Connie Willis - El Libro del Día del Juicio Final

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A mediados del siglo XXI, Kivrin, una audaz estudiante de historia, decide viajar en el tiempo para estudiar `in situ` una de las eras más mortíferas y peligrosas de la historia humana: la Edad Media asolada por la Peste Negra. Pero una crisis que enlaza extrañamente pasado, presente y futuro atrapa a Kivrin en uno de los años más peligrosos de la Edad Media, mientras sus compañeros de Oxford en el año 2054, atacados de repente por una enfermedad desconocida, intentan infructuosamente rescatarla. Perdida en una época de superstición y de miedo, Kivrin descubre que se ha convertido en un improbable Angel de Esperanza durante una de las horas más oscuras de la historia.
Un tour de force narrativo, una novela que explorará el miedo atemporal de la enfermedad, el sufrimiento y la indomable voluntad del espíritu humano. Con diferencia, la mejor novela de ciencia ficción de 1992 con la que Connie Willis ha obtenido los más importantes premios del género: Nebula, Hugo y Locus
`Sin ser doctrinario, éste es el libro de inspiración religiosa tan apasionado con su humanismo como Un cántico por Leibowitz de Walter M. Miller. Una historia mucho mas sencilla que su trama, mucho más vasta que el número de sus paginas. El libro del Día del Juicio Final impresiona con la fuerza de una verdad profundamente sentida` John Kessel, Science Fiction Age

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– James -advirtió Mary.

– El traje de la señorita Engle fue cosido a mano. La tela azul de su vestido fue teñida a mano usando una fórmula medieval. Y la señora Montoya ha estudiado a fondo la aldea de Skendgate donde Kivrin pasará las dos semanas.

– Si llega allí -objetó Dunworthy.

– James -terció Mary.

– ¿Qué precauciones han tomado para asegurarse de que el amistoso viajero que pasa cada una coma seis horas no decida llevarla al convento de Godstow o a un burdel en Londres, o la vea aparecer y decida que es una bruja? ¿Qué precauciones han tomado para asegurarse de que el amistoso viajero es en efecto amistoso y no uno de los asesinos que mataban al cuarenta y dos coma cinco por ciento de los viajeros?

– Probabilidad indicó que no había más de un cero coma cero cuatro por ciento de posibilidades de que alguien estuviera en ese lugar en el momento de la llegada.

– Oh, miren, aquí está Badri -señaló Mary, levantándose y colocándose entre Dunworthy y Gilchrist-. Ha sido un trabajo rápido, Badri. ¿Tienes ya el ajuste?

Badri había salido sin el abrigo. Su uniforme de laboratorio estaba húmedo y tenía la cara amoratada.

– Parece medio congelado -observó Mary-. Venga a sentarse -le acercó la silla vacía situada junto a Latimer-. Le traeré un coñac.

– ¿Tienes el ajuste? -preguntó Dunworthy.

Badri no sólo estaba húmedo, sino empapado.

– Sí -dijo, y sus dientes empezaron a castañetear.

– Muy bien -dijo Gilchrist, incorporándose y dándole una palmada en el hombro-. Pensaba que tardarías una hora. Esto requiere un brindis. ¿Tienen champán? -le preguntó al camarero, volvió a dar una palmada a Badri, y se acercó a la barra.

Badri se le quedó mirando, frotándose los brazos y tiritando. Parecía abstraído, casi aturdido.

– ¿Tienes definitivamente el ajuste? -preguntó Dunworthy.

– Sí -contestó él, todavía mirando a Gilchrist.

Mary volvió con el coñac.

– Esto le calentará un poco -dijo, tendiéndoselo-. Tome. Bébaselo. Ordenes del médico.

Él miró el vaso con el ceño fruncido, como si no supiera de qué se trataba. Los dientes aún le castañeteaban.

– ¿Qué pasa? -preguntó Dunworthy-. Kivrin está bien, ¿verdad?

– Kivrin -dijo él, todavía mirando el vaso, y entonces pareció recuperarse súbitamente. Soltó el vaso-. Tiene que venir -dijo y empezó a dirigirse hacia la puerta.

– ¿Qué ha pasado? -dijo Dunworthy, levantándose. Las figuras del belén se volcaron, y una de las ovejas rodó por la mesa y cayó al suelo.

Badri abrió la puerta al son de Good Christian Men, Rejoice .

– Badri, espere, tenemos que hacer un brindis -dijo Gilchrist, que volvía a la mesa con una botella y un puñado de vasos.

Dunworthy cogió su chaqueta.

– ¿Qué pasa? -dijo Mary, recogiendo su bolsa-. ¿No consiguió el ajuste?

Dunworthy no respondió. Cogió el abrigo y se marchó tras Badri. El técnico ya estaba en la calle, abriéndose paso entre los transeúntes como si ni siquiera estuviesen allí. Llovía intensamente, pero Badri también parecía ajeno a ese hecho. Dunworthy consiguió ponerse el abrigo, más o menos, y se zambulló en la multitud.

Algo había salido mal. Se había producido un deslizamiento, después de todo, o el estudiante de primer curso había cometido un error en los cálculos. Tal vez algo había ido mal con la propia red. Pero tenía sus modos de seguridad y de interrupción. Si algo hubiera ido mal con la red, Kivrin no habría logrado pasar. Y Badri había dicho que tenía el ajuste.

Tenía que ser el deslizamiento. Era lo único que podía haber fallado con el lanzamiento en marcha.

Ante él, Badri cruzó la calle, esquivando por los pelos una bicicleta. Dunworthy se deslizó entre dos mujeres que llevaban bolsas de compras aún más grandes que las de Mary, pasó por encima de un terrier blanco y su correa, y volvió a verlo dos puertas más allá.

– ¡Badri! -llamó. El técnico hizo ademán de volverse y chocó con una mujer de mediana edad con un gran paraguas floreado.

La mujer sostenía el paraguas ante ella, protegiéndose de la lluvia, y obviamente tampoco había visto a Badri. El paraguas, que estaba cubierto de violetas, pareció explotar hacia dentro, y luego cayó a la acera. Badri, todavía avanzando a ciegas, estuvo a punto de aterrizar encima.

– ¡Eh, mire por donde anda! -exclamó la mujer, furiosa, agarrada al filo de su paraguas-. Éste no es lugar para ir corriendo, ¿no?

Badri la miró con la misma expresión aturdida que tenía en el pub.

– Lo siento.

Dunworthy vio que se inclinaba a recoger el paraguas. Los dos parecieron luchar por encima de las violetas por un instante antes de que Badri agarrara el mango y enderezara el paraguas. Lo tendió a la mujer, cuyo redondo rostro estaba colorado por la furia, la fría lluvia o ambas cosas.

– ¿Lo siente? -espetó, alzando el mango por encima de su cabeza como si fuera a golpearlo con él-. ¿Es todo lo que tiene que decir?

Él se llevó la mano a la frente, inseguro, y entonces, como había hecho en el pub, pareció recordar dónde se hallaba y volvió a ponerse en marcha, prácticamente a la carrera. Entró en la puerta de Brasenose, y Dunworthy le siguió, cruzó el patio, entró por una puerta lateral al laboratorio, recorrió un pasillo y avanzó hasta la zona de la red. Badri estaba ya ante la consola, inclinado sobre ella, mirando la pantalla con el ceño fruncido.

Dunworthy tenía miedo de que estuviera llena de nieve, o aún peor, en blanco, pero mostraba las ordenadas columnas de cifras y matices de un ajuste.

– ¿Tienes el ajuste? -jadeó Dunworthy.

– Sí -contestó Badri. Se volvió y miró a Dunworthy. Había dejado de fruncir el ceño, pero tenía una expresión extraña y abstraída en el rostro, como si intentara concentrarse con esfuerzo-. ¿Cuándo fue…? -dijo, y empezó a tiritar. Su voz se apagó, como si hubiera olvidado qué iba a decir.

La puerta de finocristal se abrió de golpe, y entraron Gilchrist y Mary, seguidos de Latimer, que se debatía con su paraguas.

– ¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? -les preguntó Mary.

– ¿Cuándo fue qué, Badri? -demandó Dunworthy.

– ¿Es esto? -intervino Gilchrist, inclinado sobre su hombro-. ¿Qué significan todos estos símbolos? Tendrá que traducirlos para los profanos.

– ¿Cuándo fue qué? -repitió Dunworthy.

Badri se llevó la mano a la frente.

– Algo falla -declaró.

– ¿Qué? -gritó Dunworthy-. ¿El deslizamiento? ¿Es el deslizamiento?

– ¿Deslizamiento? -dijo Badri, temblando tanto que apenas pudo pronunciar la palabra.

– Badri -dijo Mary-. ¿Se encuentra bien?

Badri puso de nuevo la expresión extraña y abstraída, como si estuviera considerando la respuesta.

– No -dijo, y se desplomó sobre la consola.

3

Oyó la campana mientras pasaba. Parecía débil y metálica, como la música ambiental que sonaba en la High en Navidad. Se suponía que la sala de control estaba insonorizada, pero cada vez que alguien abría la puerta de la antesala percibía el débil y espectral sonido de los villancicos.

La doctora Ahrens había llegado primero, y luego el señor Dunworthy, y las dos veces Kivrin estuvo convencida de que habían ido a decirle que no iba a hacer el viaje, después de todo. La doctora Ahrens casi había cancelado el lanzamiento en el hospital, cuando la vacuna antiviral de Kivrin se le inflamó en una gigantesca ampolla roja en la parte interior del brazo.

– No vas a ir a ninguna parte hasta que la hinchazón desaparezca -había dicho la doctora, y se negó a darle de alta. A Kivrin todavía le picaba el brazo, pero no estaba dispuesta a decírselo a la doctora Ahrens, porque ella bien podría decírselo al señor Dunworthy, quien estaba horrorizado desde que descubrió que iba a hacer el viaje.

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