Vladimir Obruchev - Plutonia
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— Entonces, ¿qué hacemos? — murmuró Kashtánov-. Renunciar a nuestros efectos no podemos, porque nos harán falta para el camino de vuelta.
— ¿Y si incendiáramos el hormiguero por un solo costado? Las hormigas se darán prisa en salvar sus bienes y, con el resto, sacarán lo que nos han robado.
— Lo que salvarán ante todo son las larvas y las ninfas. Entretanto pueden arder nuestras cosas. Además, aun en el caso de que les diese tiempo a sacarlas, tendríamos que arrebatárselas por la fuerza.
— Podíamos ahumarlas y, cuando hayan abandonado el hormiguero, entrar a buscar nuestro equipaje.
— Ese plan es mejor; pero no podremos entrar en las galerías mientras estén llenas de humo y, cuando se disipe, también querrán volver las hormigas.
— La situación sigue siendo sin salida.
— Se me ocurre una cosa — intervino Makshéiev-: me tiendo cerca del hormiguero haciéndome el muerto, las hormigas me meten en él y, una vez allí, quizá consiga descubrir nuestro equipaje y sacarlo a la noche siguiente.
— Es demasiado peligroso — objetó Kashtánov-. Las hormigas pueden intentar llevárselo en pedazos. Y aun admitiendo que le metan en el hormiguero sin matarle, ¿cómo iba usted a orientarse a oscuras y haciendo de cadáver en el laberinto de galerías para volver a salir?
— Me llevaré un ovillo de hilo en el bolsillo y lo desenrollaré poco a poco como hizo Teseo con el hilo de Ariadna.
— Eso si las hormigas no se dan cuenta y recogen el hilo. Además, ¿tiene usted hilo?
Nadie tenía hilo. Se renunció a este arriesgado plan. Sentados, con la cabeza gacha, los exploradores elaboraban nuevos planes, a los que tenían que renunciar siempre por imposibles.
— Creo que he dado con la solución — declaró Kashtánov-: hay que asfixiar a las hormigas o fumigarlas con gases tóxicos para que estén aletargadas durante el tiempo que tardemos en buscar nuestras cosas en el hormiguero. Esos gases son: el cloro, el bromo y el gas sulfuroso. De manera que, ante todo, hay que buscar el material que nos permita obtener la cantidad suficiente de gas. El cloro se puede sacar de la sal marina. El bromo está contenido probablemente en las cenizas de las algas de este mar, pero su extracción sería más difícil aún que la del cloro. Lo más fácil es fabricar gas sulfuroso, si es que encontramos azufre, piritas o cualquier otro mineral sulfuroso. Galenas hemos encontrado ya en el desfiladero de los pterodáctilos; de forma que quizá lo haya también aquí, en las rocas de esos montes.
— ¡Pero es que la búsqueda del material y la fabricación del gas nos van a consumir un tiempo infinito! — dijo Makshéiev.
— ¡Qué se le va a hacer! Las municiones que tenemos nos bastan para procurarnos durante algunos días alimento cazando. Más vale preparar un procedimiento más seguro, que los arriesgados siempre nos quedan para un caso de extrema necesidad.
— O sea, que tenemos que marcharnos de aquí sin castigar a los ladrones.
— Más vale que nos marchemos antes de que nos vean las hormigas, y no despertar su suspicacia con tentativas precipitadas. Si los inquietamos, los insectos se harán más precavidos, aumentarán su prudencia, colocarán centinelas a la entrada, inspeccionarán los alrededores y dificultarán todos nuestros pasos, ya que ignoramos el grado de desarrollo de estos reyes de la naturaleza jurásica.
Todos opinaron como Kashtánov, aunque contrariados por tener que renunciar al castigo inmediato de los ladrones. Quedó, pues, decidido volver a las dunas y, por la vaguada, llegar hasta los montes para buscar azufre o minerales sulfurosos.
Los viajeros se dirigieron hacia la vaguada bordeando el lindero. No se veía ningún animal, incluso ningún insecto. Se conoce que las hormigas daban caza a todos los que se aventuraban por allí cerca. Sólo de tarde en tarde algún reptil volador pasaba rápido sobre el erial. La vaguada bordeaba aquel erial y, poco más arriba, se hundía entre las dunas por un valle bastante profundo.
A ambos lados crecían arbustos, pequeñas colas de caballo, juncos azucareros y helechos. Remontando este valle, los exploradores anduvieron todavía unos cuantos kilómetros y luego decidieron tomarse un buen descanso, después de todo un día de inquietudes y de marcha. El arroyo arrastraba ya bastante agua y la sombra de las palmeras y las colas de caballo invitaba al reposo. Hicieron té, cenaron los restos del huevo cocido y durmieron apaciblemente. Pero luego, como aparecieron hormigas por los alrededores, tuvieron que apresurar el desayuno a fin de alejarse cuanto antes del hormiguero y no traicionar su presencia a los insectos.
A pocos kilómetros de allí las vertientes arenosas del valle dejaron paso a otras, de roca, ya que el cauce se adentraba ahora en la meseta formada por los montes. Makslhéiev y Kashtánov buscaban el azufre, examinando paso a paso las rocas, uno en la vertiente derecha y otro en la izquierda, lo cual, naturalmente, frenaba mucho el avance. Pápochkin y Gromeko se quedaban al borde del arroyo preparadas las escopetas, con la esperanza de cazar algún animal o rechazar el ataque de los reptiles o las hormigas. Pero no aparecía ninguna. La región iba haciéndose más desértica; al borde del arroyo escaseaban ya los árboles y los arbustos y sólo una estrecha franja de hierba y de juncos azucareros lo enmarcaba. La existencia de estos últimos alegraba mucho a los viajeros, ya que a ello se reducía su alimentación en aquel desierto.
De animales no encontraban más que enormes libélulas que revoloteaban sobre el agua y, de vez en cuando, pterodáctilos que daban caza a estos insectos. El aire estaba absolutamente inmóvil, los rayos de Plutón quemaban sin misericordia en aquel estrecho valle, cuyas vertientes desnudas estaban recalentadas como un horno y sólo la presencia del agua y la posibilidad de saciar siempre la sed y de refrescarse animaba a los exploradores y les permitía continuar adelante.
Hasta entonces la búsqueda de minerales sulfurosos había sido estéril.
A la hora de la comida, los exploradores hicieron alto al borde del arroyo, prepararon el té, chuparon algunos juncos azucareros y se repartieron la última galleta.
— Esta tarde tendremos que probar la carne de libélula o matar algún pterodáctilo — dijo tristemente Pápochkin recogiendo las últimas migajas de la galleta.
Capítulo XXXVI
HACIA EL INTERIOR DEL DESIERTO NEGRO
Después de descansar, continuaron el camino valle arriba. En ambas vertientes se alineaban las mismas rocas negras y siniestras, que las grietas dividían en enormes y bastos cubos o en esbeltas y finas columnas. La vegetación que enmarcaba el arroyo iba empobreciéndose más y más, las colas de caballo escaseaban, las palmeras y los helechos habían desaparecido enteramente. Sólo la hierba y los juncos azucareros seguían bordeando las orillas del arroyo.
Hicieron alto para dormir al pie del último árbol seco a fin de utilizarlo como combustible. Como no habían cazado nada, prepararon el té, que bebieron en grandes cantidades con junco azucarero para engañar el hambre.
Luego, Makshéiev y Kashtánov subieron una vertiente del valle a fin de examinar los contornos: una llanura que se extendía hasta donde abarcaba la vista. Unicamente al Sur, a unos veinte kilómetros, se alzaba un macizo de montañas en forma de conos aplastados.
Cuando los exploradores se apartaron unas decenas de pasos del borde del valle, lo bastante para perderlo de vista, advirtieron toda la sombría majestad del desierto que les rodeaba.
Su superficie era de roca negra y desnuda, salpicada de cascos de diferente tamaño que se habían desprendido de ella bajo la acción de la elevada temperatura de los rayos eternos. La ninguna parte se veía un matorral ni una brizna de hierba. Una superficie de piedra negra hasta el horizonte y, sobre la cabeza, el cielo con el astro rojizo: un desierto absoluto, impenetrable, donde la muerte de hambre y de sed acechaba al audaz que hubiera osado adentrarse por mucho tiempo en sus espacios ilimitados.
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