Vladimir Obruchev - Plutonia
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— ¡Esto me recuerda enteramente la horrible erupción de la Montaña Pelada de la Martinica que, en mayo de 1902, destruyó en unos minutos la ciudad de San Pedro con sus veintisiete mil habitantes! — exclamó Kashtánov-. Esta nube, llamada nube ardiente o abrasadora, se compone de gases y vapores de agua muy comprimidos y recalentados, llenos de cenizas calientes y arrastra no solamente piedras, sino también enormes pedruscos.
— Felizmente para nosotros, no se ha dirigido hacia aquí, sino hacia el lado contrario; de otra forma, habríamos sufrido la misma suerte que los habitantes de San Pedro — observó Gromeko.
— En efecto, ha debido salir por la misma brecha del borde del cráter que hemos utilizado nosotros y por eso se ha dirigido hacia el Sudeste, siguiendo el último raudal de lava.
— ¿Qué ocurrirá ahora? — preguntó Makshéiev.
— Estas nubes ardientes pueden repetirse a ciertos intervalos, horas o días, y luego surge la lava.
— ¿Y no pueden las nubes siguientes tomar otra dirección que la primera y venir hacia nosotros, por ejemplo?
— Si la terrible explosión causada por la salida de la primera nube no ha cambiado la configuración del cráter, es posible que las demás sigan el mismo camino. En caso contrario, elegirán otro.
— Entonces, ¿también pueden venir hacia aquí?
— Naturalmente. Pero esperemos que no ocurrirá y que, de momento, nos encontramos aquí en una seguridad relativa.
Mientras hablaban, la nube, dispersándose en todas direcciones, había ocultado parte considerable de la vertiente Este, pero progresaba ya más despacio y crecía sobre todo en altura. Los tres viajeros contemplaban en silencio aquel espectáculo terrible y majestuoso.
De repente surgió Pápochkin detrás de la cresta de la colina más próxima situada al pie del volcán. Corría a toda velocidad, destocado, con los cabellos al aire, saltando por encima de los bloques que le cortaban el paso. Los demás se precipitaron a su encuentro, abrumándole a preguntas. Pero la carrera y la emoción no le dejaban hablar.
Sólo después de haberse estado un rato tendido a la sombra de los árboles junto al lago y de haber absorbido unas tazas de té frío se recobró y pudo comenzar el relato:
— A pesar de sus consejos, había decidido ir a recuperar la escopeta al volcán, que me parecía poco peligroso. Esperaba dar con ella en alguno de los dos sitios donde habíamos hecho alto durante la ascensión o, por lo menos, en la cumbre. Aguardé a que estuvieran ustedes profundamente dormidos y a eso de las diez me puse en camino sin más equipaje que unos cuantos juncos. No encontré la escopeta en el emplazamiento de la primera parada y, como el volcán no acentuaba su actividad, seguí subiendo. Pero tampoco estaba la escopeta en él sitio del segundo alto. Había subido ya mucho y sólo me que, daría medio kilómetro hasta la cumbre. El maldito volcán apenas humeaba y no quería volver con las manos vacías.
Iba a llegar a la brecha del borde del cráter y me parecía ver ya la escopeta apoyada contra un bloque de lava, a unos cien metros delante de mí, cuando resonó de pronto un estruendo formidable y el volcán vomitó una masa de humo. Me detuve indeciso. Era peligroso continuar la ascensión, pero también me daba lástima volverme cuando una distancia tan escasa me separaba de la escopeta. Sin embargo, me sacaron de mi indecisión las piedras y las pellas de barro que se estrellaban contra el suelo. Llovían a mi alrededor, y una pella me dió en el hombro con tanta fuerza que lancé un grito. Ha debido hacerme un buen cardenal, porque apenas puedo mover el brazo. A cada instante era de esperar una nueva explosión y un bombardeo de piedras aún más grandes y más recalentadas. Me lancé cuesta abajo a toda la velocidad que permitía el suelo irregular. Al medio kilómetro se produjo una nueva explosión, después de la cual el cono del volcán quedó envuelto en humo. Un embate del viento se me llevó el sombrero. A mi alrededor volvieron a caer piedras, y yo continué la carrera sin pararme. La última y terrible explosión se produjo cuando estaba ya casi al pie del volcán y me precipitó contra el suelo con tal fuerza que casi me disloqué los brazos. Al levantarme vi ese espantoso cúmulo y, en un último esfuerzo, reanudé mi carrera por miedo a que se me adelantara y me asfixiase.
— Ha evitado usted felizmente un horrible peligro — dijo Kashtánov cuando el zoólogo terminó su relato.
— Y, en castigo a su tozudez, ha perdido el sombrero y está rendido como un caballo de carga — añadió Gromeko.
— Alegrémonos de que haya vuelto nuestro compañero y veamos lo que nos conviene hacer ahora — observó Makshéiev.
— ¡Hay que alejarse lo más posible de este horrendo volcán! — exclamó Pápochkin.
— Pero, ¿es usted capaz de andar ahora? Sin haber reposado del cansancio de ayer le ha añadido uno nuevo. Acuéstese y duerma, que un par de horas siempre podemos esperar.
— ¿Y no sería, efectivamente, mejor alejarnos del volcán dos o tres kilómetros por lo menos? — propuso Makshéiev-. Su proximidad empieza a ser peligrosa, y nos encontramos justamente al pie del volcán.
Gromeko opinaba lo mismo. Quedó decidido retirarse por el desierto negro hacia la garganta donde la hondonada del lago daba nacimiento al valle del arroyo. Desde allí podrían asistir al desenvolvimiento de la erupción. Llenaron de agua un bidón y se echaron a la espalda el azufre y los víveres. Dos sacos fueron cargados sobre General, que primero protestó e intentó desprenderse de aquel fardo, pero luego se conformó y echó a andar lentamente junto a los hombres en vez de corretear de un lado para otro buscando alguna presa.
Desde la hondonada del lago, los viajeros subieron por los salientes de roca a la superficie del desierto negro y, al cabo de dos kilómetros de marcha, se detuvieron junto al sitio donde la garganta se ensanchaba para desembocar en el valle. La erupción parecía haberse calmado: la primera nube ardiente se disipaba, la cumbre de la montaña había quedado limpia de la humareda, y del cráter ascendía solamente una fina columna de humo negro. Al examinar el volcán con los prismáticos, Kashtánov advirtió que la cumbre había experimentado ciertos cambios durante las primeras explosiones: el borde del cráter había descendido por la parte oriental y la cumbre parecía cortada al bies. (bies = m. Oblicuidad, sesgo.)
Acostados en torno a los sacos de azufre sobre la superficie desnuda del desierto, los viajeros se quedaron dormidos. A las tres. horas les despertó una detonación formidable que les hizo fijar los ojos en el volcán. Otra nube siniestra brotó del volcán y se lanzó cuesta abajo, pero esta vez en dirección al Sudeste, hacia la hondonada del lago. Reloj en mano, Kashtánov medía la progresión de la nube, que se había convertido, igual que La primera, en un cúmulo cárdeno. Cuatro minutos después de la explosión, el cúmulo había llegado ya al lago, que disimuló a los ojos de los observadores.
— Avanza a la velocidad de un tren rápido: unos sesenta kilómetros a la hora — exclamó Kashtánov.
— ¡Menos mal que nos habíamos marchado de allí!
— Sí. La dirección del cúmulo ha variado casi ochenta grados, sin duda porque los bordes del cráter se han desmoronado.
— ¿Qué hubiera ocurrido si nos hubiésemos quedado junto al lago? — preguntó Pápochkín.
— Según las observaciones de la expedición enviada por la Academia de Ciencias Francesa para estudiar la Montaña Peleada en la Martinica, puedo asegurar que habríamos sido abrasados y asfixiados por el vapor saturado de cenizas que constituye la masa fundamental del cúmulo o aplastados por las piedras que transporta en gran cantidad. Incluso acarrea bloques de cuatro y hasta seis metros cúbicos a varios kilómetros de distancia. El cúmulo destruye todo a su paso — animales y plantas— y no deja más que un desierto, una extensión de cenizas ardientes, de piedras grandes y pequeñas, de troncos de árboles v cadáveres carbonizados.
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