Vladimir Obruchev - Plutonia
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Cuando se aplacaron las risas, Makshéiev prestó oído tu dijo:
— Delante de nosotros debe haber un mar libre, por que escucho la resaca.
Los remeros se inmovilizaron para escuchar también: en efecto, del Oeste llegaba un rumor confuso.
— Pues vamos a darnos prisa. Donde hay resaca encontraremos también un sitio adecuado para acampar y combustible para el fuego.
— Pero antes debemos llenar de agua los bidones, puesto que aquí es potable. De lo contrario, tendremos que buscar otra vez algún arroyo — observó Gromeko.
Siguiendo este sabio consejo, los viajeros llenaron de agua todos los recipientes vacíos, luego empuñaron animosamente los remos y, a la media hora, desembocaban del laberinto de islas a una vasta superficie de agua. Las orillas se separaban y, al Oeste, el mar iba a perderse en el horizonte. En la orilla meridional volvió a aparecer la ancha playa desnuda en la que montaron la tienda.
Este segundo mar, unido al primero por un angosto y largo estrecho con islas y bajíos, era idéntico al anterior.
En la orilla septentrional no se veía más que la franja verde del bosque, mientras en la meridional, detrás de la vegetación, se extendían los oscuros precipicios de la meseta. Las libélulas revoloteaban sobre las aguas y los pterodáctilos giraban con silbidos y gritos estridentes; de vez en cuando asomaban el cuello y la cabeza de algún plesiosaurio.
— ¿No nos habremos extraviado en el laberinto de islas y estaremos otra vez en el mar de los Reptiles? — preguntó Pápochkin cuando empezaron a hablar de la asombrosa semejanza de ambos mares.
— El parecido, desde luego, es muy grande. Pero no olvide usted las dunas de la orilla meridional. Si por equivocación hubiésemos vuelto hacia el Este, porque orientarse por este Plutón, siempre en el cenit, es imposible, habríamos tenido que navegar bastante tiempo a lo largo de las dunas — dijo Kashtánov.
— Pero al Sur no se ve ningún río que pudiésemos remontar para adentrarnos más en esa dirección — se lamentó Gromeko.
— ¡Paciencia! No sea usted pusilánime. No hemos hecho más que entrar en este mar, y ya se está usted quejando.
Efectivamente, la paciencia de los exploradores fué puesta a prueba. A la mañana, siguiente, navegaron varias horas sin que cambiase el carácter de la costa meridional: el mismo bosque ininterrumpido y, detrás, los mismos precipicios de la meseta. El viaje se hacía aburrido. Los plesiosaurios, los pterodáctilos y las libélulas eran ya fenómenos tan corrientes que no les hacían más caso que a los cisnes, los cuervos o los escarabajos encontrados sobre un río de la superficie terrestre. Unicamente los ictiosaurios rompían a veces la uniformidad y obligaban a los remeros a empuñar las escopetas cuando el ancho lomo verdoso o la horrible cabeza de este espantoso carnicero surgían de pronto demasiado cerca de las embarcaciones.
Capítulo XLI
SUPERMONSTRUOS
Así transcurrió la mitad del día, y los viajeros empezaban ya a buscar con la mirada sobre la orilla un lugar provisto de combustible para hacer el alto de la comida. Por la mañana habían pescado muchos peces y querían freirlos los ahora.
— Miren: allí delante hay unos montones de troncos en la orilla — exclamó por fin Makshéiev.
Orientaron las embarcaciones para acercarse graduralmente a la orilla y remaron con energía en previsión de un sabroso almuerzo.
Pero cuando los troncos no estuvieron más que a un centenar de metros, Kashtánov exclamó al fijarse mejor:
— ¡No son troncos, sino unos animales enormes, muertos o dormidos!
— ¡Cuidado! Vamos a alejarnos de la orilla — gritó Makshéiev al ver que rebullía aquel montón.
Las lanchas se detuvieron a unos doscientos pasos y los remeros contemplaron con asombro y horror la orilla, donde cuatro monstruos estaban acostados el uno junto al otro sobre la arena. Los cuerpos sobresalían en la playa a cuatro metros de altura, semejantes a largos túmulos. Por el lomo corría una cresta estrecha y aplastada, pero sin placas ni pinchos como en el estegosaurio, sino absolutamente lisa y probablemente desnuda. Sus flancos, de color de arena y con largas y estrechas franjas paralelas, les hacían parecerse de lejos a un montón de troncos apilados.
Incluso desde tan cerca era difícil creer que no se tratase de cuatro montones de troncos, sino de unos animales gigantescos de lo menos quince a diecisiete metros de largo. Pero aquellos montones se hinchaban al respirar, a veces se estremecían y agitaban las colas en el agua, levantando un ligero oleaje en su superficie unida.
— ¿Qué haríamos para obligarles a levantarse? — dijo Pápochkin-. Habría que examinarlos detalladamente y hacer alguna fotografía.
— Mandarles unas cuantas balas explosivas no costaría nada — replicó Makshéiev-, pero la cosa podía terminar mal para nosotros. Si estos monstruos se enfurecen y nos atacan, pueden engullirnos en un instante.
— Pero, ¿son carniceros o herbívoros? — preguntó Gromeko-. De lo que se trata, indudablemente, es de reptiles colosales.
— No creo que sean carniceros — dijo Kashtánov-. Los carniceros no han alcanzado nunca semejantes dimensiones. Necesitarían una cantidad demasiado grande de alimento animal, y la naturaleza, en este aspecto, observa cierta economía. Recuerden ustedes que los animales más voluminosos de los tiempos modernos — los elefantes, los rinocerontes, los hipopótamos y las ballenas no son carniceros.
— ¡Entonces, se les puede dar caza! Fíjense ustedes cuánta carne: se podría alimentar a un batallón entero — declaró el botánico empuñando la escopeta.
— Aguarde un poco — intervino Kashtánov-. Aun suponiendo que no se trate de carniceros, no sería razonable enfurecerlos: pueden lanzarse sobre nosotros y hundir las embarcaciones como si fueran cascarones de nueces.
— ¿Y si disparamos al aire o les lanzamos una perdigonada para que se muevan? — insistía Gromeko-. A estos gigantes los perdigones no iban a hacerles más efecto que las cosquillas.
— Bueno, pero vamos a colocar primero las barcas frente a ellos, a cien metros por lo menos de la orilla. Si se trata de animales terrestres, no se adentrarán tanto en el agua.
Cuando las embarcaciones estuvieron frente a los monstruos, que continuaban tranquilamente acostados, Gromeko les soltó una doble perdigonada. El ruido del disparo, multiplicado por el eco del bosque o los perdigones, hicieron levantarse a los animales.
Los monstruos agitaron de una manera extraña sus largos cuellos, terminados por unas cabezas de dimensiones ridículamente pequeñas en comparación con el cuerpo inmenso, aunque alcanzaban los setenta y cinco centímetros de largó, y luego echaron a correr pesadamente siguiendo la orilla con torpota oscilación. Comparadas al cuerpo macizo, tenían las patas cortas y débiles.
— Creo que son brontosaurios, los reptiles herbívoros más grandes del período jurásico superior, desaparecidos muy pronto de la superficie de la tierra a causa de su estructura mal equilibrada y la ausencia de órganos defensivos — dijo Kashtánov.
— ¿Quién podría atacar a estos colosos que miden lo menos quince o dieciocho metros de largo por cuatro de alto? — preguntó Makshéiev.
— Pues se conoce que, a pesar de esas dimensiones, los carniceros, los ceratosaurios, por ejemplo; pueden degollar fácilmente a uno de estos monstruos, sin hablar ya de la destrucción de los huevos y de los pequeños.
— Al parecer, tampoco en Plutonia son numerosos — observó Pápochkin.
— Hemos visto ya muchos iguanodones, pterodáctilos, ictiosaurios y plesiosaurios, pero es la primera vez que encontramos animales de éstos. Y como son asustadizas, Propongo acercarnos más a la orilla para que la fotografía sea mayor.
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