Alexander Beliaev - Ictiandro
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- Название:Ictiandro
- Автор:
- Издательство:“Raduga”
- Жанр:
- Год:1989
- Город:Moscú
- ISBN:нет данных
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— ¿Eres tú, Cristo? — respondió una voz desde otra pieza —. Pasa.
Cristo se agachó para poder franquear el vano de la puerta que conducía a la habitación contigua.
Era el laboratorio de Baltasar. Allí restablecía el color de las perlas, afectadas por la humedad, con ácido diluido. Cristo entró y cerró bien la puerta. La tenue luz que entraba por una pequeña ventana situada casi en el techo, iluminaba diversas vasijas de cristal que estaban sobre una mesa vieja y mugrienta.
— Hola, hermano. ¿Dónde está Lucía?
— Ha salido a pedirle a la vecina una plancha. No piensa más que en encajes y lazos. Ahora vendrá — repuso Baltasar.
— ¿Y Zurita? — inquirió impaciente Cristo.
— Ha desaparecido el maldito. Ayer hemos tenido un pequeño altercado.
— ¿Y todo por Lucía?
— Zurita se desvive por ella, pero no es correspondido. La joven sólo tiene una respuesta para él: no quiero y se acabó. ¿Qué puedo hacer yo? Es una caprichosa y una terca. Se cree demasiado. El orgullo le impide comprender que para cualquier chica india, por bella que sea, es una dicha casarse con un hombre como ese. Tiene su propia goleta, todo un equipo de buzos — rezongaba Baltasar mientras lavaba una perla en la solución —. Zurita, por enojo, seguramente se dio a la bebida.
— ¿Qué haremos ahora?
— ¿Lo has traído?
— Ahí está sentado.
Baltasar, impulsado por la curiosidad, se acercó a la puerta y miró por el ojo de la cerradura.
— No le veo — dijo bajito.
— Está sentado en la silla junto al mostrador.
— No le veo. En ese lugar está Lucía.
Baltasar abrió la puerta de un empujón y entró en la tienda seguido de Cristo.
Ictiandro no estaba. Desde un rincón oscuro les miraba Lucía, hija adoptiva de Baltasar. La joven era famosa por su belleza hasta fuera de los confines del Puerto Nuevo. Pero era recatada y voluntariosa. Su dulce voz adquiría matiz tajante cuando decía:
— ¡No!
Lucía le gustó a Pedro Zurita, quien se proponía pedir su mano. El viejo Baltasar miraba con buenos ojos la perspectiva de emparentarse con el amo de una goleta y de asociarse con él en el negocio.
Pero todas las propuestas de Zurita eran rechazadas por la joven con un invariable «¡No!».
Cuando el padre y Cristo entraron, encontraron a la joven cabizbaja.
— Hola, Lucía — dijo Cristo a modo de saludo familiar.
— ¿Dónde está el joven? — indagó Baltasar.
— Yo no escondo a jóvenes — respondió esbozando una sonrisa —. Cuando entré me miró muy extraño, como si se hubiera asustado, se levantó, se echó las manos al pecho y salió corriendo. No tuve tiempo de volverme, ya estaba en la puerta.
«Era ella» pensó Cristo.
DE NUEVO EN EL MAR
Ictiandro corría, jadeante, a lo largo de la orilla del mar. Huyendo de esa horrible ciudad, el joven abandonó el camino y se dirigió a la misma orilla. Escondido entre las rocas costeras, se cercioró de estar solo, desnudóse rápidamente, guardó la ropa en las piedras, corrió y se lanzó al mar.
Pese a la fatiga que le atormentaba, nunca había nadado tan rápido. Los peces se espantaban al verlo pasar. Y sólo cuando se alejó varias millas de la ciudad, Ictiandro se permitió elevarse algo más cerca de la superficie y nadar en las proximidades de la costa. Allí se sentía ya en su casa. Conocía cada piedra submarina, cada hoyo en el fondo. Aquí, tumbados en el fondo arenoso, viven los lenguados, más adelante crecen arbustos de coral, entre los que se ocultan pequeños peces de aletas rojas. En el casco de un pesquero hundido se alojó una familia de pulpos con su reciente descendencia. Bajo grises piedras se guarecían cangrejos. A Ictiandro le encanta pasarse horas observando su vida. El sabía las pequeñas alegrías que les causaban sus cacerías y sus amarguras, la pérdida de una pinza o el ataque de un pulpo. Al pie de las rocas costaneras abundaban las ostras.
Al fin, ya cerca de la bahía, Ictiandro asomó la cabeza, vio un grupo de delfines que retozaban entre las olas, y lanzó un fuerte y prolongado grito. Un gran delfín resopló alegre, a modo de respuesta, y se dirigió al encuentro de su amigo, sumergiéndose y volviendo a mostrar sobre las crestas de las olas su brillante lomo.
— ¡Rápido, Leading, rápido! — exclamó Ictiandro, mientras nadaba al encuentro. Se asió del delfín —. ¡Sigamos, Leading, rápido, adelante!
Y obedeciendo a la mano del joven, el delfín partió veloz hacia mar abierto, buscando el viento y las olas. Cortando las olas con el pecho avanzaba veloz, levantando espuma, pero a Ictiandro esa velocidad se le antojaba insuficiente.
— ¡Dale, Leading! Más rápido, más rápido!
Ictiandro dejó totalmente extenuado al delfín, pero esa carrera por las olas no le tranquilizó. Dejó a su amigo perplejo, cuando se deslizó del lomo y se sumergió en el mar. El delfín esperó, resopló, buceó, emergió, resopló otra vez descontento y, tras dar un coletazo, se dirigió hacia la orilla, volviéndose de vez en cuando. Su amigo no aparecía en la superficie y Leading decidió incorporarse al grupo, siendo muy celebrado por los jóvenes delfines. Ictiandro se sumergía más y más en el tenebroso abismo oceánico. Quería estar solo, recuperarse de las nuevas impresiones, reflexionar sobre lo visto y conocido. Se alejó muchísimo, sin pensar en el riesgo a que se estaba exponiendo. Quería entender, por qué era distinto de los demás: ajeno al mar y a la tierra. Se sumergía cada vez más lento. El agua se hacía más densa, comenzaba a presionarle, se le hacía difícil respirar. Allí el crepúsculo era denso, de un color gris verdoso. Esa zona estaba escasamente poblada, y muchos de los peces que allí habitaban eran desconocidos para Ictiandro: nunca había descendido a tanta profundidad. Y, por primera vez, aquel silencioso y gris mundo le infundió pavor. Emergió rápidamente a la superficie y se dirigió a la orilla. El sol se ponía, penetrando el agua con sus rayos rojos. Una vez en este medio se mezclaban con el azul del agua, haciendo delicados visos en tonos lila rosado y celeste verdoso.
Ictiandro no llevaba gafas, por eso desde la profundidad veía la superficie del mar como se le presenta a los peces: no plana, sino como la base de un cono vista desde el vértice, cual si estuviera en el fondo de un enorme embudo. El contorno de la base de dicho cono parece estar orlado con varias franjas: roja, amarilla, verde, azul y violeta. Fuera del cono se extiende la brillante superficie del agua en la que se refleja, como en un espejo, el fondo: rocas, aIgas, peces.
Ictiandro se volvió sobre el pecho, nadó hacia la orilla y se sentó bajo el agua entre unas rocas, próximas al bajío. Unos pescadores bajaron de la lancha y la jalaron para varar en la playa. Uno de ellos metió las piernas en el agua hasta las rodillas. Ictiandro, desde su escondite, veía sobre el agua al pescador sin piernas, y en el agua sólo sus piernas y el reflejo de las mismas en el espejo de la superficie. Otro pescador entró en el agua hasta los hombros. Visto desde el fondo parecía un cuadrúpedo sin cabeza, como si a dos hombres iguales les hubieran decapitado y puesto los hombros de uno sobre los del otro. Cuando los pescadores se aproximaban a la orilla, Ictiandro lo veía igual que los ven los peces: como reflejados en una esfera de cristal, y de pies a cabeza antes de que llegaran a la orilla. Por eso siempre lograba alejarse antes de ser descubierto.
Esos extraños torsos con cuatro brazos y sin cabeza, y esas cabezas sin torsos, ahora se le antojaron a Ictiandro desagradables. Los hombres… Alborotan, fuman cigarros horribles y despiden desagradable olor. Los delfines son muy distintos: limpios, alegres. Ictiandro dibujó una leve sonrisa. Evocaba cómo, en cierta ocasión, había probado leche de hembra de delfín.
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