La mano de Badri se movió. Dunworthy la miró con el ceño fruncido, preguntándose si intentaba comunicarse, pero cuando aflojó un poco la mano, los delgadísimos dedos sólo intentaron tirar de su palma, de sus dedos, de su muñeca.
Se sintió súbitamente avergonzado por estar allí torturando a Badri con preguntas, aunque no le oía, aunque no sabía que Dunworthy estaba allí, ni le importaba.
Colocó la mano de Badri sobre la sábana.
– Descansa -dijo, palmeándola amablemente-, intenta descansar.
– Dudo que pueda oírle -declaró el enfermero-. En este estado ya no son conscientes.
– Sí, lo sé -asintió Dunworthy, pero continuó sentado allí.
El enfermero ajustó el gotero, lo miró nerviosamente, y volvió a ajustarlo. Observó a Badri, ajustó el gotero por tercera vez, y por fin salió de la habitación. Dunworthy continuó sentado, viendo cómo Badri tiraba a ciegas de la sábana, intentando agarrarla pero incapaz de hacerlo. Quería incorporarse. De vez en cuando murmuraba algo, con voz demasiado baja para que resultara audible. Dunworthy le frotó el brazo amablemente, arriba y abajo. Al cabo de un rato, los movimientos del enfermo se hicieron más lentos, aunque Dunworthy no sabía si eso era un buena señal.
– Cementerio -dijo Badri.
– No. No.
Dunworthy se quedó un rato más, acariciando el brazo de Badri, pero su agitación pareció empeorar poco después. Se levantó.
– Intenta descansar -dijo, y salió.
El enfermero estaba sentado ante el mostrador, leyendo un ejemplar de Patient Care.
– Por favor, avíseme cuando… -dijo Dunworthy, y advirtió que no era capaz de terminar la frase-. Por favor, avíseme.
– Sí, señor. ¿Dónde estará usted?
Dunworthy rebuscó en su bolsillo un pedazo de papel para anotarlo y se encontró con la lista de suministros. Casi lo había olvidado.
– Estoy en Balliol, envíe un mensajero -pidió, y regresó a Suministros.
– No lo ha rellenado del todo -señaló la anciana almidonada cuando le tendió el impreso.
– Lo tengo firmado -contestó él, tendiéndole la lista-. Rellénelo usted.
Ella miró la lista con expresión de desaprobación.
– No tenemos temps ni mascarillas -sacó un frasquito de aspirinas-. Nos hemos quedado sin sintamicina y AZL.
El frasco de aspirinas contenía unas veinte tabletas. Dunworthy se lo guardó en el bolsillo y recorrió la High hasta la farmacia. Un grupito de manifestantes esperaba bajo la lluvia, empuñando pancartas que decían: ¡injusto! y «¡Abusón!». Dunworthy entró. No tenían mascarillas, y los temps y las aspirinas habían subido espantosamente de precio. Compró todas las existencias.
Se pasó toda la noche administrando los medicamentos y estudiando la gráfica de Badri, buscando alguna pista que indicara la fuente del virus. Badri había dirigido un lanzamiento in situ para Siglo Diecinueve en Hungría el diez de diciembre, pero la gráfica no decía dónde, y William, que coqueteaba con las retenidas que aún seguían en pie, no lo sabía. Los teléfonos habían vuelto a estropearse.
Seguían sin funcionar por la mañana cuando Dunworthy intentó llamar para saber del estado de Badri. Ni siquiera consiguió línea, pero en cuanto colgó, el teléfono sonó.
Era Andrews. Dunworthy apenas podía oír su voz a través de la estática.
– Lamento haber tardado tanto -se disculpó, y luego dijo algo que se perdió por completo.
– No le oigo -dijo Dunworthy.
– He dicho que he tenido dificultades para ponerme en contacto. Los teléfonos… -más estática-. Hice las comprobaciones de parámetros. Usé tres L-y-L diferentes y triangulé la… -el resto se perdió.
– ¿Cuál fue el deslizamiento máximo? -gritó al teléfono.
La línea se despejó momentáneamente.
– Seis días. Eso fue con un L-y-L de… -más estática-. Calculé las probabilidades, y el máximo posible para cualquier L-y-L en una circunferencia de cincuenta kilómetros seguía siendo de cinco años -la estática interrumpió de nuevo la conversación, y la línea se cortó.
Dunworthy colgó. La noticia tendría que haberle tranquilizado, pero no parecía capaz de experimentar ninguna emoción. Gilchrist no tenía ninguna intención de abrir la red el seis de enero, estuviera allí Kivrin o no. Fue a coger el teléfono para llamar a la Oficina de Turismo Escocesa, y entonces volvió a sonar.
– Diga, soy Dunworthy -miró la pantalla, pero las visuales sólo mostraban nieve.
– ¿Quién? -preguntó una voz de mujer que parecía ronca o agotada-. Lo siento -murmuró-. Quería llamar… -añadió algo más, demasiado confuso para que pudiera entenderse, y la visual se volvió negra.
Dunworthy esperó por si volvían a llamar, y luego se dirigió a Salvin. La campana de Magdalen daba la hora. Sonaba como un toque de difuntos en medio de la incesante lluvia. Al parecer, la señora Piantini también había oído la campana. Estaba de pie en el patio, vestida con una bata, levantando solemnemente los brazos para seguir un compás insólito.
– Al centro, mal, y a la caza -dijo mientras Dunworthy intentaba conducirla al interior.
Finch apareció, con aspecto agotado.
– Son las campanas, señor -dijo, agarrando a la mujer por el otro brazo-. La perturban. Dadas las circunstancias, creo que no deberían sonar.
La señora Piantini se libró de la mano de Dunworthy.
– Cada hombre debe ceñirse a su campana sin interrupción -declaro, furiosa.
– Estoy de acuerdo -asintió Finch, agarrando su brazo con tanta fuerza como si fuera la cuerda de una campana, y la condujo a su jergón.
Colin llegó corriendo, empapado como de costumbre y casi azul por el frío. Tenía la chaqueta abierta y llevaba la bufanda gris de Mary inútilmente colgada del cuello. Le tendió a Dunworthy un mensaje.
– Es del enfermero de Badri -dijo. Abrió un paquete de pastillas de jabón y se metió una celeste en la boca.
La nota también estaba empapada. Decía «Badri pregunta por usted», aunque la palabra «Badri» estaba tan borrosa que sólo se distinguía la B.
– ¿Dijo el enfermero si Badri estaba peor?
– No, sólo me pidió que le diera el mensaje. Y tía Mary dice que cuando llegue usted, vaya a recibir su potenciación. Me ha comentado que no sabe cuándo recibirá el análogo.
Dunworthy ayudó a Finch a acostar a la señora Piantini y corrió al hospital y luego a Aislamiento. Había una enfermera nueva, una mujer de mediana edad con los pies hinchados. Estaba sentada y los apoyaba en las pantallas. Estaba mirando un vidder portátil, pero se levantó inmediatamente cuando él entró.
– ¿Es usted el señor Dunworthy? -preguntó, bloqueándole el paso-. La doctora Ahrens dijo que fuera usted a verla inmediatamente.
Lo dijo en voz baja, incluso con amabilidad, y Dunworthy pensó que se compadecía de él. No quiere que entre a ver qué hay dentro. Quiere que Mary me lo diga primero.
– Es Badri, ¿verdad? Ha muerto.
Ella pareció genuinamente sorprendida.
– Oh, no, está mucho mejor esta mañana. ¿No ha recibido mi nota? Se ha sentado.
– ¿Sentado? -Dunworthy la miró fijamente, preguntándose si deliraba de fiebre.
– Todavía está muy débil, claro, pero su temperatura es normal y está despierto. Tiene que ver usted a la doctora Ahrens en Admisiones. Dijo que era urgente.
Él miró hacia la puerta de la habitación de Badri.
– Dígale que vendré a verlo en cuanto pueda -salió corriendo por la puerta.
Casi chocó con Colin, que al parecer iba a entrar.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó-. ¿Ha llamado alguno de los técnicos?
– Me han asignado a usted. Tía Mary dice que no se fía de que vaya a recibir su potenciación de leucocitos-T. Se supone que he de llevarlo a que se la pongan.
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