Alexander Beliaev - Ictiandro
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- Название:Ictiandro
- Автор:
- Издательство:“Raduga”
- Жанр:
- Год:1989
- Город:Moscú
- ISBN:нет данных
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Y pasaron de largo ambos: aquella maravillosa joven y aquel impudente hombre de bigote, quien quería hacerle creer a la chica que era su salvador. Pero Ictiandro no podía desenmascarar al mentiroso. Que hagan lo que quieran: Ictiandro ha hecho lo que debía.
La chica y su acompañante habían desaparecido ya tras las dunas, y el joven seguía sin poder apartar la vista. Luego se volvió de cara al océano. ¡Qué enorme es y qué desierto está…!
La marejada lanzó a la arena un pez azul con panza plateada. Ictiandro miró alrededor: no había nadie. Salió de su escondite, cogió el pez y lo lanzó al agua. El animalito se fue coleando, pero Ictiandro se sintió triste. Caminaba solitario por la desierta orilla, recogiendo peces y estrellas de mar y llevándolos al agua. Paulatinamente fue entusiasmándose con ese trabajo. Iba recuperando su buen humor habitual. Así pasó el tiempo hasta el crepúsculo, sumergiéndose sólo alguna vez que otra en el agua, cuando el viento que soplaba de la orilla quemaba demasiado y le secaba las branquias.
EL CRIADO DE ICTIANDRO
Salvador decidió partir para la cordillera sin Cristo, quien había progresado notablemente en la asistencia a Ictiandro. Esta noticia alegró en sumo grado al indio: durante la ausencia de Salvador podría verse más a menudo con Baltasar. Cristo ya le había comunicado a éste que había localizado al «demonio marino». Sólo quedaba planear el secuestro de Ictiandro.
Ahora Cristo vivía en la casita blanca cubierta de hiedra y se veía frecuentemente con Ictiandro. Ellos trabaron muy pronto amistad. Ictiandro, privado de contactos con la gente, se sintió atraído por aquel anciano que le hacía relatos sobre la vida en la tierra. Ictiandro conocía la vida en el mar mejor que los científicos más ilustres, y le confiaba a Cristo los secretos de la vida submarina. Conocía bastante bien la geografía: océanos, mares, ríos principales; poseía ciertos conocimientos en astronomía, navegación, física, botánica, zoología. Sus conocimientos sobre el hombre eran sumamente pobres: algo sobre las razas que pueblan la tierra; sobre la historia de los pueblos tenía una noción muy vaga, sobre las relaciones políticas y económicas sus conocimientos no superaban los de un niño de cinco años.
Por el día, cuando comenzaba el calor, Ictiandro bajaba a la gruta subterránea y desaparecía. A la casa blanca regresaba cuando atenuaba el calor, quedándose hasta por la mañana. Pero si llovía o en el mar había tormenta, se pasaba todo el día en casa. Cuando el tiempo era húmedo se sentía bastante bien en la tierra.
La casita era pequeña, constaba tan sólo de cuatro piezas. Una de ellas, la ubicada junto a la cocina, era de Cristo. La contigua era el comedor, la tercera era una gran biblioteca. Cabe señalar que Ictiandro dominaba el español y el inglés. La última pieza, la más grande de todas, era la alcoba de Ictiandro. En medio del dormitorio había una bañera. Junto a la pared, una cama. Ictiandro solía dormir algunas veces en la cama, pero prefería la bañera. No obstante, cuando Salvador se ausentó le dejó prescrito a Cristo que se ocupara de que Ictiandro durmiera, por lo menos, tres noches a la semana en cama. Por las noches Cristo se presentaba en la alcoba de Ictiandro y rezongaba como una vieja niñera si el joven no accedía a dormir en la cama.
— Pero si para mí es mucho más agradable y cómodo dormir en el agua — protestaba Ictiandro.
— El doctor te ha prescrito dormir en la cama, hay que obedecer al padre.
Ictiandro le decía a Salvador padre, pero Cristo dudaba de esos lazos carnales. La tez y la piel de las manos de Ictiandro eran bastante claras, pero eso podía ser consecuencia de la larga permanencia bajo el agua. El óvalo de la cara, la recta nariz, los finos labios y grandes ojos de Ictiandro guardaban demasiada afinidad con las facciones que caracterizan la tribu de los araucanos, a la que pertenecía el mismo Cristo.
Cristo sentía una curiosidad extraordinaria por ver el color del cuerpo de Ictiandro, oculto bajo el ceñido traje de material desconocido, confeccionado a modo de escamas.
— ¿No te quitas la camisa para dormir? — le preguntó al joven.
— ¿Para qué? Mis escamas no me molestan, son muy cómodas. No impiden la respiración de las branquias ni de la piel y, al mismo tiempo, me protegen; ni los dientes del tiburón, ni el puñal más afilado pueden cortar esta coraza — respondía Ictiandro mientras se acostaba en la cama.
— ¿Para qué te pones gafas y guantes? — inquirió Cristo, examinando los extraños guantes, dejados por su dueño junto a la cama. Estaban hechos de caucho verde, los dedos alargados con bambú articulado e introducido en la goma, y unidos por membranas. Para los pies esos dedos eran más alargados todavía.
— Los guantes me ayudan a nadar más rápido. Las gafas me protegen los ojos contra la arena levantada por las tormentas del fondo. No siempre me las pongo, pero con ellas veo mejor. Sin las gafas bajo el agua todo se ve como si estuviera envuelto en niebla. — Y sonriente, cual si evocara un grato recuerdo, Ictiandro prosiguió-: Cuando era niño, el padre solía permitirme jugar con los niños del otro jardín. Recuerdo que me asombró enormemente verlos nadar en el estanque sin guantes: «¿Acaso se puede nadar sin guantes?», les pregunté. Pero no entendieron de qué guantes se trataba, en su presencia yo no nadaba.
— ¿Sigues saliendo a la bahía? — se interesó Cristo.
— Claro. Pero lo hago por un túnel lateral submarino. Gente de mala calaña por poco me pesca, y ahora ando con mucha cautela.
— ¿O sea que hay otro túnel submarino que conduce a la bahía?
— Hay varios. ¡Lástima que no puedas nadar conmigo bajo el agua! Te mostraría tantas cosas admirables. ¿Por qué no todos los hombres pueden vivir bajo el agua? Andaríamos en mi corcel marino.
— ¿Corcel marino? ¿Qué quieres decir?
— Un delfín. Lo he domesticado. ¡Pobre! Una vez la tormenta lo lanzó a la orilla y se lastimó una aleta. Yo lo arrastré al agua. Debo decirte que no fue nada fácil. Los delfines en la tierra son más pesados que en el agua. En general, aquí todo es más pesado. Hasta el propio cuerpo. En el agua resulta más fácil vivir. Pero, volvamos al relato del delfín. Me lo llevé al agua, quiso nadar y no pudo. Eso significaba que no podría alimentarse. Entonces decidí alimentarlo yo. Estuve alimentándolo mucho tiempo, todo un mes. Durante ese tiempo no sólo se acostumbró a mí, yo diría que se encariñó conmigo. Total, nos hicimos amigos. Hay otros delfines que me conocen. ¡En el mar paso el tiempo maravillosamente con ellos! ¡Olas, salpicaduras, sol, viento, alboroto! En el fondo también se pasa bien. Es como si se nadara en un denso aire azul. Absoluto silencio. No se siente el propio cuerpo. Se torna desembarazado, ligero, obediente a cada movimiento… Tengo muchos amigos en el mar. Alimento a los pececitos, como ustedes a los pájaros, y me siguen por todas partes en bandadas.
— ¿Y enemigos?
— Enemigos también. Los tiburones, los pulpos. Pero no les tengo miedo. Llevo mi puñal al cinto.
— ¿Y si se aproximan furtivamente, sin que puedas advertirlos?
A Ictiandro esa pregunta le asombró.
— Eso está excluido, los oigo venir desde lejos.
— ¿Los oyes bajo el agua? — esta vez le tocó asombrarse a Cristo —. ¿Hasta cuando se aproximan silenciosamente?
— Sí, qué pasa. ¿Qué tiene eso de extraño? Oigo con los oídos y con todo el cuerpo. Ellos al avanzar hacen vibrar el agua, y las ondas de esas oscilaciones llegan antes que ellos. Al sentir esas oscilaciones yo me pongo en guardia.
— ¿Incluso estando dormido?
— Naturalmente.
— Pero los peces…
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