Vladimir Obruchev - Plutonia
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Al fin terminó el bosque, y los cazadores salieron a un espacioso calvero tapizado de la misma hierba áspera y, en algunos sitios, donde el suelo era húmedo, de licopodios, musgos y pequeñas matas de helechos rastreros. Al Sur terminaba el calvero en el muro desnudo y abrupto de una cadena de montañas de color granate que tendría unos doscientos metros de altura y estaba partida por una garganta bastante profunda. De ella fluía, probablemente, el agua que empantanaba el calvero y, durante las lluvias, desembocaba en el mar siguiendo la vaguada. El calvero medía más de un kilómetro de largo por unos cien o doscientos de ancho.
Los exploradores se sentían atraídos por la garganta que penetraba en las montañas. Pero, al apartarse un poco, vieron que en el extremo septentrional del calvero, detrás de unos salientes del bosque, pacía un pequeño grupo de reptiles.
Unos, erguidos sobre las patas traseras, arrancaban con sus gruesos labios las hojas de palmera, y otros, más jóvenes, los brotes tiernos de las colas de caballo y los helechos. Y, en fin, los menores se alimentaban de hierba, con la abultada grupa risiblemente levantada más alta que la cabeza y agitando el rabo. A veces se ponían a juguetear y a perseguirse tan pronto sobre las cuatro patas como sobre dos, dando unos pesados brincos.
¡Quién dejaba escapar aquella ocasión tan interesante de fotografiar a unos iguanodones paciendo y jugando! Los viajeros regresaron precipitadamente al lindero del bosque y luego lo siguieron con mucha precaución para acercarse a los animales. Lo consiguieron, y habían hecho ya una primera fotografía, cuando los iguanodones manifestaron de pronto inquietud. Los mayores, alerta, dejaron de comer y lanzaron un silbido estridente. Al oírlo, los pequeños se irguieron sobre las patas de atrás y, torpotes, balanceándose, corrieron hacia sus padres, que formaron un círculo alrededor de ellos con las grupas para afuera.
Las dos fotos siguientes perpetuaron esta alarma de los iguanodones, que no,era vana como pronto pudo verse. Del extremo opuesto del calvero llegaba a grandes saltos de varios metros de largo, bordeando el lindero del bosque, un monstruo que al principio les pareció a los cazadores un iguanodón.
Era tan grande como los reptiles herbívoros y utilizaba también únicamente las patas de atrás para moverse; sin embargo, cuando estuvo cerca pudo verse que se distinguía de los otros animales por tener el cuerpo más esbelto y los movimientos incomparablemente más rápidos. Una vez al lado del círculo de los iguanodones, el monstruo lanzó un resoplido amenazador al que sus adversarios respondieron con un largo silbido quejumbroso. Luego empezó a saltar en torno a los iguanodones, pero no encontró por todas partes más que grupas levantadas y pesadas colas batiendo el aire. Y los coletazos o las coces con las macizas patas de atrás debían ser terribles.

Convencido de que era imposible penetraren el círculo y apoderarse de uno de los animales jóvenes, la fiera pegó de pronto un salto prodigioso por encima de la cabeza de los defensores y cayó en medio de los jóvenes iguanodones que se apretujaban en el centro. Los medrosos herbívoros se dispersaron, huyendo del enemigo, que tuvo tiempo de apoderarse de uno de los iguanodones pequeños y degollarlo al instante.
Las diferentes fases del ataque fueron igualmente fotografiadas, después de lo cual restallaron dos disparos y el carnicero quedó tendido junto a su víctima. Cuando dejó de debatirse, los cazadores se acercaron y pudieron examinar aquel nuevo representante de los reptiles gigantes. Se parecía, en efecto, a los iguanodones por las largas patas traseras y la gruesa cola que servía de soporte al cuerpo,
Las patas delanteras, muy cortas, terminaban en cuatro dedos de uñas aceradas. El cuello, breve, sostenía una cabeza pequeña de enormes fauces provistas de dientes agudos. Un cuerno corta y aplastado se alzaba en el nacimiento de la nariz y más servía de adorno que de arma ofensiva.
Dos cuernos menores asomaban detrás de los ojos y, desde la nuca, la espina y la cola estaban erizadas de una hilera de púas cortas pero agudas. La piel, desnuda y arrugada, tenía un calor gris verdoso. El animal, que alcanzaba cinco metros de largo, debía poseer una fuerza enorme, y fácil era juzgar de su agilidad y su audacia por el ataque a los iguanodones.
Después de haber examinado el cadáver, Kashtánov dijo que debía tratarse de un ceratosaurio, del mismo orden de los dinosaurios al que pertenecían también los iguanodones y otros reptiles terrestres del período mesozoico.
— ¡Supongo que no vamos a probar la carne de esta horrible fiera! — dijo Gromeko cuando terminaron de medir y describir el monstruo.
— Por qué no? Si no tuviéramos otra cosa, habríamos de conformamos con ella — contestó Makshéiev-. Pero podemos aprovecharnos del iguanodón, al que el carnicero sólo ha tenido tiempo de matar.
— Habrá que esconderlo bien. De lo contrario, los pterodáctilos no van a dejarnos ni pizca. Fíjense: ya lo han olfateado.
En efecto, sobre el calvero giraban ya reptiles voladores con un ronco croar. Por eso, los cazadores cortaron las patas traseras del joven iguanodón y las disimularon en la espesura, suspendiéndolas de las ramas, y entonces se dirigieron hacia la garganta, atravesando el calvero, que había quedado desierto después de la lucha y los disparos.
Capítulo XXXI
EL DESFILADERO DE LOS PTERODÁCTILOS
La boca del desfiladero era ancha, y un arroyuelo enmarcado de grupos de helecho serpeaba por el fondo. En las vertientes abruptas no había vegetación. Eran desnuda, rocosas, de color rojizo, negro o amarillo. Kashtánov y Makshéiev se dirigieron presurosos hacia las rocas. Gromeko se dedicó a buscar nuevas plantas a lo largo del arroyo y Pápochkin a cazar mariposas gigantescas.

El primer risco al que llegaron los geólogos era de color rojo oscuro. Kashtánov esperaba encontrar también en él mineral de hierro, pero, después de haber arrancado un pedazo y de haberlo examinado con la lupa, sacudió la cabeza murmurando:
— Esta es una cosa nueva.
Unos cuantos pedazos, arrancados en otro sitio, tenían el mismo carácter; pero las rocas, duras y lisas, no permitían arrancar una muestra más grande. Uniendo sus esfuerzos, los dos geólogos intentaron partir un bloque del mismo mineral que había en el suelo. Al fin se hizo una grieta y el bloque quedó partido en dos. En el interior brillaron pequeñas vetas y manchas de un metal blanco.
Kashtánov se inclinó y exclamó asombrado:
— Es plata nativa, encerrada al parecer en mineral argentífero rojo.
— ¡Más millones! — ironizó Makshéiev.
Después del descubrimiento del filón de oro, cuya importancia había denigrado tanto su erudito compañero, Makshéiev consideraba con cierta desdén los dones del reino mineral de aquel país encantado.
Continuando su camino al pie del risco, los geólogos llegaron pronto a un lugar donde el color rojo oscuro era sustituido por el color negro con manchas y vetas amarillas y rojas. Se trataba otra vez de imán natural. Luego, unas rocas erosionadas y salpicadas de hoyos eran de un color amarillo intenso o verdoso. Kashtánov reconoció en ellas molibdeno de plomo y cerusa en cuya interior podían ocultarse también galenas.
Más adelante, en una vertiente del desfiladero se alzaba una roca grande que llamó la atención de los viajeros por su color verde oscuro. Desde lejos parecía recubierta de musgo o de líquenes. El martillo rebotaba con ruido sonoro al pegar en ella y sólo a posta de grandes esfuerzos lograron los geólogos arrancar algunas partículas que aumentaron el asombro de Kashtánov.
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