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Connie Willis: El Libro del Día del Juicio Final

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Connie Willis El Libro del Día del Juicio Final

El Libro del Día del Juicio Final: краткое содержание, описание и аннотация

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A mediados del siglo XXI, Kivrin, una audaz estudiante de historia, decide viajar en el tiempo para estudiar `in situ` una de las eras más mortíferas y peligrosas de la historia humana: la Edad Media asolada por la Peste Negra. Pero una crisis que enlaza extrañamente pasado, presente y futuro atrapa a Kivrin en uno de los años más peligrosos de la Edad Media, mientras sus compañeros de Oxford en el año 2054, atacados de repente por una enfermedad desconocida, intentan infructuosamente rescatarla. Perdida en una época de superstición y de miedo, Kivrin descubre que se ha convertido en un improbable Angel de Esperanza durante una de las horas más oscuras de la historia. Un tour de force narrativo, una novela que explorará el miedo atemporal de la enfermedad, el sufrimiento y la indomable voluntad del espíritu humano. Con diferencia, la mejor novela de ciencia ficción de 1992 con la que Connie Willis ha obtenido los más importantes premios del género: Nebula, Hugo y Locus `Sin ser doctrinario, éste es el libro de inspiración religiosa tan apasionado con su humanismo como Un cántico por Leibowitz de Walter M. Miller. Una historia mucho mas sencilla que su trama, mucho más vasta que el número de sus paginas. El libro del Día del Juicio Final impresiona con la fuerza de una verdad profundamente sentida` John Kessel, Science Fiction Age

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– Espero que el deslizamiento no signifique que se pierda Navidad -dijo Mary-. Tenía muchísimas ganas de asistir a una misa navideña medieval.

– Allí todavía faltan dos semanas para Navidad. Todavía utilizan el calendario juliano. El calendario gregoriano no se adoptó hasta 1752.

– Lo sé. Gilchrist trató el tema del calendario juliano en su discurso. Se extendió a sus anchas sobre la historia de la reforma del calendario y la discrepancia en las fechas entre el calendario antiguo y el calendario gregoriano. Por un momento pensé que iba a dibujar un diagrama. ¿A qué día están allí?

– A trece de diciembre.

– Quizá sea mejor que no sepamos la fecha exacta. Deirdre y Colin estuvieron en Estados Unidos durante un año, y yo estaba muerta de preocupación por ellos, pero desincronizada. Siempre me imaginaba que Colin era atropellado camino del colegio cuando en realidad era medianoche. Preocuparse no sirve de nada a menos que una pueda visualizar los desastres hasta el último detalle, incluyendo el clima y la hora del día. Me preocupaba no saber de qué preocuparme, y luego ya no me preocupé de nada. Quizás ocurra lo mismo con Kivrin.

Era cierto. Él había estado imaginando a Kivrin tal como la había visto por última vez, tendida entre los restos del carromato con la sien ensangrentada, pero eso era probablemente un error. Ella había partido hacía casi una hora. Aunque no hubiera aparecido ningún viajero todavía, haría frío en la carretera, y no podía imaginar a Kivrin tendida dócilmente en plena Edad Media con los ojos cerrados.

La primera vez que él viajó al pasado estuvo haciendo idas y vueltas mientras calibraban el ajuste. Lo enviaron al centro del patio en mitad de la noche, y se suponía que tenía que quedarse allí mientras hacían los cálculos del ajuste y lo recogían de nuevo. Pero estaba en Oxford en 1956, y la comprobación tardaría al menos diez minutos. Recorrió corriendo cuatro manzanas Broad abajo para ver el viejo Bodleian y a la técnico casi le dio un infarto cuando abrió la red y no lo encontró.

Kivrin no se quedaría allí tendida con los ojos cerrados, no con el mundo medieval abierto ante ella. De pronto se la imaginó, de pie con aquella ridícula capa blanca, escrutando la carretera Oxford-Bath en busca de viajeros desprevenidos, dispuesta para volver a tumbarse en un instante, grabándolo todo mientras tanto, las manos implantadas unidas en una plegaria de impaciencia y entusiasmo, y se sintió súbitamente tranquilizado.

Ella estaría perfectamente bien. Regresaría a la red al cabo de dos semanas, la capa blanca sucia más allá de todo lo imaginable, llena de historias sobre aventuras imposibles y escapadas en el último instante, cuentos para helar la sangre, sin duda, relatos que le producirían pesadillas durante semanas después de que se las narrara.

– Estará bien y tú lo sabes, James -dijo Mary, mirándole con el ceño fruncido.

– Lo sé -contestó él. Fue y trajo otra ronda de medias pintas-. ¿Cuándo dijiste que venía tu sobrino nieto?

– A las tres. Colin se quedará una semana, y no tengo ni idea de qué hacer con él. Supongo que podría llevarlo al Ashmolean. A los niños siempre les gustan los museos, ¿no? ¿La túnica de Pocahontas y todo eso?

Dunworthy recordaba la túnica de Pocahontas como un retazo tieso de materia gris muy parecido a la bufanda de Colin.

– Yo sugeriría el Museo de Historia Natural.

Hubo un tintineo y un poco de Ding Dong, Merrily on High y Dunworthy se volvió ansiosamente hacia la puerta. Su secretario se encontraba en el umbral, parpadeando.

– Tal vez debería enviar a Colin a la Torre de Carfax para que destroce el carillón -bufó Mary.

– Es Finch -dijo Dunworthy, y levantó la mano para que el otro los viera, pero Finch se dirigía ya hacia la mesa.

– Le he estado buscando por todas partes, señor -le dijo-. Algo va mal.

– ¿Con el ajuste?

El secretario pareció no comprenderle.

– ¿El ajuste? No, señor. Son las americanas. Han llegado temprano.

– ¿Qué americanas?

– Las campaneras. De Colorado. La Cofradía Femenina de Campaneras de los Estados del Oeste.

– No me digas que habéis importado más campanas navideñas -dijo Mary.

– Se suponía que debían llegar el veintidós -dijo Dunworthy a Finch.

– Estamos a veintidós -respondió Finch-. En principio iban a llegar esta tarde, pero su concierto en Exeter fue cancelado, así que han llegado antes de lo previsto. Llamé a Medieval, y el señor Gilchrist me dijo que habían salido a celebrarlo -miró la jarra vacía de Dunworthy.

– No estoy celebrando nada -replicó Dunworthy-. Estoy esperando el ajuste de uno de mis estudiantes -consultó su reloj-. Tardará al menos otra hora.

– Usted prometió que les enseñaría las campanas locales, señor.

– En realidad no eres necesario aquí -dijo Mary-. Puedo llamarte a Balliol en cuanto esté el ajuste.

– Iré cuando tengamos el ajuste -decidió Dunworthy, mirando a Mary-. Enséñeles el colegio y luego déles de almorzar. Eso les llevará una hora.

Finch no pareció muy satisfecho.

– Sólo estarán aquí hasta las cuatro. Tienen un concierto de campanas esta noche en Ely, y están ansiosas por ver las campanas de Christ Church.

– Entonces llévelas a Christ Church. Muéstreles el Gran Tom. Llévelas a la Torre de St. Martin o a dar un paseo por el New College. Yo iré en cuanto pueda.

Finch pareció a punto de preguntar algo más y entonces cambió de opinión.

– Les diré que estará usted dentro de una hora, señor -dijo, y se dirigió hacia la puerta. A mitad de camino, se detuvo y retrocedió-. Casi se me olvidaba, señor. El vicario llamó para preguntar si estaría usted dispuesto a leer el Evangelio en la misa de Nochebuena. Este año será en St. Mary the Virgin.

– Dígale que sí -contestó Dunworthy, agradecido porque hubiera cambiado el tema de las campaneras-. Y dígale también que tendremos que ir a la torre esta tarde para poder mostrar las campanas a esas americanas.

– Sí, señor. ¿Qué tal Iffley? ¿Cree que debería llevarlas a Iffley? Tienen un siglo XI muy bonito.

– Por supuesto. Llévelas a Iffley. Yo volveré en cuanto pueda.

Finch abrió la boca y volvió a cerrarla.

– Sí, señor -dijo, y salió por la puerta con el acompañamiento de The Holly and the Ivy .

– ¿No crees que has sido un poco duro con él? -preguntó Mary-. Después de todo, las americanas pueden ser terribles.

– Volverá dentro de cinco minutos para preguntarme si debe llevarlas primero a Christ Church. Ese chico no tiene la menor iniciativa.

– Creía que admirabas esta característica en los jóvenes -dijo Mary amargamente-. En cualquier caso, no se marchará corriendo a la Edad Media.

La puerta se abrió, y The Holly and the Ivy empezó otra vez.

– Debe de ser él, para preguntar qué les da de almorzar.

– Carne hervida y verduras pasadas -le dijo Mary-. A los americanos les encanta contar historias sobre nuestra pésima cocina. Dios mío.

Dunworthy miró hacia la puerta; Gilchrist y Latimer estaban allí, envueltos en un halo de luz grisácea procedente del exterior. Gilchrist sonreía de oreja a oreja y decía algo por encima de la música de las campanas. Latimer se esforzaba por cerrar un gran paraguas negro.

– Supongo que tendremos que ser civilizados e invitarlos a que se unan a nosotros.

Dunworthy recogió su abrigo.

– Sé civilizada tú si quieres. Yo no tengo ninguna intención de escuchar a esos dos felicitándose por haber enviado al peligro a una joven sin experiencia.

– Vuelves a hablar como ya sabes quién -señaló Mary-. No estarían aquí si algo hubiera salido mal. Tal vez Badri tiene ya el ajuste.

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