Connie Willis - El Libro del Día del Juicio Final

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A mediados del siglo XXI, Kivrin, una audaz estudiante de historia, decide viajar en el tiempo para estudiar `in situ` una de las eras más mortíferas y peligrosas de la historia humana: la Edad Media asolada por la Peste Negra. Pero una crisis que enlaza extrañamente pasado, presente y futuro atrapa a Kivrin en uno de los años más peligrosos de la Edad Media, mientras sus compañeros de Oxford en el año 2054, atacados de repente por una enfermedad desconocida, intentan infructuosamente rescatarla. Perdida en una época de superstición y de miedo, Kivrin descubre que se ha convertido en un improbable Angel de Esperanza durante una de las horas más oscuras de la historia.
Un tour de force narrativo, una novela que explorará el miedo atemporal de la enfermedad, el sufrimiento y la indomable voluntad del espíritu humano. Con diferencia, la mejor novela de ciencia ficción de 1992 con la que Connie Willis ha obtenido los más importantes premios del género: Nebula, Hugo y Locus
`Sin ser doctrinario, éste es el libro de inspiración religiosa tan apasionado con su humanismo como Un cántico por Leibowitz de Walter M. Miller. Una historia mucho mas sencilla que su trama, mucho más vasta que el número de sus paginas. El libro del Día del Juicio Final impresiona con la fuerza de una verdad profundamente sentida` John Kessel, Science Fiction Age

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Mary cogió uno de los impresos de la enfermera y alzó la hoja marcada «Primarios».

– Toda persona con la que Badri haya tenido contacto es un contacto primario. Toda persona con la que ustedes hayan tenido contacto es un secundario. Me gustaría que hicieran una lista en esta hoja de todos los contactos que hayan tenido con Badri Chaudhuri durante los tres últimos días, y cualquier contacto de él que conozcan. En esta hoja -alzó el papel marcado «Secundarios»-, incluyan todos sus contactos con la hora en que se realizaron. Empiecen por el presente y vayan retrocediendo en el tiempo.

Metió un temp en la boca de Gilchrist, sacó un monitor portátil de su envoltorio de papel, y se lo pegó a la muñeca. La enfermera pasó los papeles a Latimer y la auxiliar. Dunworthy se sentó y empezó a llenar los suyos.

El impreso del hospital preguntaba su nombre, número de la Seguridad Social y un historial médico completo, cosa que sin duda el número de la Seguridad Social podía conseguir con más detalle que su memoria. Enfermedades. Operaciones. Vacunas. Si Mary no tenía el número de la Seguridad Social de Badri, eso significaba que seguía inconsciente.

Dunworthy no tenía ni idea de cuándo le habían puesto las últimas vacunas antivirales de principios de trimestre. Colocó un signo de interrogación al lado, pasó a la hoja de Primarios, y escribió su propio nombre en la parte superior de la columna. Latimer, Gilchrist, los dos auxiliares. No sabía sus nombres, y la mujer estaba todavía dormida. Sostenía los papeles en una mano, los brazos cruzados sobre el pecho. Dunworthy se preguntó si debería incluir en la lista los médicos y enfermeros que habían atendido a Badri a su llegada. Escribió: «Personal del Departamento de Admisiones», y luego un signo de interrogación. Montoya.

Y Kivrin, quien según Mary estaba plenamente protegida. «Algo falla», había dicho Badri. ¿Se refería a esta infección? ¿Había advertido que se ponía enfermo mientras intentaba hacer el ajuste y fue corriendo al pub para decirles que había contagiado a Kivrin?

El pub. No había nadie allí, excepto el camarero. Y Finch, pero se había marchado antes de que llegara Badri. Dunworthy levantó la hoja y escribió el nombre de Finch en «Secundarios», y luego volvió a la primera página y escribió «camarero de El Cordero y la Cruz». El pub estaba vacío, pero las calles no. Vio a Badri mentalmente, abriéndose paso entre la multitud navideña, chocando con la mujer del paraguas de flores y dejando atrás al anciano y el niñito del terrier blanco. «Toda persona con la que haya tenido contacto», había dicho Mary. Miró a Mary, quien sostenía la muñeca de Gilchrist y hacía cuidadosas entradas en un registro. ¿Intentaría tomar muestras de sangre y temperatura a todas las personas que aparecieran en las listas? Era imposible. Badri había tocado o rozado o respirado junto a docenas de personas en su larga carrera hacia Brasenose, y ni Dunworthy ni el propio Badri reconocerían a ninguna de ellas. Sin duda había entrado en contacto con muchas más camino del pub, y cada una de ellas habría entrado en contacto… ¿con cuántas más en las tiendas abarrotadas?

Después escribió: «Gran número de consumidores y peatones, High Street (?)», trazó una línea, y trató de recordar las otras ocasiones en que había visto a Badri. No le había pedido que dirigiera la red hasta hacía dos días, cuando supo por Kivrin que Gilchrist pretendía utilizar a un estudiante de primer curso.

Badri acababa de volver de Londres cuando Dunworthy le telefoneó. Kivrin estaba en el hospital ese día para su último examen, lo cual era un alivio. No pudo tener ningún contacto con él entonces, y Badri había estado en Londres antes de eso.

El martes, Badri fue a ver a Dunworthy para decirle que había revisado las coordenadas del estudiante de primero y hecho una comprobación total de sistemas. Dunworthy no estaba allí, así que le dejó una nota. Kivrin había ido a Balliol el martes también, para enseñarle su disfraz, pero eso fue por la mañana. En su nota, Badri decía que pasaría toda la mañana en la red. Y Kivrin comentó que iba a ver a Latimer en el Bodleian por la tarde. Pero podría haber vuelto a la red después, o estado allí antes de ir a enseñarle la ropa.

La puerta se abrió, y la enfermera hizo pasar a Montoya. Tenía la cazadora terrorista y los vaqueros empapados. Debía de estar lloviendo todavía.

– ¿Qué pasa? -le preguntó a Mary, quien estaba etiquetando una ampolla con la sangre de Gilchrist.

– Por lo visto -dijo Gilchrist, sujetando un algodón contra su brazo-, el señor Dunworthy no hizo que su técnico fuera debidamente inoculado antes de dirigir la red, y ahora está en el hospital con una temperatura de treinta y nueve coma cinco. Al parecer sufre algún tipo de fiebre exótica.

– ¿Fiebre? -preguntó Montoya, asombrada-. ¿No es treinta y nueve coma cinco una cifra baja?

– Son ciento tres grados Fahrenheit -explicó Mary, guardando la ampolla-. La infección de Badri probablemente sea contagiosa. Necesito hacerle algunas pruebas. Tendrá que anotar todos sus contactos y los de Badri.

– Muy bien -asintió Montoya. Se sentó en la silla que Gilchrist había dejado libre y se quitó la cazadora. Mary le pinchó el brazo y le insertó un nuevo vial y una jeringuilla desechable-. Acabemos pronto. Tengo que volver a la excavación.

– No puede volver -bufó Gilchrist-. ¿No se ha enterado? Estamos en cuarentena, gracias al descuido del señor Dunworthy.

– ¿Cuarentena? -dijo ella, y se sacudió de forma que la jeringuilla le saltó. La idea de contraer una enfermedad no la había afectado en absoluto, pero la mención de la cuarentena, sí-. Tengo que volver -suplicó a Mary-. ¿Significa eso que tengo que quedarme aquí?

– Hasta que tengamos los resultados de los análisis de sangre -dijo Mary, intentando encontrar una vena.

– ¿Cuánto tardará eso? -preguntó Montoya, intentando mirar su digital con el brazo en que trabajaba Mary-. El tipo que me trajo ni siquiera me dejó cubrir la excavación o conectar los calefactores, y allí está lloviendo a cántaros. La excavación se llenará de agua si no voy.

– Lo que se tarde en obtener las muestras de sangre de todos ustedes y hacer un recuento de anticuerpos -respondió Mary, y Montoya debió de captar el mensaje, porque enderezó el brazo y lo dejó quieto.

Mary llenó un vial con su sangre, le dio un temp, y le colocó un taquiobrazalete. Dunworthy la observó, preguntándose si se estaba ajustando a la verdad. No había dicho que Montoya pudiera marcharse después de los resultados de los análisis, sólo que tenía que quedarse allí hasta que estuvieran listos. ¿Y luego qué? ¿Los llevarían a un pabellón de aislamiento juntos o por separado? ¿O les administrarían algún tipo de medicación? ¿O harían más pruebas?

Mary le quitó a Montoya el taquiobrazalete y le tendió el último fajo de impresos.

– ¿Señor Latimer? Usted es el siguiente.

Latimer se levantó, con los papeles en la mano. Los miró confundido, luego los dejó sobre la silla en que había estado sentado y se dirigió a Mary. A mitad de camino, se dio la vuelta y regresó a por la bolsa de compras de Mary.

– Oh, gracias -dijo ella-. Déjela junto a la mesa, ¿quiere? Estos guantes están esterilizados.

Latimer soltó la bolsa, volcándola un poco. El extremo de la bufanda cayó al suelo. Metódicamente, la recogió.

– Me había olvidado por completo de que la había dejado allí -dijo Mary, observándole-. Con tanto ajetreo, yo… -se llevó a la boca la mano enguantada-. ¡Oh, Dios mío! ¡Colin! Me había olvidado de él. ¿Qué hora es?

– Las cuatro cero ocho -dijo Montoya, mirando su digital.

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