Connie Willis - El Libro del Día del Juicio Final

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A mediados del siglo XXI, Kivrin, una audaz estudiante de historia, decide viajar en el tiempo para estudiar `in situ` una de las eras más mortíferas y peligrosas de la historia humana: la Edad Media asolada por la Peste Negra. Pero una crisis que enlaza extrañamente pasado, presente y futuro atrapa a Kivrin en uno de los años más peligrosos de la Edad Media, mientras sus compañeros de Oxford en el año 2054, atacados de repente por una enfermedad desconocida, intentan infructuosamente rescatarla. Perdida en una época de superstición y de miedo, Kivrin descubre que se ha convertido en un improbable Angel de Esperanza durante una de las horas más oscuras de la historia.
Un tour de force narrativo, una novela que explorará el miedo atemporal de la enfermedad, el sufrimiento y la indomable voluntad del espíritu humano. Con diferencia, la mejor novela de ciencia ficción de 1992 con la que Connie Willis ha obtenido los más importantes premios del género: Nebula, Hugo y Locus
`Sin ser doctrinario, éste es el libro de inspiración religiosa tan apasionado con su humanismo como Un cántico por Leibowitz de Walter M. Miller. Una historia mucho mas sencilla que su trama, mucho más vasta que el número de sus paginas. El libro del Día del Juicio Final impresiona con la fuerza de una verdad profundamente sentida` John Kessel, Science Fiction Age

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Pero eran sólo promedios.

El deslizamiento variaba de una persona a otra, y era imposible predecirlo para un lanzamiento determinado. Siglo Diecinueve había tenido uno de cuarenta y ocho días, y en zonas deshabitadas normalmente no había deslizamiento ninguno.

Y con frecuencia la cantidad parecía arbitraria, caprichosa. Cuando hicieron las primeras comprobaciones de deslizamiento para Siglo Veinte allá en los años veinte, Dunworthy se colocó en el patio vacío de Balliol y fue enviado a las dos de la madrugada del catorce de septiembre de 1956, con un deslizamiento de sólo tres minutos. Pero cuando le enviaron de nuevo a las 2.08, el deslizamiento fue de casi dos horas, y apareció casi encima de un estudiante que volvía a hurtadillas después de una noche de juerga.

Kivrin podría estar a seis meses de donde se suponía que debía estar, completamente ajena a cuándo sería el encuentro. Y Badri había ido corriendo al pub para decirle que la rescataran.

Mary entró, aún con el abrigo puesto. Dunworthy se levantó.

– ¿Es Badri? -preguntó, temiendo la respuesta.

– Todavía está en Admisiones -dijo ella-. Necesitamos su número de la Seguridad Social, y no encontramos sus archivos en el registro de Balliol.

Su pelo gris estaba revuelto de nuevo, pero por lo demás parecía tan profesional como cuando discutía con Dunworthy sobre sus estudiantes.

– No es miembro del colegio -explicó Dunworthy, sintiéndose aliviado-. Los técnicos son asignados a colegios individuales, pero son empleados oficialmente por la Universidad.

– Entonces, sus archivos deberían estar en la oficina del administrador. Bien. ¿Sabes si ha salido de Inglaterra en el último mes?

– Hizo un trabajo para Siglo Diecinueve en Hungría hace dos semanas. Ha estado en Inglaterra desde entonces.

– ¿Ha recibido alguna visita de parientes de Paquistán?

– No tiene ninguno. Es tercera generación. ¿Has averiguado lo que tiene?

Ella no le estaba escuchando.

– ¿Dónde están Gilchrist y Montoya? -preguntó.

– Le dijiste a Gilchrist que se reuniera con nosotros, pero no había llegado todavía cuando me trajeron aquí.

– ¿Y Montoya?

– Se marchó en cuanto terminó el lanzamiento.

– ¿Tienes idea de dónde puede haber ido?

No más que tú, pensó Dunworthy. También la viste marcharse.

– Supongo que volvió a Witney, a su excavación. Casi siempre está allí.

– ¿Su excavación? -dijo Mary, como si nunca hubiera oído hablar de ello.

¿Qué pasa?, pensó él. ¿Qué va mal?

– En Witney -explicó-. La granja del Fondo Nacional. Está excavando una aldea medieval.

– ¿Witney? -dijo ella, con aspecto triste-. Tendrá que volver inmediatamente.

– ¿Intento llamarla? -preguntó Dunworthy, pero Mary ya se había acercado al auxiliar que esperaba junto al carrito de té.

– Tienes que recoger a una persona en Witney -le dijo. Él soltó la taza y el plato, y se encogió de hombros-. En la excavación del Fondo Nacional. Lupe Montoya.

Salió por la puerta con él.

Dunworthy esperaba que volviera en cuanto terminara de darle las instrucciones. Cuando no lo hizo, la siguió. Ella no estaba en el pasillo, ni tampoco el auxiliar, pero a quien sí encontró fue a la enfermera de Admisiones.

– Lo siento, señor -se disculpó, obstaculizándole el paso como había hecho la recepcionista-. La doctora Ahrens pidió que la esperara aquí.

– No voy a salir del hospital. Tengo que llamar a mi secretario.

– Le traeré un teléfono, señor -dijo ella con firmeza. Se volvió y miró pasillo abajo.

Gilchrist y Latimer se acercaban.

– … espero que la señorita Engle tenga la oportunidad de observar una muerte -decía Gilchrist-. Las actitudes hacia la muerte en el siglo XIV eran muy distintas a las nuestras. La muerte era una parte común y aceptada de la vida, y los contemporáneos eran incapaces de sentir pesar.

– Señor Dunworthy -lo llamó la enfermera, tirándole del brazo-, si quiere esperar dentro, le traeré un teléfono.

Se dirigió al encuentro de Gilchrist y Latimer.

– Si me acompañan, por favor -dijo, y los condujo a la sala de espera.

– Soy rector en funciones de la Facultad de Historia -dijo Gilchrist, mirando a Dunworthy-. Badri Chaudhuri es responsabilidad mía.

– De acuerdo, señor -dijo la enfermera, cerrando la puerta-. La doctora Ahrens tratará con usted directamente.

Latimer colocó su paraguas sobre una de las sillas y la bolsa de compras de Mary en la de al lado. Por lo visto, había recogido todos los paquetes que Mary había esparcido por el suelo. Dunworthy vio la caja de la bufanda y uno de los petardos sorpresa en lo alto.

– No encontramos ningún taxi -jadeó Latimer. Se sentó junto a los paquetes-. Tuvimos que coger el metro.

– ¿De dónde es el estudiante de primer curso que iban a usar en el lanzamiento… Puhalski? -dijo Dunworthy-. Necesito hablar con él.

– ¿Acerca de qué, si no es mucho preguntar? ¿O se ha apropiado completamente de Medieval en mi ausencia?

– Es esencial leer el ajuste y asegurarse de que ella está bien.

– Le encantaría que algo saliera mal, ¿verdad? Ha estado intentando obstaculizar este lanzamiento desde el principio.

– ¿Que algo saliera mal? -estalló Dunworthy, incrédulo-. Ya ha salido mal. Badri está hospitalizado, inconsciente, y no sabemos si Kivrin está cuando o donde se supone que debe estar. Ya oyó a Badri. Dijo que algo fallaba con el ajuste. Tenemos que encontrar un técnico para que averigüe qué es.

– Yo no daría mucho crédito a lo que dice una persona bajo la influencia de drogas, dorfinas o lo que quiera que esté tomando -dijo Gilchrist-. Y debo recordarle, señor Dunworthy, que lo único que ha salido mal en este lanzamiento es la intervención de Siglo Veinte. El señor Puhalski estaba llevando a cabo su trabajo a la perfección. Sin embargo, dada su insistencia, permití que su técnico lo sustituyera. Es evidente que no debería haberlo hecho.

La puerta se abrió y todos se volvieron a mirarla. La enfermera trajo un teléfono portátil, se lo tendió a Dunworthy, y se marchó.

– Tengo que llamar a Brasenose y decirles dónde estoy -dijo Gilchrist.

Dunworthy le ignoró, conectó la pantalla visual del teléfono, y llamó al Jesús.

– Necesito los nombres y teléfonos de sus técnicos -le dijo a la secretaria del director en funciones cuando apareció en la pantalla-. Ninguno está de vacaciones, ¿verdad?

Ninguno lo estaba. Dunworthy anotó los nombres y números en uno de los panfletos, le dio las gracias al tutor sénior, y comenzó a llamar a los teléfonos de la lista.

El primer teléfono que marcó estaba comunicando. Los otros le dieron tono de comunicando antes de terminar siquiera de teclear los prefijos, y en el último una voz computarizada le interrumpió y dijo:

– Todas las líneas están ocupadas. Por favor, llame más tarde.

Llamó a Balliol, tanto al salón como a su propio despacho. No recibió respuesta en ninguno de los dos números. Finch debía haber llevado a las americanas a Londres a escuchar el Big Ben.

Gilchrist estaba a su lado, esperando para usar el teléfono. Latimer se había acercado al carrito del té e intentaba conectar la tetera eléctrica. La auxiliar despertó de su modorra para ayudarle.

– ¿Ha terminado con el teléfono? -preguntó Gilchrist, de mal talante.

– No -replicó Dunworthy, y trató de localizar a Finch de nuevo. Seguía sin haber respuesta.

Colgó.

– Exijo que haga volver a su técnico a Oxford y que saque de allí a Kivrin. Ahora. Antes de que se marche del lugar del lanzamiento.

– ¿Usted lo exige? -exclamó Gilchrist-. Debo recordarle que este lanzamiento es de Medieval, no suyo.

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