Alexander Beliaev - Ictiandro
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- Название:Ictiandro
- Автор:
- Издательство:“Raduga”
- Жанр:
- Год:1989
- Город:Moscú
- ISBN:нет данных
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Comenzaba a clarear paulatinamente. A derecha e izquierda aparecieron las familiares siluetas de dos peñascos submarinos. Entre ellos hay una pequeña meseta y tras ella un gran muro. Ictiandro le dice a este lugar la caleta submarina. Aquí impera la tranquilidad hasta durante las más fuertes tormentas.
¡Cuántos peces acudieron a aquella apacible cala submarina! Aquello parecía una gigantesca caldereta en ebullición. La diversidad de peces era enorme: pequeños, oscuros, con una línea amarilla transversal y cola amarilla, con franjas negras sesgadas, rojos, azules, celestes. Pero tienen una particularidad: suelen desaparecer y volver a aparecer en el mismo lugar de forma enigmática. Emerges, miras alrededor, los peces pululan; pero miras hacia abajo y, como si se los hubiera tragado la tierra, ni uno. Ictiandro no alcanzaba a entender ese fenómeno, hasta que una vez atrapó con las manos un pez. Su cuerpo era del tamaño de la mano, pero completamente plano. Ese era el motivo de que desde arriba prácticamente fueran invisibles.
Ahí está el desayuno. En un lugar plano, al pie de un acantilado, pululaban las ostras. Ictiandro acude nadando, se acuesta en el mismo fondo junto a las ostras y se pone a comer. Abre las valvas, saca el contenido comestible y se lo lleva a la boca. Se había habituado a comer sumergido: se ponía el pedazo en la boca y evacuaba el agua de ella con habilidad, entre los labios apretados. Claro que, con la comida, siempre se tragaba algo de agua, pero estaba avezado al agua de mar.
En torno a él se agitan algas: las verdes hojas de agar-agar e infinidad de otras vistosas plantas, pero que en ese preciso momento todas parecían grises; en el agua la luz era crepuscular: la tormenta proseguía. Algunas veces se oye el sordo ruido del trueno. Ictiandro alza la vista.
¿Por qué habrá oscurecido de súbito? Sobre la misma cabeza de Ictiandro apareció una mancha oscura. ¿Qué podrá ser eso? El desayuno ha concluido. Ahora ya puede asomarse a la superficie. Ictiandro emerge con suma prudencia hacia la mancha negra, deslizándose a lo largo del acantilado. Resultó que se había posado un albatros. Sus anaranjadas patas se encontraban muy cerca de Ictiandro, quien estiró las manos y agarró al ave por las patas. El ave, asustada, abrió sus poderosas alas y se elevó, sacando del agua a Ictiandro. Pero el cuerpo del hombre en el aire aumentó considerablemente de peso, y el albatros junto con él cayó al agua, cubriendo con su plumado y blando pecho la cabeza del joven. Ictiandro, sin esperar a que el ave le machacara la cabeza con el pico encarnado, se sumerge para volver a salir a la superficie en otro lugar. El albatros remonta el vuelo hacia oriente y se pierde tras las montañas de agua del temporal en apogeo.
Ictiandro yace supinado. La tempestad pasó. Los truenos se oyen en la lejanía, hacia oriente. Pero sigue lloviendo a raudales. Cierra los ojos y expone gustoso el rostro a la lluvia. Al fin abre los ojos, se incorpora, permaneciendo hasta la cintura en el agua, y mira alrededor. Está en la cresta de una gran ola. Se ve envuelto en cielo, océano, viento, nubes, aguacero, olas; todo se fundió en una vorágine diabólica que ruge y produce un estrépito infernal. Se riza la espuma en las crestas de las olas y serpentea enojosamente al desvanecerse éstas. Corren con ímpetu hacia arriba las montañas de agua, para precipitarse seguidamente cual aludes, repiquetea el aguacero, rugen los desenfrenados vientos.
Todo cuanto atemoriza al hombre, alegra a Ictiandro. Claro, debe ser prudente, pues se le puede venir encima una montaña de agua. Pero Ictiandro conoce las olas tan bien como cualquier pez. Lo que hace falta es saber sus mañas: una simplemente te sube y te baja, te sube y te baja; otra puede darte un revolcón. El también sabía lo que sucedía bajo el agua, sabía cómo desaparecían las olas, cuándo cesaba el viento: sabía que primero desaparecían las olas pequeñas y después las grandes, pero la marejada baja duraba mucho más. Le encantaba retozar en la ola costera, pero era consciente del riesgo que corría. En cierta ocasión una ola revolcó a Ictiandro y le estrelló la cabeza contra el fondo, haciéndole perder el conocimiento. Un hombre común y corriente se habría ahogado, pero Ictiandro se recuperó en el agua.
La lluvia cesó. La corriente se lo había llevado tras la tormenta hacia oriente. Pero el viento cambió. Del norte tropical sopló un aire cálido. Las nubes comenzaron a rasgarse, formando claros. Los rayos solares se abrieron paso hacia las olas. En el sureste, en un cielo todavía oscuro y tenebroso, apareció un doble arco iris. El océano estaba desconocido. Ahora ya había perdido aquel color plomizo oscuro, para convertirse en azul con manchas esmeralda, en los lugares alcanzados por los rayos solares.
¡El sol! En un instante el cielo, el océano, la costa y hasta las lejanas montañas se transformaron. ¡Qué aire tan delicioso, liviano, húmedo queda después de la tempestad y la tormenta! Ictiandro ora respira a pleno pulmón el puro y sano aire de mar, ora pasa a respirar intensamente con las branquias. De todos los humanos sólo Ictiandro sabe lo bien que se respira después de que la tempestad, la tormenta, el viento, las olas, la lluvia mezclan el cielo con el océano, el aire con el agua, enriqueciendo así el agua en oxígeno. Eso reanima a los peces, a toda la población marina.
Tras la tempestad y la tormenta de las selvas submarinas, de las grietas en las rocas y de los caprichosos «matorrales» de corales salen pequeños peces, tras ellos los grandes, agazapados en las profundidades, y, por último, las débiles medusas, y otra morralla más menuda del fondo marino.
Un rayo de luz solar cae sobre la ola y el agua se pone verde, relucen las pequeñas burbujas, se deshace la espuma… Cerca de Ictiandro retozan sus amigos, los delfines, que lo miran con curiosidad, alegría y picardía. Brillantes sus lomos negros entre las olas, juguetean, resoplan, se persiguen. Ictiandro ríe, juega con los delfines, nada, bucea con ellos. Se le antoja que ese océano, esos delfines, ese cielo y ese sol están creados sólo para él.
Ictiandro alza la cabeza y entornando los ojos mira al Sol. Va inclinándose hacia occidente. Pronto caerá la tarde. Hoy no tiene deseos de volver a casa temprano. Seguirá meciéndose así hasta que el cielo se ponga oscuro y aparezcan las estrellas.
Pero la inactividad le aburre muy pronto. Cerca de allí perecen ahora pequeños animales marinos que requieren su ayuda y él puede salvarlos. Se incorpora y mira la lejana orilla. ¡Hacia el bajío y el banco de arena! Allí es donde más necesitan su ayuda. El oleaje está causando estragos.
Esa rabiosa marejada lanza, después de cada tormenta, a la orilla cantidades enormes de algas y habitantes del mar: medusas, cámbaros, estrellas de mar y, a veces, hasta a algún delfín descuidado. Las medusas perecen muy pronto, algunos peces consiguen llegar al agua, pero muchos perecen en la orilla. Los cámbaros casi todos retornan al océano. Hay veces que ellos mismos salen a la orilla para aprovecharse de las víctimas del oleaje. A Ictiandro le encanta salvar a los animales marinos lanzados a la orilla.
Después de cada tempestad se pasaba largas horas caminando por la orilla y salvando a cuantos aún se podía salvar. Para él era una alegría ver cómo un pez devuelto por él al agua se alejaba por sí solo. Se alegraba siempre de que peces medio dormidos, que ya nadaban de costado o panza arriba, se recuperaran. Cuando recogía en la orilla un gran pez, Ictiandro lo llevaba en brazos al agua; y si el animal comenzaba a dar coletazos, el joven reía y lo persuadía a no tener miedo y a no ser impaciente. Por supuesto, un día de hambre, se comería ese mismo pez si lo pescara en el océano. Pero ese era un mal inevitable. Aquí, en la orilla, él era el protector, el amigo, el salvador de los habitantes del mar.
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