– ¿Le gusta sir Bloet a Rosemund? -preguntó Kivrin. Por supuesto que no. Se había mostrado desagradable, malhumorada, casi histérica desde que oyó que iba a venir.
– A mí me cae bien -dijo Agnes-. Va a regalarme una brida de plata cuando se casen.
Kivrin miró a Rosemund, muy adelantada ya en el camino. Sir Bloet tal vez no fuera viejo y arrugado. Eran sólo suposiciones, igual que había supuesto que lady Yvolde era su esposa. Podía ser joven, y el mal humor de Rosemund tal vez se debía sólo a los nervios. Y Rosemund podría cambiar de opinión sobre él antes de la boda. Las muchachas normalmente no se casaban hasta que tenían catorce o quince años, no antes de que empezaran a mostrar signos de maduración.
– ¿Cuándo van a casarse? -le preguntó a Agnes.
– En Pascua.
Habían llegado a otra encrucijada. Ésta era mucho más estrecha, y los dos caminos corrían casi paralelos durante un centenar de metros antes de que el que había seguido Rosemund subiera por una loma.
Doce años, y se iba a casar al cabo de tres meses. No era extraño que lady Eliwys no quisiera que sir Bloet supiera que estaban allí. Tal vez no aprobaba que Rosemund se casara tan joven, y el compromiso había sido dispuesto sólo para sacar a su padre del lío en el que estaba metido.
Rosemund subió a lo alto de la loma y galopó de vuelta junto al padre Roche.
– ¿Adónde nos lleváis? -preguntó-. Pronto llegaremos a terreno descubierto.
– Ya casi hemos llegado -dijo el padre Roche mansamente.
Ella hizo girar a su yegua y se perdió de vista colina arriba, volvió a aparecer, regresó junto a Kivrin y Agnes, hizo girar a la yegua bruscamente, y se adelantó de nuevo. Como una rata en la trampa, pensó Kivrin, buscando frenéticamente una salida.
La lluvia arreciaba. El padre Roche se cubrió la cabeza con la capucha y condujo al burro colina arriba. El animal avanzó con dificultad y luego se detuvo. El padre Roche tiró de las riendas, pero el burro se resistió.
Kivrin y Agnes le alcanzaron.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Kivrin.
– Vamos, Balaam -dijo el padre Roche, y agarró las riendas con las dos manos, pero el burro no se movió. Se debatió contra el cura, clavando en el suelo los cascos traseros y casi sentándose.
– Tal vez no le gusta la lluvia -observó Agnes.
– ¿Podemos ayudar? -preguntó Kivrin.
– No -respondió él, indicándoles que siguieran-. Continuad. Será mejor si los caballos no están aquí.
Se envolvió las riendas en la mano y se colocó detrás del animal como si intentara empujarlo. Kivrin remontó la cima con Agnes, y miró hacia atrás para asegurarse de que el burro no le coceaba en la cabeza. Empezaron a descender por el otro lado.
El bosque de abajo quedaba velado por la lluvia. La nieve del camino se estaba fundiendo ya, y el pie de la colina era un charco de barro. Había matorrales a ambos lados, cubiertos de nieve. Rosemund esperaba en lo alto de la siguiente colina. Había árboles sólo hasta la mitad de la ladera, y en la cima había nieve. Y más allá, pensó Kivrin, hay una llanura despejada y se ve la carretera, y Oxford.
– ¿Adónde vais, Kivrin? ¡Esperad! -gritó Agnes, pero Kivrin ya había desmontado de su caballo y bajaba la colina, agitando los matorrales cubiertos de nieve, intentando ver si había sauces. Los había, y tras ellos distinguió la cima de un gran roble. Lanzó las riendas del caballo sobre las ramas rojizas de los sauces y se internó en el bosquecillo. La nieve había congelado las ramas de los sauces, uniéndolas. Las agitó y la nieve le cayó encima. Una bandada de pájaros echó a volar, graznando. Kivrin se abrió paso entre las ramas nevadas y llegó al claro. Allí estaba.
Y el roble, y detrás, al otro lado de la carretera, el grupito de abedules de tronco blanco que parecía un claro. Tenía que ser el lugar del lanzamiento.
Pero no lo parecía. El claro era más pequeño, ¿no? Y el roble tenía más hojas, más nidos. Había un matorral de espinos a un lado, sus capullos púrpura oscuro asomaban entre los espinos. No recordaba que estuviera allí.
Es la nieve, pensó, hace que todo parezca más grande. Tenía casi medio metro de profundidad, y estaba lisa, intacta. No parecía que aquí hubiera habido nadie.
– ¿Éste es el lugar donde el padre Roche quiere que recojamos hiedra? -preguntó Rosemund, abriéndose paso entre los matorrales. Contempló el claro, con las manos en las caderas-. Aquí no hay hiedra.
Sí la había, ¿verdad?, en la base del roble, y también setas. Es la nieve, pensó Kivrin. Ha cubierto todos los puntos de referencia. Y las huellas, donde Gawyn había arrastrado la carreta y las cajas.
El cofre… Gawyn no había llevado el cofre a la mansión. No lo había visto porque ella lo había escondido entre unos matojos junto al camino.
Se abrió paso entre los sauces, sin intentar siquiera evitar la nieve que caía. El cofre estaría enterrado bajo la nieve también, pero no era tan profunda junto al camino, y el cofre tenía casi cuarenta centímetros de altura.
– ¡Lady Katherine! -gritó Rosemund, tras ella-. Pero ¿adónde vais ahora?
– ¡Kivrin! -dijo Agnes, un eco patético. Había intentado desmontar de su pony en medio del camino, pero se le había enganchado el pie en el estribo-. ¡Lady Kivrin, regresad!
Kivrin la miró un instante, aturdida, y luego se volvió hacia la colina.
El padre Roche estaba todavía en la cima, debatiéndose con el burro. Tenía que encontrar el cofre antes de que llegara.
– Quédate ahí, Agnes -ordenó, y empezó a escarbar la nieve bajo los sauces.
– ¿Qué buscáis? -dijo Rosemund-. ¡Aquí no hay hiedra!
– ¡Lady Kivrin, volved! -gritó Agnes.
Tal vez la nieve había doblado los sauces, y el cofre estaba más hundido. Se agachó, agarrándose a las ramas finas y quebradizas, y trató de apartar la nieve. Pero el cofre no estaba allí. Lo supo en cuanto empezó a trabajar. Los sauces habían protegido los matojos y el suelo bajo ellos. Sólo había unos pocos centímetros de nieve. Pero si éste es el lugar, debe estar aquí, pensó Kivrin, aturdida. Si éste es el lugar.
– ¡Lady Kivrin! -gritó Agnes, y Kivrin se volvió a mirarla. Había conseguido desmontar del pony y corría hacia ella.
– No corras -empezó a decir Kivrin, pero no había acabado de decirlo cuando Agnes metió el pie en uno de los surcos y cayó.
Se quedó sin aliento, y Kivrin y Rosemund la alcanzaron antes de que empezara a llorar. Kivrin la cogió en brazos y le colocó la mano en la cintura para ayudarla a incorporarse y hacerla respirar.
Agnes jadeó, y tras inspirar largamente empezó a berrear.
– Ve y llama al padre Roche -le dijo Kivrin a Rosemund-. Está en lo alto de la colina. Su burro se ha atascado.
– Ya viene -dijo Rosemund. Kivrin volvió la cabeza. El cura bajaba torpemente la colina, sin el burro, y Kivrin estuvo a punto de gritarle que no corriera también, pero él no podría oírle con el llanto de Agnes.
– Shh -dijo Kivrin-. No pasa nada. Te has quedado sin aliento, eso es todo.
El padre Roche las alcanzó, y Agnes corrió inmediatamente a sus brazos. Él la abrazó.
– Calla, Agnus -murmuró con su voz maravillosa y reconfortante-. Calla.
Sus gritos se convirtieron en sollozos.
– ¿Dónde te has hecho daño? -preguntó Kivrin, apartando la nieve de la capa de Agnes-. ¿Te has arañado las manos?
El padre Roche la volvió en sus brazos para que Kivrin pudiera quitarle los guantes blancos. Las manos estaban rojas, pero no arañadas.
– ¿Dónde te has hecho daño?
– No se ha hecho daño -dijo Rosemund-. ¡Llora porque es una cría!
– ¡No soy una cría! -estalló Agnes, con tanta fuerza que casi se zafó de los brazos del padre Roche-. Me di un golpe en la rodilla contra el suelo.
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