Vladimir Obruchev - Plutonia
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— ¡A ver, buscador de oro! Llévese este trocito hasta nuestro campamento — dijo Kashtánov riendo.
— Efectivamente, es un pedrusco imponente — contestó Makshéiev, empujando con el pie el trozo de mineral, que ni siquiera se movió-. Debe pesar sus ochenta Kilos y valer alrededor de cien mil rublos. La veta de oro tiene que estar cerca.
Con la cabeza levantada, los dos hambres se pusieron a examinar atentamente las paredes escarpadas de la garganta y pronto descubrieron a la derecha, a unos cuatro metros, una veta de oro que atravesaba en línea oblicua la masa oscura del imán natural. En algunos sitios llegaba a medir medio metro de anchura y en otros se estrechaba ramificándose hacia arriba y abajo.
— ¡Esto que estamos viendo son millones y millones! — suspiró Makshéiev, calculando con la mirada la longitud de la veta-. Aquí están a la vista decenas de toneladas de oro.
— Usted se apasiona demasiado por el oro — observó Kashtánov-. Aunque este filón valga decenas de millones, no es, al fin y al cabo, nada más que un filón. En cambio, le rodea una montaña de miles de millones de toneladas de precioso mineral que tiene un valor también de miles de millones.
— Pero es muy probable que la veta no sea la única. Posiblemente haya partes enteras de la montaña compuestas de oro y, en ese caso, sus reservas valdrían también miles de millones de rublos.
— Si se lograse extraer semejantes cantidades de oro pronto decaería su precio en el mercado. El valor del oro se debe a que no abunda en la naturaleza. Pero en la historia de la humanidad el oro desempeña un papel mucho más pequeño que el hierro, sin el cual no podría vivir la técnica moderna. Anule usted la moneda oro y las alhajas, absolutamente inútiles, y la demanda de oro resultará bien pequeña.
— Exagera usted el papel del hierro — objetó Makshéiev-. Si existiera grandes cantidades de oro, sustituiría muchos metales, sobre todo en las aleaciones de cobre, de cinc y de estaño. La industria tiene gran necesidad de metales y aleaciones sólidas inoxidables. Con el oro barato se fabricaría bronce, cables y otras muchas cosas para las cuales se ha de emplear a la fuerza el cobre y sus aleaciones.
— De todas formas, es indudable que las reservas de hierro son aquí enormes y en cambio son problemáticas y relativamente pequeñas las reservas de oro.
— Bueno, pues usted quédese con las reservas de hierro y déjeme a mí el oro cuando volvamos aquí para explotar estos yacimientos — concluyó Makshéiev riendo.
— Puedo cederle también el mineral de hierro y sean para usted estos millones o estos miles de millones — replicó Kashtánov siguiendo la broma.
Cuando volvieron al borde del mar, los exploradores visitaron otras cuantas gargantas semejantes. Los muros eran en todas partes de mineral de hierro con algunas pequeñas vetas y manchas de oro. Pero no encontraron ya ningún filón del grosor del que habían hallado en la primera garganta. Makshéiev vióse obligado a reconocer que las riquezas representadas por el mineral de hierro eran incomparablemente mayores que las del oro. Abrumados bajo la carga de las muestras de mineral inapreciable, los geólogos volvieron por fin al campamento, donde sorprendieron con su relato a los compañeros que habían regresado poco antes.
Capítulo XXIX
EL BOSQUE DE COLAS DE CABALLO
La playa de arena y pedriza estaba limitada por una tupida vegetación. Enormes colas de caballo de ocho o diez metros de altura crecían muy cerca las unas de las otras. Sus ramas verdes comenzaban tan cerca del suelo que únicamente a rastras o muy inclinado se podía pasar por debajo de ellas. Entre los troncos crecían helechos arborescentes de diferentes especies. El conjunto formaba una espesura casi impenetrable para el hombre.
Pápochkin y Gromeko, que habían salido en busca de un sendero o un paso natural en la espesura, acabaron encontrando una pequeña vaguada que separaba los acantilados y el bosque. No lejos del mar se bifurcaba la vaguada: el brazo izquierdo continuaba entre las rocas y al bosque, mientras el derecho se adentraba en la espesura. La vegetación se había modificado aquí un poco: además de las colas de caballo y de los helechos aparecían a veces palmeras de azúcar que descollaban varios metros por encima de las collas de caballo. El suelo del bosque estaba cubierto de una hierba menuda, áspera como un cepillo. También crecían otras plantas a lo largo de la vaguada bordeando la espesura. Más interesado a cada momento, Gromeko pronunciaba diferentes nombres.
— ¿Sabe usted en qué período geológico nos encontramos ahora? — acabó exclamando.
— ¿No será el carbonífero por casualidad? — rezongó el zoólogo, que hasta entonces no había encontrado ningún

botín en el bosque y en cambio tenía todas las manos arañadas por la hierba áspera.
— ¡Eso ya es demasiado! ¿Acaso existían los ictiosaurios y 1os plesiosaurios en el período carbonífero? Gracias a nuestro trato con geólogos, ya sabemos a qué atenernos a este respecto. No señor, ahora estamos en el jurásico. Mire usted: aquí está el helecho típico de aquel período, aquí está este arbolillo esbelto, el ginkgo y también esta hierba áspera, descubierta por primera vez en los sedimentos jurásicos de la provincia de Irkutsk, al borde del Angará, por el geólogo Chekanovski, al que debe su nombre.
— ¡Pues valiente honor le hicieron al geólogo con eso! Es peor que nuestras ortigas y únicamente podría alimentarse con ella algún reptil de gaznate de hierro.
— Hablando del rey de Roma… — pronunció Gromeko interrumpiendo a su irritado compañero-. Mire usted qué huella tan linda. Me parece que esto es ya de su incumbencia.
Se detuvo en medio de la vaguada señalando con el dedo hacia el suelo. En la arena menuda se veían las hueIlas profundas de unas enormes patas tridáctiles terminadas por uñas romas. Cada una de las huellas media más de treinta centímetros de largo.
— ¡Menudo monstruo ha debido pasar por aquí! — exclamó el zoólogo con un ligero temblor en la voz-. Desde luego, es un reptil. Ahora bien, convendría saber si herbívoro o carnicero. En el segundo caso no resultaría muy agradable encontrarse con él.
Pápochkin observó atentamente las huellas impresas en la arena, que se perdían allí donde empezaba la pedriza.
— Lo extraño es que todas las huellas tengan la misma dimensión — dijo Gromeko-. En lo que yo entiendo, las patas delanteras suelen ser siempre más pequeñas que las traseras. Además, ¿qué surco es ése entre las huellas de las patas traseras derecha e izquierda? Cualquiera diría que el animal ha ido arrastrando un tronco enorme.
Pápochkin se echó a reír.
— Esa es la huella que ha dejado el rabo del reptil. Y, teniendo en cuenta su dimensión y el tamaño idéntico de la huellas de las patas, supongo que el animal marcha solamente sobre las patas traseras, apoyándose en la cola.
— ¿Acaso han existido semejantes reptiles bípedos?
— Pues claro que sí, y precisamente en el período jurásico. Por ejemplo, el iguanodón, que se asemejaba a un gigantesco canguro y tenía las patas traseras enormes y las de delante pequeñas.
— ¿Y de qué se alimentaba?
— De plantas, a juzgar por la forma de sus dientes.
Si estas huellas pertenecen en efecto a un iguanodón, no tenemos nada que temer aunque este monstruo medía, en el jurásico, de cinco a diez metros de longitud.
— ¡Menos mal! — suspiró el botánico más tranquilo-.
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