Alexander Beliaev - Ictiandro
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- Название:Ictiandro
- Автор:
- Издательство:“Raduga”
- Жанр:
- Год:1989
- Город:Moscú
- ISBN:нет данных
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Muy lejos, en dirección sur, hay una pequeña bahía. Agudos escollos y un banco de arena impiden el acceso por el mar. La costa es acantilada y rocosa. Todo eso hace que no sea visitada por pescadores ni buscadores de perlas. Su fondo, de escasa profundidad, está cubierto de un denso tapiz de plantas. En su tibia agua abundan peces. Allí acudía muchos años consecutivos una hembra de delfín a parir. Solía tener dos, cuatro y hasta seis crías. Ictiandro se entretenía viendo a los pequeños, escondido entre la vegetación. Era muy gracioso ver cómo se revolcaban en la superficie, cómo mamaban, empujándose unos a otros. Ictiandro comenzó a adiestrarlos poquito a poco: traía peces y los cebaba. Y, muy pronto, las crías y la hembra fueron habituándose a Ictiandro. Ya jugaba con los pequeños, los capturaba y los lanzaba. A ellos esto, por lo visto, les gustaba. Tan pronto aparecía en la bahía con regalos para ellos — sabrosos peces o pequeños pulpos, más sabrosos todavía — acudían contentos a recibirlo.
Una vez, cuando la conocida hembra estaba recién parida y sus crías eran todavía lechones, Ictiandro pensó: ¿por qué no probar su leche?
Se situó furtivamente bajo la hembra, la abrazó y comenzó a mamar. La hembra, horrorizada por tan inesperado ataque, se espantó y abandonó la bahía. Ictiandro soltó inmediatamente al asustado animal. La leche tenía un fuerte sabor a pescado.
La desconcertada hembra, tras desasirse de tan indiscreto mamón, se lanzó hacia el fondo, sus pequeños buscábanla desorientados. A Ictiandro le costó un trabajo enorme reunir y mantener juntos a los pequeños, hasta que llegó la madre y se los llevó a la bahía vecina. Sólo pasados muchos días se restableció la confianza y la amistad.
Cristo estaba sumamente preocupado. Hacía tres días que Ictiandro no aparecía. Al fin se presentó extenuado, pálido, pero satisfecho.
— ¿Dónde has estado todo este tiempo? — inquirió con severidad el indio, contento de que hubiera aparecido.
— En el fondo — respondió Ictiandro.
— ¿Por qué estás tan demacrado?
— He… he estado a punto de perecer — mintió Ictiandro, por primera vez en la vida, y contó una historia que le había sucedido mucho antes.
En las profundidades oceánicas hay un altiplano rocoso, y en el medio de esa meseta, una depresión ovalada enorme, un auténtico lago submarino.
Nadando sobre ese lago submarino, a Ictiandro le asombró el insólito color gris claro del fondo. Cuando descendió y se fijó como es debido, quedó sorprendido: se hallaba sobre un auténtico cementerio de diversos animales marinos, desde pequeños peces hasta tiburones y delfines. Había también víctimas recientes. Pero junto a ellas no aparecían, como es habitual, cangrejos ni peces de los que aprovechan esas ocasiones. Era el reino de la muerte. Sólo en algunas partes se veían salir burbujas de gas. Ictiandro iba nadando sobre el borde de la depresión. Descendió un poquito más y sintió, de súbito, un fuerte dolor en las branquias, asfixia y mareos. Casi sin sentido, desfallecido por completo fue hundiéndose hasta que, al fin, se posó al borde de la depresión. Las sienes le golpeaban, el corazón emprendía alocado galope y una rojiza nube enturbiaba su vista. Lo grave era que no podía esperar ayuda alguna. De pronto, vio que cerca de él descendía — retorciéndose en espasmódicas convulsiones — un tiburón. Seguramente lo venía persiguiendo, hasta que él mismo entró en estas venenosas aguas del lago submarino. Su vientre y costados se dilataban y contraían, llevaba la boca abierta, enseñando los blancos y afilados dientes en un rictus agónico. El tiburón moría. Ictiandro se estremeció. Apretando los dientes y procurando no tomar agua por las branquias, salió del lago a gatas, se irguió y quiso caminar, pero se mareó y volvió a caer. Por fin logró un impulso con las piernas y, ayudándose con los brazos, consiguió alejarse del lago unos diez metros…
Concluyó su relato contando lo que había oído sobre el particular a Salvador.
— Lo más probable es que en esa depresión se hayan acumulado gases nocivos, tal vez, hidrógeno sulfurado o anhídrido carbónico — dijo Ictiandro —. Sabes, en la superficie esos gases se oxidan, por eso no los advertimos. Pero en la depresión, donde se segregan, están muy concentrados. Bueno, ahora sírveme el desayuno, tengo un hambre atroz.
Ictiandro engulló el desayuno, se puso las gafas y los guantes y se dirigió a la puerta.
— ¿Has venido sólo a recoger esto? — inquirió Cristo señalando las gafas —. ¿Por qué no quieres decirme qué te pasa?
En la manera de ser de Ictiandro había aparecido un nuevo rasgo: se había vuelto reservado, poco comunicativo.
— Cristo, no me preguntes, yo mismo no sé qué me pasa. — El joven dio media vuelta y se retiró presuroso.
LA PEQUEÑA VENGANZA
El inesperado encuentro con la joven de ojos azules en la tienda de Baltasar, negociante en perlas, turbó tanto a Ictiandro que salió corriendo hacia el mar. Ahora ardía en deseos de volver a verla y conocerla, pero no sabía cómo hacerlo. Lo más sencillo sería recurrir a los servicios de Cristo. Pero no le parecía bien verse con ella en presencia del indígena. Ictiandro llegaba a nado todos los días al lugar de la costa donde la vio por primera vez. Se pasaba desde por la mañana hasta la noche escondido entre las rocas, esperando poder verla. Cuando llegaba a la orilla se quitaba las gafas y los guantes, y se ponía el traje blanco para no asustar a la chica. Había días que se pasaba las veinticuatro horas consecutivas en la orilla, por la noche se sumergía en el mar, comía peces y ostras, descabezaba un sueño y por la mañana temprano ya estaba en su atalaya.
Una vez, por la tarde, se decidió a ir solo hasta la tienda del vendedor de perlas. La puerta estaba abierta y pudo ver que al mostrador estaba el viejo indígena; la chica faltaba. Ictiandro decidió regresar. Al aproximarse a la rocosa orilla vio a la joven en vestido blanco y sombrero de paja. Ictiandro se detuvo indeciso. La chica esperaba, evidentemente, a alguien. Andaba impaciente de un lado para otro, oteando de vez en cuando el camino. Tan entusiasmada estaba que no advirtió a Ictiandro en el rellano de la roca.
La joven alzó el brazo a modo de saludo. Ictiandro miró en aquella dirección y vio a un hombre joven, alto y fornido que caminaba ligero por el camino. Ictiandro jamás había visto cabellos y ojos tan claros como los de este desconocido. El gigante se acercó a la joven y, tendiéndole su enorme mano, profirió con cariño:
— Hola, Lucía.
— ¡Hola, Olsen! — respondió ella.
El desconocido estrechó efusivamente la mano de la joven.
Ictiandro les miraba con animadversión. Se apoderó de él tal angustia que se le formó un nudo en la garganta.
— ¿Lo has traído? — inquirió el gigante, mirando el collar de perlas que llevaba Lucía.
Ella asintió.
— ¿No se enterará tu padre? — preguntó Olsen.
— No — respondió la joven —. Esas perlas son mías, puedo disponer de ellas como se me antoje.
Lucía y Olsen se aproximaron, conversando tranquilamente, hasta el mismo borde del acantilado. Lucía desabrochó el collar de perlas, lo tomó por uno de los extremos, alzó la mano y, admirándolo, profirió:
— Mira, mira qué hermosas se ven las perlas a la luz del ocaso. Tómalas, Olsen…
Olsen había tendido ya la mano pero, de súbito, el collar se deslizó por la mano de Lucía y cayó al mar.
— ¡Qué he hecho! — exclamó la joven.
Olsen y Lucía seguían afligidos al borde del acantilado.
— ¿Tal vez se pueda sacar? — dijo Olsen.
— Esta parte es muy honda — suspiró la joven, y añadió-: ¡Qué desgracia, Olsen!
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