Connie Willis - El Libro del Día del Juicio Final

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A mediados del siglo XXI, Kivrin, una audaz estudiante de historia, decide viajar en el tiempo para estudiar `in situ` una de las eras más mortíferas y peligrosas de la historia humana: la Edad Media asolada por la Peste Negra. Pero una crisis que enlaza extrañamente pasado, presente y futuro atrapa a Kivrin en uno de los años más peligrosos de la Edad Media, mientras sus compañeros de Oxford en el año 2054, atacados de repente por una enfermedad desconocida, intentan infructuosamente rescatarla. Perdida en una época de superstición y de miedo, Kivrin descubre que se ha convertido en un improbable Angel de Esperanza durante una de las horas más oscuras de la historia.
Un tour de force narrativo, una novela que explorará el miedo atemporal de la enfermedad, el sufrimiento y la indomable voluntad del espíritu humano. Con diferencia, la mejor novela de ciencia ficción de 1992 con la que Connie Willis ha obtenido los más importantes premios del género: Nebula, Hugo y Locus
`Sin ser doctrinario, éste es el libro de inspiración religiosa tan apasionado con su humanismo como Un cántico por Leibowitz de Walter M. Miller. Una historia mucho mas sencilla que su trama, mucho más vasta que el número de sus paginas. El libro del Día del Juicio Final impresiona con la fuerza de una verdad profundamente sentida` John Kessel, Science Fiction Age

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Él pudo percibir el alivio en su voz. Recogió el teléfono.

– ¿Tan malo es?

– Acabamos de recibir la identificación preliminar. Es un mixovirus tipo A, sin ninguna duda. Gripe.

Él esperaba algo peor, alguna fiebre del Tercer Mundo o un retrovirus. Había sufrido la gripe en los días anteriores a las antivirales. Se había sentido fatal, congestionado, febril y dolorido durante unos cuantos días, y luego se recuperó simplemente a base de descansar y tomar líquidos.

– ¿Retirarán la cuarentena, entonces?

– No, hasta que tengamos los archivos médicos de Badri. Sigo esperando que se haya saltado su última dosis de antivirales. De lo contrario, tendremos que esperar hasta que localicemos la fuente.

– Pero se trata sólo de la gripe.

– Si hay un pequeño cambio antigénico, de un punto o dos, es sólo la gripe -corrigió ella-. Si hay un cambio mayor, es influenza, que es un asunto completamente distinto. La pandemia de la Gripe Española de 1918 era un mixovirus. Mató a veinte millones de personas. Los virus mutan cada pocos meses. Los antígenos de su superficie cambian, de forma que los hace irreconocibles para el sistema inmunológico. Por eso las vacunas son necesarias en cada estación. A pesar de ello, no sirven de nada contra grandes cambios.

– ¿Y es éste el caso?

– Lo dudo. Las mutaciones importantes sólo suceden cada diez años o así. Creo que lo más probable es que Badri no recibiera su vacuna estacional. ¿Sabes si tuvo que trasladarse a principios de trimestre?

– No. Pero es posible.

– Si tuvo algún trabajo urgente, es probable que se le olvidara, y en ese caso lo único que tiene es la gripe de este invierno.

– ¿Y Kivrin? ¿Recibió las vacunas estacionales?

– Sí, y antivirales en todo el espectro y potenciación de leucocitos-T. Está plenamente protegida.

– ¿Aunque sea influenza?

Ella vaciló una fracción de segundo.

– Si estuvo expuesta al virus a través de Badri esta mañana, está plenamente protegida.

– ¿Y si se encontró con él antes?

– Si te respondo, sólo servirá para que te preocupes -respiró hondo-. La potenciación y las antivirales se le administraron para que tuviera inmunidad total al principio del lanzamiento.

– Y Gilchrist lo adelantó dos días -dijo Dunworthy amargamente.

– Yo no habría permitido que fuera si no creyera que se encontraba bien.

– Pero no contaste con la posibilidad de que estuviera expuesta a un virus de influenza antes de marcharse siquiera.

– No, pero eso no cambia nada. Tiene inmunidad parcial, y no estamos seguros de que estuviera expuesta. Badri apenas se le acercó.

– ¿Y si estuvo expuesta antes?

– Sé que no debería de habértelo dicho -suspiró Mary-. La mayoría de los mixovirus tienen un período de incubación de doce a cuarenta y ocho horas. Aunque Kivrin estuviera expuesta hace dos días, habría tenido suficiente inmunidad para impedir que el virus se replicara lo suficiente para causar más que síntomas menores. Pero no es influenza -le palmeó el brazo-. Y estás olvidando las paradojas. Si hubiera estado expuesta, habría sido altamente contagiosa. La red no la habría dejado pasar.

Tenía razón. Las enfermedades no podían atravesar la red si existía alguna posibilidad de que los contemporáneos las contrajeran. Las paradojas no lo permitirían. La red no se habría abierto.

– ¿Cuáles son las probabilidades de que la población de 1320 sea inmune? -preguntó.

– ¿A un virus actual? Casi ninguna. Hay mil ochocientos puntos posibles de mutación. Los contemporáneos tendrían que tener todos el virus exacto, o serían vulnerables.

Vulnerables.

– Quiero ver a Badri -dijo-. Cuando llegó al pub, dijo que algo fallaba. Lo estuvo repitiendo en la ambulancia camino del hospital.

– Algo falla -contestó Mary-. Sufre una grave infección vírica.

– O sabe que ha contagiado a Kivrin. O no hizo el ajuste.

– Dijo lo contrario -ella le miró, compasiva-. Supongo que es inútil decirte que no te preocupes por Kivrin. Ya has visto cómo acabo de actuar con respecto a Colin. Pero hablaba en serio cuando dije que los dos están a salvo. Kivrin está mucho mejor que aquí, incluso entre esos ladrones y asesinos que no paras de imaginar. Al menos no tendrá que tratar con las regulaciones de cuarentena del Ministerio de Sanidad.

Él sonrió.

– O con las campaneras americanas. América no ha sido descubierta todavía -extendió la mano hacia el pomo de la puerta.

La puerta de otro extremo del pasillo se abrió de golpe y una mujer corpulenta que llevaba una maleta la atravesó.

– Está usted ahí, señor Dunworthy -gritó desde la otra punta del pasillo-. Le he estado buscando.

– ¿Es una de tus campaneras? -preguntó Mary, volviéndose a mirarla.

– Peor -contestó Dunworthy-. Es la señora Gaddson.

6

Oscurecía bajo los árboles y al pie de la colina. A Kivrin empezó a dolerle la cabeza incluso antes de llegar a los surcos helados, como si eso tuviera algo que ver con cambios microscópicos en luz o altura.

No podía ver la carreta, a pesar de que se encontraba directamente delante del pequeño cofre, y si se esforzaba la cabeza le dolía aún más. Si esto era uno de los «síntomas menores» del desplazamiento temporal, se preguntó cómo serían los mayores.

Cuando vuelva, pensó mientras avanzaba entre los matorrales, pienso tener una charla al respecto con la doctora Ahrens. Creo que subestiman los efectos debilitadores que estos síntomas pueden tener sobre un historiador. Bajar la colina la había dejado más exhausta que subirla, y tenía mucho frío.

La capa y los cabellos se le enredaron en los sauces mientras se abría paso entre los matorrales, y se hizo un largo arañazo en el brazo que inmediatamente empezó a dolerle también. Resbaló una vez y estuvo a punto de caerse, y el efecto sobre su migraña fue que la cabeza dejó de dolerle y luego la sensación de molestia volvió con fuerza redoblada.

El claro estaba casi completamente oscuro, aunque lo poco que podía ver era aún muy diáfano; no era que los colores se apagaran, sino que se hacían más profundos hacia el negro. Los pájaros se disponían a dormir. Debían de haberse acostumbrado a ella. No hicieron tanta pausa en sus revoloteos y aleteos.

Kivrin recogió rápidamente las cajas dispersas y los barrilitos rotos, y los metió en el carro. Agarró el tiro de la carreta y empezó a empujarla hacia el camino. La carreta ofreció un poco de resistencia, luego se deslizó fácilmente sobre un puñado de hojas, y al final se atascó. Kivrin hizo palanca y tiró de nuevo. La carreta avanzó unos cuantos centímetros más y se ladeó. Una de las cajas se cayó.

Kivrin la recogió y rodeó la carreta, intentando ver dónde se había atascado. La rueda derecha estaba atascada contra una raíz de árbol, pero podría sacarla si conseguía una buena palanca. No podía hacerlo por aquel lado: Medieval había golpeado con un hacha el costado para que pareciera que se había roto al volcar, y habían hecho un buen trabajo: la dejaron reducida a astillas. Le dije al señor Gilchrist que debería haberme permitido traer guantes, pensó Kivrin.

Dio la vuelta hasta el otro lado, agarró la rueda y empujó. No se movió. Se apartó las faldas y la capa y se arrodilló junto a la rueda para poder empujarla con el hombro.

La pisada estaba delante de la rueda, en un pequeño espacio despejado de hojas, apenas de la anchura del pie. Las hojas se habían arremolinado contra las raíces de los robles a cada lado. No tenían ninguna huella que pudiera verse bajo la luz grisácea, pero la pisada en la tierra era perfectamente clara.

No puede ser una pisada, pensó Kivrin. El suelo está helado. Extendió la mano hacia la marca, pensando que podría tratarse de algún juego de luces y sombras. Los surcos helados de la carretera no tenían ninguna huella. Pero la tierra cedió fácilmente bajo su mano, y la huella era lo bastante profunda para poder palparla.

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