aspecto, a cuantos habían visto hasta entonces los viajeros en Plutonia, país de los fósiles gigantes.

El animal mediría ocho metros de largo por cuatro de altura Las patas de - фото 31

El animal mediría ocho metros de largo por cuatro de altura. Las patas de delante eran mucho más cortas que las traseras y el cuerpo macizo, inclinado hacia adelante, terminaba en una cabeza pequeña de lagarto. Dos hileras de escudillos o placas se levantaban, un poco abiertas en forma de aletas, a lo largo de la espalda. Las ocho más grandes, en parejas, erizaban el cuerpo, seis pequeñas el cuello grueso y cuatro la cola que, menos maciza y más corta que la del iguanodón y del ceratosaurio, tenía además, a continuación de las placas, tres pares de largos pinchos. La piel, desnuda y fofa, del monstruo estaba salpicada de excrecencias verrugosas, más profusas y menudas en el cuello y la cabeza y más gruesas y espaciadas en el cuerpo y la cola. Manchas y chafarrinones parduscos resaltaban sobre el fondo verde sucio de la piel, acentuando el aspecto repulsivo del animal.

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