Connie Willis - El Libro del Día del Juicio Final

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A mediados del siglo XXI, Kivrin, una audaz estudiante de historia, decide viajar en el tiempo para estudiar `in situ` una de las eras más mortíferas y peligrosas de la historia humana: la Edad Media asolada por la Peste Negra. Pero una crisis que enlaza extrañamente pasado, presente y futuro atrapa a Kivrin en uno de los años más peligrosos de la Edad Media, mientras sus compañeros de Oxford en el año 2054, atacados de repente por una enfermedad desconocida, intentan infructuosamente rescatarla. Perdida en una época de superstición y de miedo, Kivrin descubre que se ha convertido en un improbable Angel de Esperanza durante una de las horas más oscuras de la historia.
Un tour de force narrativo, una novela que explorará el miedo atemporal de la enfermedad, el sufrimiento y la indomable voluntad del espíritu humano. Con diferencia, la mejor novela de ciencia ficción de 1992 con la que Connie Willis ha obtenido los más importantes premios del género: Nebula, Hugo y Locus
`Sin ser doctrinario, éste es el libro de inspiración religiosa tan apasionado con su humanismo como Un cántico por Leibowitz de Walter M. Miller. Una historia mucho mas sencilla que su trama, mucho más vasta que el número de sus paginas. El libro del Día del Juicio Final impresiona con la fuerza de una verdad profundamente sentida` John Kessel, Science Fiction Age

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Kivrin retrocedió y se arrancó la máscara empapada. Es la bubónica, se dijo, frotándose frenéticamente el pecho. Este tipo no se contagia por la saliva. Además, no puedes contraer la peste, te han vacunado. Pero también había recibido las antivirales y su potenciación de leucocitos-T. Tampoco tendría que haber contraído el virus ni haber aterrizado en 1348.

– ¿Qué ha pasado? -susurró.

No podía ser el deslizamiento. Al señor Dunworthy le preocupó que no hicieran comprobaciones, pero incluso en el peor de los casos, el lanzamiento sólo se habría desviado unas semanas, no años. Algo tenía que haber fallado en la red.

El señor Dunworthy dijo que Gilchrist no sabía qué estaba haciendo: algo había salido mal y ella había aparecido en 1348, ¿pero por qué no habían abortado el lanzamiento en cuanto advirtieron que la fecha estaba equivocada?

Él señor Gilchrist tal vez no tuviera el sentido común necesario para sacarla de allí, pero Dunworthy sí. Ni siquiera quería que hiciera el salto. ¿Por qué no había vuelto a abrir la red?

Porque yo no estaba allí, pensó. Habrían tardado al menos dos horas en conseguir el ajuste. Para entonces ya se había perdido en el bosque. Pero Dunworthy habría mantenido la red abierta. No la habría vuelto a cerrar y esperado al encuentro. La habría mantenido abierta para ella.

Casi corrió a la puerta y levantó la barra. Tenía que encontrar a Gawyn. Tenía que obligarlo a decirle dónde estaba el lugar.

El clérigo se incorporó y pasó la pierna desnuda por encima de la cama como si quisiera seguirla.

– Ayudadme -murmuró, y trató de mover la otra pierna.

– No puedo ayudaros -contestó ella, furiosa-. No pertenezco a este lugar -sacó la barra de sus huecos-. Debo encontrar a Gawyn.

Pero en cuanto lo dijo, recordó que no estaba allí, que había ido a Courcy con el enviado del obispo y sir Bloet.

Con el enviado del obispo, que tenía tanta prisa que por poco se lleva a Agnes por delante.

Soltó la barra y se volvió hacia él.

– ¿Tenían los otros la peste? -inquirió-. ¿La tenía el enviado del obispo?

Recordó su cara gris y cómo tiritaba cuando se arrebujó en su capa. Los contagiaría a todos: a Bloet y su regañona hermana y las muchachas charlatanas. Y también a Gawyn.

– Sabíais que estabais enfermo cuando llegasteis, ¿verdad? ¿Lo sabíais?

El clérigo le tendió los brazos, como un niño.

– Ayudadme -pidió, y cayó hacia atrás, con la cabeza y el hombro casi fuera de la cama.

– No merecéis ninguna ayuda. Habéis traído la peste aquí.

Llamaron a la puerta.

– ¿Quién es? -preguntó, airada.

– Roche -contestó él a través de la puerta, y Kivrin sintió una oleada de alivio, de alegría por su regreso, pero no se movió. Miró al clérigo, todavía tendido a medias en la cama. Tenía la boca abierta, y su lengua hinchada le ocupaba toda la boca.

– Dejadme entrar. He de oír su confesión.

Su confesión.

– No -dijo Kivrin.

Él volvió a llamar, esta vez con más fuerza.

– No puedo dejaros entrar. Es contagioso. Podríais caer enfermo.

– Está en peligro de muerte -insistió Roche-. Debe ser perdonado para poder entrar en el cielo.

No va a ir al cielo, pensó Kivrin. Ha traído la peste.

El clérigo abrió los ojos. Los tenía inflamados e inyectados en sangre, y había un leve rumor en su respiración. Se está muriendo, pensó ella.

– Katherine -rogó Roche.

Se está muriendo, y tan lejos de casa. Como yo. También había traído una enfermedad consigo, y si nadie había sucumbido a ella, no era porque ella se hubiera esforzado en evitarlo. Todos la habían ayudado: Eliwys, Imeyne y Roche. Podría haberlos contagiado a todos. Roche le había administrado los últimos sacramentos, le había sostenido la mano.

Kivrin levantó amablemente la cabeza del clérigo y lo acomodó en la cama. Luego se dirigió a la puerta.

– Os dejaré administrarle los últimos sacramentos -dijo, abriéndola una rendija-, pero primero he de hablaros.

Roche se había puesto sus vestiduras y se había quitado la máscara. Llevaba el santo óleo y el viático en una cesta. Los depositó en el cofre al pie de la cama, sin dejar de observar al clérigo, cuya respiración se volvía cada vez más dificultosa.

– He de oír su confesión.

– ¡No! Primero debéis escucharme -Kivrin respiró hondo-. El clérigo tiene la peste bubónica -dijo, escuchando atentamente la traducción-. Es una enfermedad terrible. Casi todos los que la contraen mueren. Se propaga por las ratas y el aliento de los enfermos, y sus ropas y pertenencias.

Le miró con ansiedad, deseando que comprendiera. Él también parecía ansioso, y no menos asombrado.

– Es una enfermedad terrible. No es como el tifus o el cólera. Ya ha matado a centenares de miles de personas en Italia y Francia, a tantas que en algunos sitios no queda nadie para enterrar a los muertos.

El sacerdote permaneció inexpresivo.

– Habéis recordado quién sois y de dónde venís -dijo, y no era una pregunta.

Cree que huía de la peste cuando Gawyn me encontró en el bosque, pensó ella. Si lo admito, pensará que he sido yo quien la ha traído. Pero no había nada acusador en su mirada, y tenía que hacerle comprender.

– Sí -dijo, y esperó.

– ¿Qué debemos hacer?

– Tenéis que impedir que los demás entren en esta habitación, y decidles que se queden en la casa y que no dejen entrar a nadie. Advertid a los aldeanos que se queden también en sus casas, y si ven una rata muerta que no se acerquen a ella. No se celebrarán más fiestas ni bailes en el prado. Los aldeanos no deben acercarse a la mansión, al patio ni a la iglesia. No deben reunirse en ninguna parte.

– Le pediré a lady Eliwys que mantenga a Agnes y Rosemund en casa, y les diré a los aldeanos que no salgan.

El clérigo emitió un sonido estrangulado desde la cama, y los dos se volvieron a mirarlo.

– ¿No podemos hacer nada para ayudar a los que ya tienen esta peste? -preguntó él, pronunciando torpemente la palabra.

Kivrin había intentado recordar qué remedios usaban los contemporáneos. Llevaban ramilletes de flores y bebían esmeraldas en polvo y aplicaban sanguijuelas a las bubas, pero nada de eso servía, y la doctora Ahrens había dicho que no importaba con qué lo hubieran intentado, porque sólo los antimicrobiales como la tetraciclina o la estreptomicina habrían funcionado, y eso no se descubrió hasta el siglo XX.

– Debemos darle líquido y mantenerlo caliente -dijo.

Roche miró al clérigo.

– Seguramente Dios le ayudará.

No lo hará, pensó ella. No lo hizo. Media Europa.

– Dios no puede ayudarnos contra la Peste Negra.

Roche asintió y cogió el santo óleo.

– Debéis poneros la máscara -señaló Kivrin, y se arrodilló para recoger el último trozo de tela. Se lo colocó a Roche sobre la nariz y la boca-. Llevadlo siempre cuando lo atendáis -dijo, esperando que Roche no advirtiera que ella no llevaba la suya.

– ¿Es Dios quien nos ha enviado esto? -preguntó Roche.

– No. No.

– ¿El Diablo entonces?

Era tentador decir que sí. La mayor parte de Europa creyó que el responsable de la Peste Negra era Satán. Y buscaron a los agentes del Diablo, torturaron a judíos y leprosos, lapidaron a ancianas, quemaron a niñas en la hoguera.

– Nadie lo ha enviado -respondió Kivrin-. Es una enfermedad. No es culpa de nadie. Dios nos ayudaría si pudiera, pero…

¿Pero qué? ¿No puede oírnos? ¿Se ha marchado? ¿No existe?

– No puede venir -terminó Kivrin mansamente.

– ¿Y nosotros debemos actuar en Su nombre? -dijo Roche.

– Sí.

Roche se arrodilló ante la cama. Inclinó la cabeza sobre las manos y luego volvió a alzarla.

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