Connie Willis - El Libro del Día del Juicio Final

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A mediados del siglo XXI, Kivrin, una audaz estudiante de historia, decide viajar en el tiempo para estudiar `in situ` una de las eras más mortíferas y peligrosas de la historia humana: la Edad Media asolada por la Peste Negra. Pero una crisis que enlaza extrañamente pasado, presente y futuro atrapa a Kivrin en uno de los años más peligrosos de la Edad Media, mientras sus compañeros de Oxford en el año 2054, atacados de repente por una enfermedad desconocida, intentan infructuosamente rescatarla. Perdida en una época de superstición y de miedo, Kivrin descubre que se ha convertido en un improbable Angel de Esperanza durante una de las horas más oscuras de la historia.
Un tour de force narrativo, una novela que explorará el miedo atemporal de la enfermedad, el sufrimiento y la indomable voluntad del espíritu humano. Con diferencia, la mejor novela de ciencia ficción de 1992 con la que Connie Willis ha obtenido los más importantes premios del género: Nebula, Hugo y Locus
`Sin ser doctrinario, éste es el libro de inspiración religiosa tan apasionado con su humanismo como Un cántico por Leibowitz de Walter M. Miller. Una historia mucho mas sencilla que su trama, mucho más vasta que el número de sus paginas. El libro del Día del Juicio Final impresiona con la fuerza de una verdad profundamente sentida` John Kessel, Science Fiction Age

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Hace dos años le dije que quería ir, pensó Kivrin. Habían transcurrido dos años, y cuando el día anterior fue a mostrarle su disfraz, él todavía intentaba convencerla de lo contrario.

– No me gusta la forma en que Medieval está dirigiendo este lanzamiento -dijo-. Y aunque estuvieran tomando las precauciones adecuadas, una joven no tiene nada que hacer sola en la Edad Media.

– Todo está previsto -le dijo ella-. Soy Isabel de Beauvrier, hija de Gilbert de Beauvrier, un noble que vivió en el East Riding de 1276 a 1332.

– ¿Y qué está haciendo la hija de un noble en el camino de Oxford a Bath, sola?

– No lo estaba. Iba con mis sirvientes, camino de Evesham, para recoger a mi hermano, que está enfermo en el monasterio de allí, cuando fuimos asaltados por ladrones.

– Por ladrones -asintió ella, impaciente-, y transmisores de enfermedades, y caballeros bandidos, y otra gentuza peligrosa. ¿Es que no había personas agradables en la Edad Media?

– Todos estaban muy ocupados quemando a las brujas en la hoguera.

Ella decidió que sería mejor cambiar de tema.

– He venido a mostrarle mi disfraz -dijo, volviéndose despacio para que él observara su saya azul y la capa forrada de piel blanca-. Durante el lanzamiento llevaré el cabello suelto.

– No tienes nada que hacer vestida de blanco en la Edad Media -dijo él-. Sólo te ensuciarás.

Él no se mostró más optimista esta mañana. Paseaba por la estrecha zona de observación como un padre expectante. Ella estuvo preocupada toda la mañana, temiendo que de repente interrumpiera todo el proceso.

Había habido retrasos y más retrasos. El señor Gilchrist tuvo que repetirle una y otra vez cómo funcionaba el grabador, como si fuera una estudiante de primer curso. Nadie tenía fe en ella, excepto tal vez Badri, e incluso él fue enloquecedoramente cuidadoso, midiendo y volviendo a medir la zona de la red y borrando en una ocasión toda una serie de coordenadas que tuvo que volver a introducir.

Kivrin pensaba que nunca llegaría el momento de colocarse en posición, y después de haberlo hecho, fue aún peor, tendida allí con los ojos cerrados, preguntándose qué sucedía. Latimer le dijo a Gilchrist que le preocupaba la forma ortográfica del nombre que habían escogido, como si la gente de aquella época supiera leer, ¡cómo iba a importarles la ortografía! Montoya se acercó y le dijo la forma de identificar Skendgate por sus frescos del Juicio Final en la iglesia, algo que había dicho a Kivrin al menos una docena de veces antes.

Alguien, le parecía que Badri porque era el único que no le daba instrucciones, se inclinó y le movió un poco el brazo hacia el cuerpo, y le tiró de la falda. El suelo estaba duro, y algo se le clavaba en el costado, justo por debajo de las costillas. El señor Gilchrist dijo algo, y la campana empezó a sonar de nuevo.

Por favor, por favor, pensó Kivrin, al tiempo que se preguntaba si la doctora Ahrens había decidido de pronto que necesitaba otra vacuna o si Dunworthy se había marchado corriendo a la Facultad de Historia y conseguido cambiar el baremo de nuevo a diez.

Fuera quien fuese debía de tener la puerta abierta, pues aún oía la campana, aunque no lograba identificar la canción. No se trataba de una canción. Era un lento y firme tañido que se detenía y continuaba, y Kivrin pensó, lo he conseguido.

Yacía sobre el costado izquierdo, con las piernas torpemente extendidas como si hubiera sido derribada por los hombres que la habían asaltado, el brazo cubriéndole a medias la cara para protegerse del golpe que le había manchado el rostro de sangre. La posición del brazo debería permitirle abrir los ojos sin ser vista, pero no los abrió todavía. Permaneció inmóvil, intentando escuchar.

A excepción de la campana, no había ningún otro sonido. Si se encontraba tendida en una carretera del siglo XIV, tendría que haber pájaros y ardillas, al menos. Probablemente su súbita aparición o el halo de la red, que dejaba en el aire durante varios minutos partículas parecidas a escarcha, los había hecho enmudecer.

Tras un largo minuto, un pájaro trinó, y luego otro. Algo se movió cerca, se detuvo y volvió a moverse. Una ardilla del siglo XIV o un ratón de campo. Hubo un movimiento más leve, probablemente el viento en las ramas de los árboles, aunque no notaba ninguna brisa en el rostro, y en lo alto, desde muy lejos, el distante sonido de la campana.

Se preguntó por qué doblaba. Podía estar llamando a vísperas. O a maitines. Badri le había advertido que no sabía cuánto deslizamiento habría. Había querido retrasar el lanzamiento mientras hacía una serie de comprobaciones, pero el señor Gilchrist aseguró que Probabilidad había predicho un deslizamiento medio de seis coma cuatro horas.

Kivrin no sabía a qué hora había llegado. Eran las once menos cuarto cuando salió de la sala de preparación (había visto a la señora Montoya mirar su digital y le preguntó qué hora era), pero no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado después. Le habían parecido horas.

El lanzamiento estaba previsto para mediodía. Si había saltado según lo previsto y Probabilidad tenía razón en lo del deslizamiento, debían de ser las seis de la tarde, lo cual era demasiado tarde para vísperas. Y por cierto, ¿por qué seguía doblando la campana?

Podía estar llamando a misa, o a un funeral o una boda. Las campanas repicaban casi constantemente en la Edad Media, para avisar de invasiones o incendios, para ayudar a un niño perdido a encontrar el camino de vuelta a la aldea, incluso para detener tormentas. Podía estar sonando por cualquier motivo.

Si el señor Dunworthy se encontrara aquí, estaría convencido de que se trataba de un funeral. «La esperanza de vida en el siglo XIV era de treinta y ocho años -le había dicho-, y sólo llegabas a esta edad si sobrevivías al cólera, la viruela y la gangrena; y si no comías carne podrida o bebías agua contaminada o te atropellaba un caballo. O te quemaban en la hoguera por bruja.»

O si te mueres congelada, pensó Kivrin. Empezaba a sentirse aterida, aunque sólo llevaba allí tendida un ratito. Fuera lo que fuese lo que la pinchaba en el costado, le había atravesado las costillas y le hería el pulmón. El señor Gilchrist le había indicado que permaneciera tendida durante varios minutos y luego se levantara tambaleándose, como si recuperara el sentido. A Kivrin le pareció que varios minutos no era suficiente, teniendo en cuenta la valoración que Probabilidad había hecho del número de personas en la carretera. Seguro que pasarían bastantes minutos antes de que un viajero pasara por allí, y ella no estaba dispuesta a renunciar a la ventaja que le proporcionaría el hecho de parecer inconsciente.

Y era una ventaja, a pesar de la idea del señor Dunworthy de que media Inglaterra se abalanzaría sobre una mujer inconsciente para violarla mientras la otra media esperaba cerca con la pira donde pretendían quemarla. Si estaba consciente, sus rescatadores le formularían preguntas. Si no lo estaba, discutirían acerca de ella y de otras cosas. Hablarían sobre dónde llevarla y especularían acerca de quién podría ser y de dónde podría venir, especulaciones que le proporcionarían mucha más información que un simple «¿Quién eres?».

Pero ahora sentía una abrumadora urgencia por hacer lo que el señor Gilchrist había sugerido: levantarse y echar un vistazo alrededor. El suelo estaba frío, le dolía el costado, y la cabeza empezaba a latirle al compás de la campana. La doctora Ahrens le había advertido que eso sucedería. Viajar hasta tan lejos en el pasado le daría síntomas de desplazamiento temporal: dolor de cabeza, insomnio y una alteración general de los ritmos circadianos. Estaba helada. ¿Era también un síntoma del desplazamiento temporal, o estaba el suelo tan frío que penetraba rápidamente su capa forrada de piel? ¿O era el deslizamiento peor de lo que el técnico pensaba y se encontraba realmente en mitad de la noche?

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