Connie Willis - El Libro del Día del Juicio Final

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A mediados del siglo XXI, Kivrin, una audaz estudiante de historia, decide viajar en el tiempo para estudiar `in situ` una de las eras más mortíferas y peligrosas de la historia humana: la Edad Media asolada por la Peste Negra. Pero una crisis que enlaza extrañamente pasado, presente y futuro atrapa a Kivrin en uno de los años más peligrosos de la Edad Media, mientras sus compañeros de Oxford en el año 2054, atacados de repente por una enfermedad desconocida, intentan infructuosamente rescatarla. Perdida en una época de superstición y de miedo, Kivrin descubre que se ha convertido en un improbable Angel de Esperanza durante una de las horas más oscuras de la historia.
Un tour de force narrativo, una novela que explorará el miedo atemporal de la enfermedad, el sufrimiento y la indomable voluntad del espíritu humano. Con diferencia, la mejor novela de ciencia ficción de 1992 con la que Connie Willis ha obtenido los más importantes premios del género: Nebula, Hugo y Locus
`Sin ser doctrinario, éste es el libro de inspiración religiosa tan apasionado con su humanismo como Un cántico por Leibowitz de Walter M. Miller. Una historia mucho mas sencilla que su trama, mucho más vasta que el número de sus paginas. El libro del Día del Juicio Final impresiona con la fuerza de una verdad profundamente sentida` John Kessel, Science Fiction Age

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– No creo que el señor Basingame…

– Sí, bueno, ¿entonces por qué nadie sabe dónde está? ¿Y por qué no ha llamado ahora que la epidemia aparece en todos los periódicos y vids?

– Señora Montoya, yo…

– Supongo que tendré que llamar a los guías del salmón y también a los de la trucha. Si le encuentro, se lo haré saber.

Colgó por fin, y Dunworthy soltó el receptor y se quedó mirándolo, convencido de que Andrews había intentado llamar mientras estaba hablando con Montoya.

– ¿No dijo que hubo un montón de epidemias en la Edad Media? -preguntó Colin. Estaba sentado junto a la ventana con el libro en las rodillas, comiendo panecillos.

– Sí.

– Bueno, pues no las encuentro. ¿Cómo se escribe?

– Prueba con Peste Negra.

Dunworthy esperó un ansioso cuarto de hora y luego trató de llamar a Andrews otra vez. Las líneas seguían colapsadas.

– ¿Sabía que hubo Peste Negra en Oxford? -le dijo Colin. Se había ventilado los panecillos y había vuelto a las pastillas de jabón-. En Navidad. Igual que nosotros.

– La infección no puede compararse con la peste -respondió él mirando el teléfono como si pudiera hacerlo sonar con la fuerza de su voluntad-. La Peste Negra mató entre un tercio y la mitad de la población europea.

– Lo sé. Y la peste era mucho más interesante. La transmitían las ratas, y te salían esos enormes bobos…

– Bubas.

– ¡Bubas bajo los brazos, y se volvían negras y se hinchaban hasta que eran enormes y entonces te morías! La infección no hace nada de todo eso -se lamentó. Parecía decepcionado.

– No.

– Y la gripe es sólo una enfermedad. Había tres tipos de peste. La bubónica, que es la de las bubas, la neumónica, que se te metía en los pulmones y tosías sangre, y la septiescénica…

– Septicemia.

– La septicemia que se te metía en la sangre y te mataba en tres horas y el cuerpo se te ponía todo negro. ¿No es apocalíptico?

– Sí.

El teléfono sonó justo después de las once, y Dunworthy lo cogió de nuevo, pero era Mary, diciendo que no podría ir a cenar.

– Hemos tenido cinco nuevos casos esta mañana.

– Iremos al hospital en cuanto reciba mi llamada -prometió Dunworthy-. Estoy esperando que telefonee uno de mis técnicos. Voy a hacer que venga y lea el ajuste.

Mary parecía cansada.

– ¿Lo has aclarado con Gilchrist?

– ¡Gilchrist! ¡Está muy ocupado planeando enviar a Kivrin a la Peste Negra!

– De todos modos, creo que deberías decírselo. Es el decano en funciones, y sería absurdo enfrentarte con él. Si algo ha salido mal, y Andrews tiene que abortar el lanzamiento, necesitarás su cooperación -le sonrió-. Lo discutiremos cuando vengas. Y cuando estés aquí, quiero que te vacunes.

– Creía que estabais esperando el análogo.

– Sí, pero no me acaba de convencer cómo responden los casos primarios al tratamiento recomendado por Atlanta. Unos pocos muestran una leve mejoría, pero Badri está peor. Quiero que la gente de alto riesgo reciba potenciación de leucocitos-T.

A mediodía, Andrews no había llamado todavía. Dunworthy envió a Colin al hospital para que se vacunara. Regresó con aspecto dolorido.

– ¿Tan malo fue? -preguntó Dunworthy.

– Peor -dijo Colin, aupándose al asiento de la ventana-. La señora Gaddson me pilló al entrar. Me estaba frotando el brazo, y exigió saber dónde había estado y por qué me vacunaban a mí en vez de a William -miró a Dunworthy con aire de reproche-. ¡Bueno, pues duele! Ella dijo que si alguien era alto riesgo era el pobre Willy y que era absoluta necrofilia que me inyectaran a mí en vez de a él.

– Nepotismo.

– Nepotismo. Espero que el cura le encuentre un trabajo absolutamente cadavérico.

– ¿Cómo estaba tu tía Mary?

– No la vi. Estaban muy ocupados, con camas en los pasillos y todo el follón.

Colin y Dunworthy fueron por turnos a la cena de Navidad. Colin volvió al cabo de un cuarto de hora escaso.

– Las campaneras empezaron a tocar. El señor Finch me pidió que le dijera que se ha terminado el azúcar y la mantequilla, y casi no queda nata -sacó un pastelito del bolsillo de su chaqueta-. ¿Por qué nunca se quedan sin coles de Bruselas?

Dunworthy le dijo que lo avisara enseguida si llamaba Andrews y que anotara cualquier otro mensaje, y se fue a cenar. Las campaneras estaban en plena euforia, destrozando un canon de Mozart.

Finch le tendió un plato que parecía consistir casi exclusivamente en coles de Bruselas.

– Me temo que casi nos hemos quedado sin pavo, señor. Me alegro de que haya venido. Casi es la hora del mensaje de la Reina.

Las campaneras terminaron el Mozart entre aplausos entusiastas, y la señora Taylor se acercó, todavía con los guantes blancos puestos.

– Por fin le encuentro, señor Dunworthy -dijo-. No le vi en el desayuno, y el señor Finch dijo que tenía que hablar con usted. Necesitamos una sala de prácticas.

Dunworthy estuvo tentado de decir «No sabía que practicaban ustedes». Comió una col de Bruselas.

– ¿Una sala de prácticas?

– Sí. Para que podamos practicar nuestro Chicago Surprise Minor . He acordado con el capellán de Christ Church que tocaremos nuestro repique allí el día de Año Nuevo, pero tenemos que ensayar en algún sitio. Le dije al señor Finch que la sala grande de Beard sería perfecta…

– La sala común sénior.

– Pero el señor Finch dijo que la estaban utilizando como almacén de suministros.

¿Qué suministros?, pensó él. Según Finch, apenas quedaba nada, aparte de coles de Bruselas.

– Y dijo que las salas de conferencias se habilitarían como enfermería. Necesitamos un sitio tranquilo donde podamos concentrarnos. El Chicago Surprise Minor es muy complicado. Los cambios de entrada y salida y las alteraciones del final requieren una completa concentración. Y por supuesto, está el requiebro extra.

– Sí, claro.

– La sala no tiene por qué ser grande, pero sí debe estar apartada. Hemos estado practicando aquí en el comedor, pero la gente entra y sale constantemente, y el tenor no para de perder el ritmo.

– Estoy seguro de que ya encontraremos algo.

– Naturalmente, con siete campanas podríamos tocar triples, pero el North American Council tocó Triples de Filadelfia aquí el año pasado, e hizo un trabajo horrible, según he oído decir. El tenor quedó desfasado y tocó fatal. Ésa es otra de las razones por las que necesitamos una buena sala de prácticas. El compás es muy importante.

– Sí, claro -repitió Dunworthy.

La señora Gaddson apareció al fondo, con aspecto fiero y maternal.

– Me temo que estoy esperando una conferencia muy importante -dijo, poniéndose en pie para que la señora Taylor quedara entre él y la señora Gaddson.

– ¿Una conferencia? -dijo la señora Taylor, sacudiendo la cabeza-. Oh, se refiere a una llamada de larga distancia. ¡Ingleses! ¡La mitad de las veces no entiendo lo que dicen!

Dunworthy escapó por la puerta trasera, prometiendo encontrar una sala de ensayos para que pudieran perfeccionar sus redobles, y volvió a sus habitaciones. Andrews no había llamado. Había un mensaje de Montoya.

– Me pidió que le dijera «No importa» -informó Colin.

– ¿Eso es todo? ¿No dijo nada más?

– No. Sólo esta frase: «Dile al señor Dunworthy que no importa.»

Dunworthy se preguntó si por algún milagro Montoya había localizado a Basingame y conseguido su firma, o si simplemente había descubierto si prefería el salmón o las truchas. Pensó en llamarla, pero temió que las líneas escogieran ese momento para quedar libres y que Andrews telefoneara.

No lo hizo, o no lo hicieron, hasta casi las cuatro.

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