Vladimir Obruchev - Plutonia

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Todos se llevaron las escopetas cargadas con balas explosivas por si encontraban reptiles terrestres o fieras. Ataron a General cerca de la tienda y encendieron a un lado una gran hoguera que debía alejar a los visitantes indeseables.

Capítulo XXVIII

LOS MILLONES DE MAKSHEIEV

Los acantilados más próximos, de color casi negro, con manchas rojas y amarillas y rayas en la superficie, eran de mineral de hierro, de imán puro. Cada martillazo desnudaba el mineral y sólo en algunos sitios aparecían manchas y vetas de otra roca oscura.

— ¡Cuántas riquezas perdidas aquí inútilmente! — exclamó Makshéiev después que hubieron examinado una hilera del acantilado, encontrando en. todas partes mineral únicamente con la superficie un poco horadada y oxidada.

— En efecto, se podría construir aquí una explotación que proporcionara mineral a todos los habitantes de la superficie terrestre — observó Kashtánov-. Naturalmente, habría que empezar por tender un ferrocarril a través de Plutonia y de la Tierra de Nansen y emplear rompehielos gigantescos en el mar de Beaufort.

— Esa es cuestión de un porvenir no muy lejano. Cuando arriba se reduzcan las reservas de mineral de hierro, las empresas de este género serán útiles e incluso necesarias para la humanidad.

A un kilómetro sobre poco más o menos del sitio donde comenzaban los acantilados, la exploración de la orilla fué cortada por el mar, cuyas olas se rompían al pie mismo de las rocas abruptas sin dejar el menor sendero para el paso.

— Tendremos que continuar nuestras investigaciones

en abarca cuando el mar esté en calma — dijo Makshéiev. — ¿Y si probásemos, de momento, a subir por una de las gargantas que acabamos de dejar atrás? — preguntó Kashtánov.

Después de volver un poco sobre sus pasos, los dos investigadores se adentraron en la primera garganta que cortaba las rocas siderolíticas. La entrada estaba cegada por enormes bloques de mineral que tuvieron que escalar con gran esfuerzo.

Durante este ejercicio gimnástico, Makshéiev se detuvo de pronto sorprendido.

— ¡Fíjese usted en esto! — exclarnó, señalando una veta intensamente amarilla de cinco a diez centímetros de espesor que cortaba un enorme bloque de imán natural-. ¡Apuesto la cabeza a que es ora nativo!

— Tiene usted razón — contestó Kashtánov-. Es oro nativo y de bastantes quilates.

— ¡Qué cantidad de riquezas perdidas! — exclamó el antiguo buscador de oro-. He visto muchos yacimientos auríferos en California y en Alaska, pero nunca había encontrado una veta compacta de oro ni oído hablar de nada semejante.

— Tampoco había tenido yo ocasión de leer nunca descripciones de vetas parecidas — confirmó Kashtánov-. Pero, al fin y al cabo, la veta atraviesa únicamente este bloque y no la roca, de manera que su riqueza se reduce a unas cuantas decenas de kilos.

— Si hay una veta en el bloque, ¿.por qué no puede continuar en la roca de la cual se ha desprendido?

— Efectivamente. Desde luego, vamos a hacer búsquedas; pero es posible que atraviese un pico inaccesible y entonces tendremos que contemplarla como contemplaba las uvas la zorra del cuento.

— No hay picos inaccesibles a la dinamita y a las obras de minería — exclamó arrebatado Makshéiev-. Lo que hace falta es encontrar la veta.

— Mi impresión es que el interés de este descubrimiento será para nosotros puramente teórico; ya que no podremos llevarnos en nuestras lanchas, no ya una tonelada, sino ni siquiera un centenar de kilos de oro.

— ¡Qué se le va a hacer! Nos llevaremos todo lo que podamos y luego enviaremos al centro de la tierra una expedición especial en busca de oro.

Después de examinar los acantilados que se alzaban a la entrada de la garganta sobre los montones de bloques y de convencerse de que no se veía en ellos oro, los geólogos remontaron la garganta que, más adelante, se ensanchaba un paco. Las paredes se alzaban perpendicularmente y el suelo estaba cubierto de pedriza y escombros menudos. Las rocas laterales contenían sólo imán natural, pero Kashtánov descubrió otros minerales entre la pedriza.

— Mire usted: más oro — anunció Makshéiev después de haber recorrido unos cincuenta pasos por la garganta. Levantó del suelo un trozo de roca donde el oro brillaba en pequeños puntos.

El fondo de la garganta empezaba a ascender a doscientos pasos de la entrada, para convertirse luego en una serie de salientes. Los geólogos treparon a los primeros hasta detenerse delante de una roca absolutamente perpendicular, de unos cuatro metros de altura, que les cerraba el camino ya que no había posibilidad de trepar por el muro liso.

Descorazonado, Makshéiev golpeó con el martillo contra el muro escarpado y exclamó:

— No se puede seguir adelante, conque ¡ adiós nuestras esperanzas de dar con la veta de oro!

— Sí, habrá que buscar otra garganta.

— Pero, ¿qué es esto? — lanzó Makshéiev furioso-. En lugar de darnos oro esta roca se quiere quedar con mi único martillo.

En efecto, el martillo aparecía pegado a la pared de donde el buscador de oro trataba en vano de arrancarlo.

En ese momento, Kashtánov, que estaba examinando un saliente de la roca, volvió la espalda a la pared, presentándole la escopeta que llevaba colgado al hombro; y notó que una fuerza poderosa le atraía. La escopeta golpeó contra la roca y el geólogo se vió imposibilitado para apartarse de ella.

— ¡Qué poder magnético tiene esta roca! — exclamó al comprender lo que sucedía-. Ha sido el imán natural el que ha atraído su martillo y mi escopeta.

— ¿Y cómo vamos a recuperarlos? Porque no es cosa de dejar aquí estos objetos necesarios como recuerdo perpetuo de nuestra excursión fallida.

Kashtánov deslizó el hombro fuera de la correa y la escopeta quedó pegada a la pared. Al mismo tiempo Makshéiev logró arrancar el martillo tirando de él con todas sus fuerzas. Luego empuñaron juntos la escopeta y entre los dos lograron apartarla de la roca.

— No tenemos más remedio que volvernos — constató Kashtánov-. Llevando objetos metálicos en la mano iba a ser un martirio andar por aquí.

— Espere usted, que se me ha ocurrido una manera de trepar a la roca. Dejaremos aquí las escopetas porque en esta garganta árida no puede haber un animal.

— ¿Y después?

— Ahora verá usted.

Makshéiev eligió entre la pedriza que andaba tirada por la garganta unos trozos angulosos de mineral bastante grandes y los aplicó uno tras otro por una de sus facetas a la pared abrupta del saliente: los trozos adherían al instante y quedaban bien agarrados, formando una escalera que permitía ascender, cierto que con algún riesgo, a la cumbre.

— Estoy pasmado de su ingenio — dijo Kashtánov-. Es usted un verdadero buscador de oro, que siempre encuentra!la manera de salir airoso de toda situación difícil.

— Muchas gracias por el elogio. Ha sido el martillo el que me ha sugerido la idea. Cuando estaba adherido a la pared con el mango hacia mí y no podía apartarlo presionando con la mano, se me ocurrió pensar que era como un peldaño. Y lo demás ya lo comprenderá usted.

Los geólogos dejaron las escopetas, las cartucheras y la mochila donde iban las muestras del mineral que habían recogido, y luego treparon por los peldaños improvisados. Makshéiev subía delante prolongando la escalera con los trozos de mineral que su compañero iba dándole desde abajo. A los cinco minutos ambos estaban arriba.

La garganta conservaba el mismo carácter: paredes abruptas a derecha e izquierda, una serie de salientes en el fondo y, por todas partes, imán natural más o menos fuerte. Después de trepar unos doscientos pasos más, los geólogos vieron en el fondo de la garganta un bloque de color amarillo brillante y del tamaño de la cabeza de un buey. Era un trozo de oro nativo.

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