Hal Clement - Ciclo de fuego
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- Название:Ciclo de fuego
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La única variación surgió con el último planeador, que fue el que usaban Dar Lang Ahn y Kruger. En este caso el cable suelto era atado al soporte en vez de al aparato, el cabrestante instalado en un soporte en la cabina del piloto y el planeador anclado con un nudo deslizante que podía ser desatado por el piloto desde su posición. A consecuencia de esto, el cable subió al aire con ellos y fue enrollado por Kruger cuando estuvieron ya a salvo en ruta. Dar esperó que terminara esta operación para comentar las consecuencias que habría acarreado el que el gancho se enganchara en el soporte de lanzamiento.
— ¿Pero no tenéis ningún medio de soltar el final del cable si esto sucede? — preguntó Kruger.
— Se ha intentado, pero el piloto no suele reaccionar con la suficiente rapidez como para sacar provecho de ello. No te enteras de que está liado hasta que el cable te arranca la nariz y te expide fuera de tu cinturón de seguridad — Kruger tragó saliva y se quedó callado.
El vuelo resultó interesante, pero falto de incidentes. A Kruger le pareció, claro, lento; Dar no se podía dirigir en línea recta a sus objetivos. Tenía que deslizarse de una corriente de aire a la siguiente, no estando Kruger en absoluto seguro de cómo encontraba las que subían. Dar, por supuesto, no siempre podía explicar lo que sabía, pues le costó mucho tiempo, unos cuarenta años terrestres, aprenderlo, y difícilmente podía impartirlo todo en un solo vuelo.
Una cosa era cierta: Dar Lang Ahn se habría llevado casi sin darse cuenta cualquier premio que se hubiera ofrecido en la Tierra a pilotos de vuelo a vela. El simple hecho de que el presente vuelo cubriera más de mil quinientas millas no era la principal razón para ello, sino el hecho de afrontarlo como algo normal, sin más preocupaciones sobre la posibilidad de un fracaso de las que hubiera tenido un hombre al empezar a dirigirse desde Honolulu a Nueva York. Al pasar las horas y no aparecer ninguna señal de la costa del otro lado, Kruger empezó a darse cuenta de ello.
Cuando por fin apareció la costa, era completamente diferente de la que habían salido, pues aquélla era relativamente plana, menos por los esporádicos conos volcánicos, y ésta era áspera. Había sistemas montañosos producidos al parecer por movimientos del terreno y por defectos en las rocas; eran aparentemente montañas jóvenes, como los geólogos las hubieran clasificado. Escarpados acantilados, miles de pequeños arroyos ricos en cascadas y rápidos, agudos y desnudos picos, todo contaba la misma historia.
Las corrientes de aire eran increíblemente complicadas y Dar las bordeaba con una habilidad rayando lo sobrenatural. Los otros planeadores habían desaparecido hacía ya largo tiempo, al haberles permitido su menor peso hacer saltos de corriente a corriente a los cuales Dar no había querido arriesgarse.
Con la costa enfrente, Dar empezó a escorarse a la izquierda y la cruzó con un gran sesgo. Normalmente, estaban a demasiada altura para poder ver ningún animal ni los detalles de las selvas que recubrían las lomas superiores de las montañas, pero a veces el planeador seguía al lado de sotavento de un valle para utilizar las corrientes de aire hasta la siguiente cordillera, y Kruger podía ver cómo los árboles eran diferentes. Una razón resultaba evidente: la temperatura era más baja, como Kruger podía atestiguar. En las alturas mayores a las que llegaba el planeador se había sentido a gusto en la primera parte del viaje, pero ahora el sitio mejor estaba mucho más cerca del suelo.
Esto empeoró con el paso de las horas. Kruger no estaba seguro de lo que viajaron, pero advirtió que debían haber sido cientos de millas. Estaba cansado, hambriento y sediento. Dar parecía insensible a todos estos males, así como al frío, que casi estaba logrando que Kruger echara de menos la selva. Habían hablado poco en varias horas, pero cada vez que Kruger pensaba cuánto tiempo duraría aún el viaje no lo hacía, pues no quería que pareciera que protestaba. Por fin, fue Dar quien habló.
— No vamos a poder llegar antes de que se haga de noche — dijo de repente —. Tendré que aterrizar pronto y seguir cuando vuelva a salir el sol.
Kruger miró a la estrella azul, en cuyos movimientos hacía largo tiempo que no reparaba. Dar tenía al parecer razón. Arren estaba en el horizonte detrás de ellos y un poco a la derecha del planeador; se estaba poniendo con lentitud. Kruger trató de aprovechar esto para hacerse una idea de su situación en el planeta; debía significar algo, ya que había visto el sol azul en el horizonte durante más de seis meses terrestres. Una cuestión parecía clara, y era que Theer no saldría aquel año. Habían cruzado al «lado oscuro» de Abyormen. Un casquete polar pareció de repente distinguirse en el paisaje.
Sin embargo, a juzgar por el ángulo en que se ponía la estrella, ésta no iría muy debajo del horizonte, decidió Kruger, comunicando a Dar su conclusión.
— No estará lo suficientemente oscuro para no poder ver, ¿verdad? — preguntó.
— No; pero no solemos volar cuando ninguno de los dos soles está en el cielo — fue la respuesta —. Las corrientes de aire vertical son más raras y difíciles de identificar a cualquier distancia. Sin embargo, haré lo que pueda para llegar a las Murallas antes de que el sol se ponga; no tengo demasiadas ganas de estar quince o veinte horas sentado en lo alto de una colina — Kruger participó de todo corazón en este deseo.
Era difícil decir lo que la estrella hacía, ya que subían y bajaban con mucha rapidez, pero no había ninguna duda de que se estaba poniendo. Su atención se concentraba en la estrella que desaparecía, pero no tanto como para impedirle observar el paisaje que había debajo, apareciendo el casquete polar algo antes de que se diera cuenta de ello.
Después de esto, advirtió ya muy pocas cosas más.
Un gran río que se encaminaba hacia el ahora distante mar fue la primera advertencia que recibió. Siguiendo su curso hacia arriba, vio que procedía de una gigantesca pared que brillaba color rosa con los casi horizontales rayos de Alcyone. Tardó varios segundos en darse cuenta de que la pared era el pie de un glaciar. El río seguía tierra adentro, pero era ya un río de hielo. Las montañas iban siendo realmente más altas en el centro del continente, pero desde el punto de vista de Kruger parecían menores, ya que sus bases estaban enterradas con lo que parecía nieve acumulada durante siglos. Desde todo lo alto a lo que podía subir el planeador no se podía ver más que como el campo de hielo se extendía indefinidamente. La mayor parte de él permanecía quieta por la acción de las montañas que lo atravesaban desde abajo, pero cerca del borde los glaciares afloraban lentamente buscando su salida al océano. El hielo tenía con seguridad mil pies o más de espesor al borde del casquete; Kruger se preguntó qué sería más tierra adentro.
Pero la visión del casquete de hielo significaba que no podían estar muy lejos de su objetivo; Dar no se hubiera acercado tanto a una rica fuente de corrientes para abajo a menos que se hubiera visto obligado. El piloto admitió esto cuando Kruger le preguntó.
— Tenemos que llegar, de acuerdo. Dos ascensiones más, si encuentro las corrientes adecuadas y podemos planear el resto del camino — el chico se abstuvo de interrumpirle más y miró fascinado el paisaje, viendo cómo la selva dejaba paso a manchas de hielo y nieve y la tierra a rocas negras y grises con partes blancas.
De pronto, el piloto señaló un punto y el chico vio lo que sólo podía ser su lugar de aterrizaje. Era una plataforma plana, aparentemente una terraza natural, en la cima de una de las montañas. El valle, que se extendía bajo él, estaba lleno de hielo, parte de un glaciar que se mantenía sólido durante más de una docena de millas después de fluir bajo este punto. La terraza no era más que una entrada; las bocas de varios túneles gigantescos que parecían adentrarse profundamente en la montaña salían de ella. Varios artefactos con alas que se encontraban bastante cerca de las bocas del túnel no dejaban lugar a dudas sobre la naturaleza del lugar.
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