Vladimir Obruchev - Plutonia

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— ¿Qué habrá sido del lago?

— Debe estar lleno de cenizas y de piedras; se habrá desbordado, convirtiendo por algún tiempo, probablemente breve, el arroyo que fluye de él en un torrente sucio y abrasador.

Justamente entonces, la nube ardiente que había pasado ya por encima de la hondonada del lago trepaba hacia el desierto negro a unos dos kilómetros del sitio donde se encontraban los viajeros. A pesar de la distancia, percibieron su hálito abrasador, poderoso torbellino de aire caliente, que les obligó a tenderse en el suelo tapándose la cara con las manos y la ropa. Así permanecieron alrededor de media hora empapados en sudor, hasta que se restableció el equilibrio en la atmósfera.

Cuando levantaron la cabeza, vieron sobre el desierto una larga y alta muralla de vapor blanco y gris que se extendía hacia un lado unos diez kilómetros desde el sitio donde estaban y alcanzaba una altura de mil quinientos metros. El aire continuaba siendo asfixiante y abrasador.

— Alejémonos sin más historias de este espantoso volcán — exclamó Gromeko-. ¿Quién sabe si no va a lanzar la descarga siguiente contra nosotros?

— Efectivamente, acabamos de ver lo difícil que es respirar incluso a dos kilómetros del cúmulo. ¡Me imagino lo que debe ser cuando le envuelve a uno por completo!

Habiendo recogido todo el equipaje, los viajeros se dirigieron hacia el Norte, aproximándose poco a poco al valle del río, con la idea de descender a él en cuanto encontrasen un lugar adecuado. Pero cuando se acercaron al borde y miraron hacia abajo vieron que el apacible y límpido arroyuelo se había convertido en un torrente impetuoso de un color blanco sucio que, desbordado de su cauce, galopaba como loco por el fondo del valle destruyendo la vegetación de sus orillas.

— ¿Merece la pena bajar? — preguntó Kashtánov a sus compañeros-. Es más fácil andar por el desierto liso que por el fondo arenoso del valle. Y ahora, de todas formas, no se puede ya beber el agua sucia del arroyo.

Todos coincidieron en que más valía continuar andando por el desierto y no bajar hasta cerca de la desembocadura del valle, donde las vertientes estaban surcadas de barrancos. Marchaban junto al borde del precipicio y de vez en cuando se acercaban a él para mirar hacia abajo. Una o dos horas después de la segunda erupción, el impetuoso torrente comenzó a consumirse y, poco después, se agotó por completo. Sólo se veía el cauce desnudo, árboles y arbustos descuajados, hierba pegada al suelo y recubierta de limo blanquecino.

— ¡El volcán se ha vengado de nosotros por haberle robando el azufre! — dijo en broma Makshéiev-. Ha destruído el arroyo para que nos muramos de sed.

— Es verdad — observó Gromeko-. Ahora vamos a pasarlo mal con el agua y tendremos que economizar nuestra reserva hasta encontrar otra fuente en los alrededores del hormiguero.

— Este puede ser un obstáculo para proceder inmediatamente al asalto del hormiguero.

A pesar de lo cargados que iban y del calor tórrido del desierto negro, los viajeros hicieron una marcha forzada y sólo se detuvieron para dormir cuando bajaron al valle, cerca de su desembocadura y del hormiguero. Kashtánov y Makshéiev salieron de reconocimiento para estudiar minuciosamente la fortaleza de sus enemigos. Volvieron a subir a la superficie del desierto y tiraron hacia el Este por el borde del barranco desde donde se podía observar muy bien el hormiguero.

Era una especie de enorme túmulo de ramas y troncos secos compuesto de varios pisos. A ras del suelo se encontraban las entradas principales, orientadas hacia los puntos cardinales. No eran muy altas, pero sí bastante anchas para que pudieran pasar cuatro o cinco hormigas de frente. En aquellas entradas la animación era constante: unas hormigas salían en columnas para dirigirse hacia diferentes lados en busca de alimento; otras volvían, por parejas o solas, trayendo troncos y ramas, insectos muertos o vivos, larvas, ninfas, tallos de junco, y se metían con su botín en lea fortaleza.

Los pisos superiores tenían también orificios en lugares distintos y a diferente altura. Pero sólo debían servir para la ventilación y quizá también para la salida de los defensores en caso de ataque enemigo. Estos eran ya más estrechos y más bajos que las entradas principales, de manera que las hormigas sólo podían pasar por ellos de una en una. En aquellos orificios aparecían igualmente de vez en cuando hormigas que salían a recorrer las cornisas del hormiguero, sin duda para inspeccionar si todo marchaba normalmente.

— ¿No será un obstáculo a nuestro plan esta abundancia de orificios? — preguntó Makshélev-. Si el aire circula demasiado libremente por el hormiguero, el gas sulfuroso no tardará en salir sin producir su efecto.

— El gas sulfuroso es más pesado que el aire y sólo irá desplazándolo paulatinamente — contestó Kashtánov-. Además, los lugares más importantes del hormiguero, o sea, los depósitos de larvas, de huevos, de ninfas y de víveres se encuentran sin duda abajo y es posible que incluso en cámaras subterráneas. El gas sulfuroso penetrará allí primero, y únicamente después empezará a extenderse a los pisos superiores. Por otra parte, si vemos que el tiro es demasiado fuerte, siempre estamos a tiempo de obstruir parte de los orificios.

— ¿Y si pusiéramos azufre encendido en las aberturas superiores?

— Corremos el riesgo de incendiar el hormiguero. Porque, no teniendo ningún recipiente incombustible como braseros o sartenes, habríamos de colocar el azufre sobre la madera seca.

— Podríamos utilizar la cáscara del huevo de iguanodón con la que hemos confeccionado nuestros platos y nuestra fuente provisionales.

— No tenemos más que cinco y los orificios son mucho más numerosos.

— Hay que procurar descubrir hoy otro huevo o un par de ellos y así podríamos fabricar una docena de tazones para quemar el azufre.

— ¡Es una idea! Como tenemos mucho tiempo por delante, haremos una excursión ¡a los arenales donde las hormigas roban estos huevos.

Terminado el examen del hormiguero, Makshéiev y Kashtánov volvieron al campamento, donde expusieron el plan a sus compañeros.

Todos aceptaron trasladarse al día siguiente a las dunas de arena en busca de huevos, mientras Makshéiev y Kashtánov se dedicaban a triturar el azufre.

Capítulo XXXIX

LA DESTRUCCION DEL HORMIGUERO

Cuando volvieron los últimos grupos de insectos y la calma se estableció en el hormiguero, los exploradores se prepararon a cumplir su plan. En la jornada habían triturado todo el azufre entre dos piedras planas. Llenaron con él sus macutos y, llevando los platos de cáscara de huevo; se dirigieron todos hacia el hormiguero, donde cada uno de ellos debía colocar una porción de azufre delante de una de las entradas principales de manera que el gas penetrase en el interior. Después de prender fuego al azufre, había que cegar las salidas con troncos quitados de los muros y luego, por las cornisas exteriores, llegar hasta los orificios más próximos y colocar en ellos platos de azufre para intoxicar toda la parte inferior del hormiguero e impedir que los insectos se salvasen por arriba. A fin de que el azufre no se consumiera con excesiva rapidez en los tazones ni incendiara los troncos secos del edificio, había sido ligeramente humedecido.

El plan fue realizado punto por punto y sólo en las entradas principales orientadas hacia el Sur y hacia el Oeste tropezaron inopinadamente Makshéiev y Gromeko con centinelas. Por suerte, las hormigas estaban adormiladas y las degollaron antes de que pudieran dar la alarma.

Los viajeros prendieron fuego al azufre y se apartaron con las escopetas preparadas para disparar contra las hormigas que quisieran escaparse. Al cabo de un cuarto de hora, en algunos orificios de los pisos más altos, donde no habían colocado azufre, aparecieron hormigas tirando de unos grandes paquetes blancos que debían ser las larvas.

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