Te equivocas, pensó Kivrin. Esto no es un síntoma de ninguna enfermedad de la que yo haya oído hablar. ¿Qué podría ser? ¿Meningitis? ¿Epilepsia?
Se inclinó hacia Rosemund. La niña yacía rígida en el suelo, con los ojos cerrados, las manos convertidas en puños blancos.
– ¿Te ha hecho daño?
Rosemund abrió los ojos.
– Me ha empujado -dijo con un hilo de voz.
– ¿Puedes levantarte? -preguntó Kivrin.
Rosemund asintió y Eliwys avanzó un paso, con Agnes todavía pegada a sus faldas. Ayudaron a Rosemund a levantarse.
– Me duele el pie -dijo, apoyándose en su madre, pero enseguida pudo sostenerse sola-. De repente…
Eliwys la acompañó hasta la cama y la hizo sentarse en el cofre de madera tallada. Agnes se le acercó.
– El clérigo del obispo te saltó encima -comentó la pequeña.
El clérigo murmuró algo, y Rosemund lo miró, temerosa.
– ¿Se levantará otra vez? -preguntó a Eliwys.
– No -la tranquilizó su madre, pero ayudó a Rosemund a levantarse y la guió hasta la puerta-. Acompaña a tu hermana al hogar y siéntate con ella -le dijo a Agnes.
Agnes cogió a Rosemund de la mano y la condujo fuera.
– Cuando el clérigo se muera, lo enterrarán en el cementerio -oyó Kivrin que decía-. Como a Blackie.
El clérigo parecía ya muerto, con los ojos entornados pero ciegos. El padre Roche se arrodilló junto a él y se lo cargó fácilmente al hombro. La cabeza y los brazos del enfermo colgaron flácidos, como Kivrin había llevado a Agnes a la mansión después de la misa del gallo. Kivrin destapó rápidamente la cama y Roche lo acostó.
– Tenemos que sacarle la fiebre de la cabeza -dijo lady Imeyne, quien regresó a su pócima-. Las especias le han enfebrecido el cerebro.
– No -susurró Kivrin, mirando al sacerdote. Yacía de espaldas con las manos en los costados, con las palmas hacia arriba. La fina camisa estaba abierta por delante y le había resbalado por el hombro izquierdo, de modo que el brazo extendido quedaba al descubierto. Bajo el brazo había una hinchazón roja-. No -jadeó.
La hinchazón era roja, brillante, y casi tan grande como un huevo. Fiebre alta, lengua hinchada, intoxicación del sistema nervioso, bubas bajo los brazos y en la ingle.
Kivrin se apartó de la cama.
– No puede ser -suspiró-. Será otra cosa.
Tenía que serlo. Un furúnculo o una úlcera de algún tipo. Extendió la mano para apartar la manga.
Las manos del clérigo se retorcieron. Roche lo agarró por las muñecas, sujetándolas contra la cama. La hinchazón era dura al tacto, y a su alrededor la piel estaba negra y violácea.
– No puede ser -repitió Kivrin-. Sólo estamos en 1320.
– Esto le quitará la fiebre -dijo Imeyne. Se levantó, entumecida, sosteniendo la pócima-. Quitadle la camisa para que pueda extenderle la pócima -se dirigió a la cama.
– ¡No! -exclamó Kivrin. Tendió las manos para detenerla-. ¡Apartaos! ¡No lo toquéis!
– No digáis insensateces -replicó Imeyne. Miró a Roche-. Es una simple fiebre de estómago.
– ¡No es fiebre! -gritó Kivrin. Se volvió hacia Roche-. Soltadle las manos y apartaos de él. No es fiebre. Es la peste.
Todos ellos, Roche, Imeyne y Eliwys la miraron tan estúpidamente como Maisry.
Ni siquiera saben lo que es, pensó desesperada, porque todavía no existe, la Peste Negra no existe todavía. Ni siquiera empezó en China hasta 1333. Y no alcanzó Inglaterra hasta 1348.
– Pero lo es -declaró-. Tiene todos los síntomas. Las bubas, la lengua hinchada y las hemorragias bajo la piel.
– Es una simple fiebre de estómago -repitió Imeyne, y se dirigió a la cama.
– No… -dijo Kivrin, pero Imeyne ya se había detenido y extendió el emplasto sobre el pecho del clérigo.
– Dios se apiade de nosotros -rezó, y retrocedió, todavía sujetando la pócima.
– ¿Es el mal azul? -preguntó Eliwys, asustada.
Y de repente Kivrin lo vio todo. No habían venido aquí a causa del juicio, porque lord Guillaume tuviera problemas con el rey. Él las había enviado aquí porque había peste en Bath.
«Nuestra aya murió», había dicho Agnes. Y también había muerto el capellán de lady Imeyne, el hermano Hubard. Murió del mal azul, según le había contado la niña. Y sir Bloet había dicho que el juicio de Bath se había suspendido porque el juez estaba enfermo.
Por eso Eliwys no quería mandar noticias a Courcy y se había enfadado tanto cuando Imeyne envió a Gawyn al obispo. Porque había peste en Bath. Pero no podía ser. La Peste Negra no llegó a Bath hasta el otoño de 1348.
– ¿Qué año es? -preguntó Kivrin.
Las mujeres la miraron aturdidas; Imeyne todavía sujetaba la pócima olvidada. Kivrin se volvió hacia Roche.
– ¿Qué año es?
– ¿Estáis enferma, lady Katherine? -preguntó él ansiosamente. La cogió por las muñecas como si temiera que fuera a sufrir uno de los ataques del clérigo.
Ella apartó las manos.
– Decidme el año.
– Es el vigésimo primer año del reinado de Eduardo III -dijo Eliwys.
Eduardo tercero, no segundo. En su pánico, no logró recordar cuándo había reinado.
– Decidme el año.
– Anno Domine -murmuró el clérigo desde la cama. Intentó lamerse los labios con la lengua hinchada-. Mil trescientos cuarenta y ocho.
Enterré con mis propias manos
a cinco hijos en una sola tumba…
No hubo campanas. Ni lágrimas.
Esto es el fin del mundo.
Agniola di Tura Siena, 1347
Dunworthy pasó los dos días siguientes llamando a la lista de técnicos de Finch y a guías de pesca escoceses, e instalando otro pabellón en Bulkeley-Johnson. Quince retenidos más habían caído con la gripe, entre ellos la señora Taylor, que se había desplomado cuando sólo faltaban cuarenta y nueve toques para completar un repique.
– Se desmayó y soltó la campana -informó Finch-. Dio la vuelta con un ruido infernal y la cuerda se agitó como si estuviera viva. Se me enrolló al cuello y por poco me estrangula. La señora Taylor quiso continuar cuando volvió en sí, pero naturalmente ya era demasiado tarde. Me gustaría que hablara usted con ella, señor Dunworthy. Está muy deprimida. Dice que nunca se perdonará por haber dejado tiradas a las otras. Le dije que no era culpa suya, que a veces las cosas escapan a nuestro control, ¿no le parece?
– Sí -dijo Dunworthy.
No había conseguido encontrar a un técnico, mucho menos convencerlo de que fuera a Oxford, ni había encontrado a Basingame. Finch y él habían telefoneado a todos los hoteles de Escocia, a todos los albergues y chalets de alquiler. William había conseguido los registros de las tarjetas de crédito de Basingame, pero no había compras de equipo de pesca ni alquileres en algún pueblo escocés perdido, como Dunworthy esperaba, ni entradas después del quince de diciembre.
El sistema telefónico era cada vez más precario. El visual se cortó otra vez, y la voz grabada, anunciando que debido a la epidemia todos los circuitos estaban ocupados, interrumpía casi todas las llamadas que intentaba hacer después de sólo dos dígitos.
No se preocupaba tanto por Kivrin, puesto que la llevaba consigo, una pesada carga, mientras marcaba una y otra vez los números, esperaba ambulancias, escuchaba las quejas de la señora Gaddson. Andrews no había vuelto a telefonear, o tal vez no había conseguido comunicar. Badri murmuraba incesantemente acerca de la muerte, y las enfermeras apuntaban todos sus delirios. Mientras Dunworthy esperaba a los técnicos, a los guías de pesca, a alguien que respondiera al teléfono, repasó las palabras de Badri, en busca de alguna pista. «Negra», había dicho Badri, y «laboratorio», y «Europa».
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