– No te dejaré. Vamos, el padre Roche espera.
Estaba en el camino, y en cuanto le alcanzaron, volvió a ponerse en marcha. Rosemund ya estaba muy adelantada, avanzando por el sendero cubierto de nieve.
Cruzaron un pequeño arroyo y llegaron a una encrucijada. La parte donde se encontraban se curvaba a la derecha, la otra continuaba recta durante un centenar de metros y luego hacía un brusco giro a la izquierda. Rosemund se encontraba en la encrucijada, dejando que su caballo pastara y sacudiera la cabeza para expresar su impaciencia.
Me caí del caballo blanco en una encrucijada, pensó Kivrin, intentando recordar los árboles, el camino, el arroyuelo, cualquier cosa. Había docenas de encrucijadas en los caminos que surcaban el bosque de Wychwood y ningún motivo para pensar que ésta era la que buscaba, pero por lo visto lo era. El padre Roche giró a la derecha y avanzó unos cuantos metros, y luego se internó en el bosque, guiando al burro.
No había ningún sauce donde dejó el camino, ninguna colina. Debe de estar siguiendo el camino por donde la había traído Gawyn. Kivrin recordaba que habían recorrido un buen trecho de bosque antes de llegar a la encrucijada.
Lo siguieron entre los árboles, Rosemund en último lugar, y casi inmediatamente tuvieron que desmontar y guiar a sus caballos. Roche no seguía ningún sendero. Se abría paso entre la nieve, esquivando las ramas bajas que le arrojaban nieve al cuello, y sorteando un matorral de espinos.
Kivrin intentó memorizar el escenario para poder encontrar el camino de vuelta, pero todo parecía igual. En cuanto hubiera nieve podría seguir las huellas. Tendría que volver antes de que se derritiera y marcar el camino con ramas o trozos de tela o algo. O migas de pan, como Hansel y Gretel.
Ahora comprendía cómo ellos, Blancanieves, y los distintos príncipes, se habían perdido en los bosques. Sólo habían avanzado unos cientos de metros y al mirar atrás Kivrin ya no estaba segura de en qué dirección se encontraba el camino, incluso las huellas. Hansel y Gretel podrían haber vagado durante meses sin encontrar el camino de vuelta a casa, ni la casa de la bruja tampoco.
El asno del padre Roche se detuvo.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Kivrin.
El padre Roche condujo al burro a un lado y lo ató a un aliso.
– Éste es el lugar.
No era el sitio del lanzamiento. Ni siquiera había un claro, sólo un espacio donde un roble había extendido sus ramas e impedido que crecieran otros árboles. Casi formaba una tienda, y debajo el terreno estaba tan sólo espolvoreado de nieve.
– ¿Podemos encender fuego? -preguntó Agnes, caminando bajo las ramas hasta los restos de una hoguera. Un tronco caído había sido arrastrado encima. Agnes se sentó sobre él-. Tengo frío -dijo, empujando las piedras renegridas con el pie.
No había ardido mucho tiempo. Los palos apenas estaban chamuscados. Alguien le había echado tierra encima para apagarla. El padre Roche se había arrodillado ante ella, la luz de la hoguera fluctuaba en su rostro.
– ¿Bien? -dijo Rosemund, impaciente-. ¿Recordáis algo?
Ella había estado aquí. Recordaba el fuego. Había creído que lo encendían para quemarla. Pero eso era imposible. Roche había estado en el lugar del lanzamiento. Le recordaba inclinado sobre ella mientras estaba apoyada en la rueda de la carreta.
– ¿Estáis totalmente seguro de que éste es el lugar donde me encontró Gawyn?
– Sí -dijo él, frunciendo el ceño.
– Si viene el hombre malo, le atacaré con mi daga -dijo Agnes, sacando de la hoguera uno de los palos medio consumidos y blandiéndolo en el aire. El extremo ennegrecido se rompió. Agnes se agachó junto al fuego y cogió otro palo, y luego se sentó en el suelo, con la espalda apoyada contra el tronco, y golpeó los dos palos juntos. Pedazos de carbón salieron volando en todas direcciones.
Kivrin miró a Agnes. Se había sentado contra el tronco mientras los hombres encendían el fuego, y Gawyn se inclinó sobre ella, su cabello rojo a la luz de la hoguera, y dijo algo que Kivrin no comprendió. Entonces apagó el fuego con sus botas, y el humo la cegó.
– ¿Habéis recordado quién sois? -preguntó Agnes, tirando los palos entre las piedras.
Roche todavía la miraba con el ceño fruncido.
– ¿Estáis enferma, lady Katherine? -preguntó.
– No -Kivrin trató de sonreír-. Es que… Esperaba que si veía el lugar donde me atacaron, lograría recordar.
Él la miró solemnemente durante un instante, como había hecho en la iglesia, y entonces se volvió hacia su burro.
– Venid -dijo.
– ¿Habéis recordado? -insistió Agnes, dando una palmada. Tenía los guantes cubiertos de hollín.
– ¡Agnes! -exclamó Rosemund-. Mira cómo te has ensuciado los guantes -puso a la niña bruscamente en pie-. Y también te has estropeado la capa, al sentarte en la nieve fría. ¡Niña mala!
Kivrin separó a las dos hermanas.
– Rosemund, desata el pony de Agnes -ordenó-. Es hora de recoger la hiedra -limpió la nieve de la capa de Agnes y frotó la piel blanca, pero fue en vano.
El padre Roche estaba de pie junto al asno, esperándolas, todavía con aquella expresión extraña y sobria.
– Te limpiaremos los guantes cuando lleguemos a casa -dijo Kivrin rápidamente-. Vamos, debemos ir con el padre Roche.
Kivrin cogió las riendas de la yegua y siguió a las niñas y al padre Roche por donde habían venido durante unos cuantos metros, y luego en otra dirección que los llevó casi de inmediato a un camino. No pudo ver la bifurcación, y se preguntó si estaban más lejos o en un camino completamente distinto. Todo le parecía igual: sauces y pequeños calveros y robles.
Estaba claro lo que había sucedido. Gawyn había intentado llevarla a la casa, pero ella estaba demasiado enferma. Se cayó del caballo, él la llevó al bosque, encendió una hoguera y la dejó allí, apoyada contra el tronco caído, mientras buscaba ayuda.
O tal vez había intentado encender una hoguera y quedarse allí con ella hasta la mañana, y el padre Roche vio el fuego y se acercó a ayudar, y entre los dos la llevaron a la casa. El padre Roche no sabía dónde estaba el lugar del lanzamiento. Había asumido que Gawyn la encontró allí, bajo el roble.
La imagen de él inclinado mientras Kivrin estaba apoyada contra la rueda de la carreta formaba parte de su delirio. Lo había soñado mientras yacía en la habitación, igual que había soñado las campanas, la hoguera y el caballo blanco.
– ¿Adónde vamos ahora? -preguntó Rosemund, irritada, y Kivrin sintió ganas de abofetearla-. Hay hiedra más cerca de casa. Y está empezando a llover.
Tenía razón. La niebla se estaba convirtiendo en llovizna.
– ¡Podríamos haber terminado ya, y ahora estaríamos en casa si esta cría no hubiera traído a su cachorro! -se adelantó galopando otra vez, y Kivrin ni siquiera intentó detenerla.
– Rosemund es una idiota -refunfuñó Agnes.
– Sí. Lo es. ¿Sabes qué le pasa?
– Es por culpa de sir Bloet. Va a casarse con él.
– ¿Qué? -exclamó Kivrin. Imeyne había comentado algo acerca de una boda, pero ella había supuesto que una de las hijas de sir Bloet iba a casarse con uno de los hijos de lord Guillaume-. ¿Cómo puede sir Bloet casarse con Rosemund? ¿No está casado ya con lady Yvolde?
– No -dijo Agnes; parecía sorprendida-. Lady Yvolde es su hermana.
– Pero Rosemund no es lo bastante mayor -adujo Kivrin, aunque sabía que lo era. Las niñas en el siglo XIV normalmente se prometían antes de la mayoría de edad, a veces incluso al nacer. El matrimonio en la Edad Media era un acuerdo comercial, una forma de unir tierras y aumentar el estatus social, y sin duda Rosemund había sido educada desde la edad de Agnes para casarse con alguien como sir Bloet. Pero todas las historias medievales de niñas virginales casadas con viejos arrugados y desdentados acudieron de inmediato a su mente.
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