Vladimir Obruchev - Plutonia
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— Es una masa compacta de cobre natural oxidada en la superficie — declaró.
— ¡Qué riquísimo es este país! — exclamó Makshélev-. Contiene todos los minerales que se quiera. Habría para instalar aquí una fábrica metalúrgica universal.
— Sí. Cuando el mineral no baste ya en la superficie exterior de nuestro planeta para la demanda creciente de la humanidad no habrá más remedio que venir a buscar minerales aquí. Y, entonces, ni los hielos ni la niebla ni las nevascas le importarán al hombre.
— Incluso es posible que se abra un túnel en la corteza terrestre para llegar por la vía más corta a estos enormes yacimientos — aventuró Makshéiev en broma.
En este momento una sombra grande pasó rápidamente sobre los geólogos, absortos en la observación de los minerales, y se oyó gritar a Gromeko:
— ¡Cuidado! ¡Un reptil volador!
Ambos empuñaron las escopetas y levantaron la cabeza. A unos veinte metros planeaba sobre ellas un animal enorme, de color oscuro. Por su manera de volar se notaba en seguida que el reptil pertenecía al grupo de los pterodáctilos. Era mucho mayor que los que habían visto ala orilla del mar y medía alrededor de seis metros de envergadura. Inclinada la cabeza provista de un pico enorme, el reptil buscaba una presa y contemplaba con sorpresa aquellos animales bípedos desconocidos.
Pero los cazadores no podían aguardar a que resolviera sus dudas ya que, al caer desde bastante altura sobre su víctima, el reptil podía matarla o herirla gravemente con las garras o los dientes. Makshéiev apuntó en seguida y disparó. El pterodáctilo dió una espantada, agitó precipitadamente las alas y fué a posarse sobre un saliente de la roca, donde empezó a mover la cabeza; abriendo y cerrando el pico dentado.
— Le he debido tocar — observó Makshéiev, sin decidirse a tirar una segunda vez porque el animal estaba demasiado lejos.
En esto un grito seguido de una detonación se escucharon en el pequeño prado donde habían quedado el zoólogo y el botánico.
Detrás de las colas de caballo y de los helechos que separaban el arroyo de las rocas remontaba el vuelo otro pterodáctilo llevándose entre las uñas un gran objeto oscuro. Pensando en el primer momento que el reptil volador se había apoderado de uno de sus compañeros, Kashtánov disparó a su vez. El rapaz agitó las alas, dejó caer su presa y se desplomó como una piedra detrás del muro de los árboles.
Los geólogos corrieron a toda velocidad hacia aquel sitio con la idea de prestar auxilio a su compañero, precipitado desde una altura de varias metros. Pero, después de haber atravesado la espesura, tropezaron con Gromeko y Pápochkin que acudían en sentido contrario.
— ¿ Pero no les ha pasado nada a ninguno? ¿Cuál de ustedes acaba de caer de entre las garras del reptil?
Sus compañeros se echaron a reír.

— El reptil se llevaba únicamente mi impermeable, que yo había dejado en el calvero envolviendo las plantas recogidas. Y se conoce que le había parecido alguna carroña — explicó el botánico.
— Yo había disparado contra él, pero he debido fallar
— añadió el zoólogo.
Tranquilos en cuanto a la suerte de sus compañeros, los geólogos fueron con ellos hacia el sitio donde aun palpitaba el reptil abatido. Al ver acercarse a los hombres, se puso en pie y corrió a ellos agitando un ala y arrastrando la otra, probablemente rota.
Corría, contoneándose como un pato, croando furioso, con la cabeza enorme adelantada y el pico abierto. La carúncula que le crecía en el nacimiento de la nariz, inyectada en sangre, era ahora de color rojo intenso. El reptil alcanzaba la talla de un hombre y, aunque herido, podía ser un enemigo peligroso. Por eso hubo que rematarlo de otro disparo.
Mientras Kashtánov y Pápochkin examinaban el pterodáctilo, Makshéiev y Gromeko fueron en busca del impermeable robado. Registraron el calvero hasta el pie de las rocas y penetraron en la espesura, pero sin ningún resultado.
— ¡qué cosa tan extraña! ¿Dónde ha podido ir a parar? — rezongaba el botánico, enjugándose el sudor que le bañaba el rostro-. Porque, vamos, no creo que se haya tragado el impermeable.
— Yo he visto perfectamente que el reptil lo ha soltado después del disparo — confirmó Makshéiev.
Entretanto, el segundo pterodáctilo, que hasta entonces había estado posado en un saliente de la roca, se remontó, planeó sobre las copas de las colas de caballo, recogió en ellas un objeto oscuro y prosiguió su vuelo.
— ¡Demonios! — profirió el botánico-. ¡Pero si es mi impermeable! Nosotros estábamos buscando en el suelo y se había quedado en los árboles.
Makshéiev apuntaba ya al reptil, que pasaba volando, cuando el impermeable se desenvolvió de pronto. Las plantas cayeron dispersadas y el animal soltó sobrecogido su presa. El cazador dejó a un lado la escopeta.
— Estos pterodáctilos no deben ser muy inteligentes, puesto que roban cosas no comestibles — dijo Gromeko yendo a recuperar su impermeable,
— O quizá sean más listos de lo que usted piensa. ¿Quién sabe si no han querido apoderarse de su impermeable y su forraje para construirles a sus pequeños un nido más confortable? — opinó Makshéiev en broma.
— ¿Ha dicho forraje? ¡Qué falta de respeto para mis colecciones de plantas! ¿No irá usted a explicarnos, para demostrar la inteligencia de los reptiles, que se llevaba mi impermeable a fin de revestir con él a sus pequeños desplumados?

Makshéiev se echó a reír.
— No, no llegaré hasta ese extremo. Pero no olvide que los reptiles voladores fueron los reyes del jurásico y se distinguían por un alto nivel de desarrollo, Además, por qué había recogido usted tantas plantas iguales? — añadió al ver que el botánico volvía a juntar unos tallos parecidos a juncos que, al caer se habían dispersado por el calvero.
¿A qué no sabe usted lo que es esto? — replicó Gromeko, presentando a su compañero uno de los tallos.
— A mi entender, un junco grueso y bastante punzante. Me imagino que sólo los iguanodones pueden alimentarse de ellos.
— Está usted en lo cierto. Los iguanodones lo comen muy satisfechos y tampoco estará mal para nosotros.
— ¿De verdad? ¿Puede servir para la sopa?
— Para la sopa no, pero sí para el té. Parta usted este tallo.
Makshéiev obedeció y un líquido transparente fluyó del tallo.
— Ahora, pruebe usted la savia de este junco desdeñado.
El jugo era espeso y dulce.
— ¿Será caña de azúcar?
— Si no es la caña de azúcar que crece actualmente en la superficie de nuestro planeta, es por lo menos una planta azucarera.
— ¿Cómo ha adivinado usted que era dulce?
— He visto un tallo como éste en la boca del joven iguanodón matado por el ceratosaurio en el calvero. Me ha parecido pegajoso. Me he puesto a buscar donde crecen, los he encontrado en abundancia a lo largo del arroyo y, naturalmente, he probado el jugo. Como nuestras reservas de azúcar se están terminando, podríamos sustituirla por el jugo de este junco e incluso fabricar con él azúcar verdadera. ¡Ya ve usted cómo mi forraje es a veces muy útil!
Al volver cerca del pterodáctilo muerto, Gromeko mostró a los otros viajeros el hallazgo al que se debía la aventura del impermeable. Todos aprobaron su plan y decidieron arrancar a la vuelta la mayor cantidad posible de juncos para intentar la extracción de azúcar.
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