Connie Willis - El Libro del Día del Juicio Final

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A mediados del siglo XXI, Kivrin, una audaz estudiante de historia, decide viajar en el tiempo para estudiar `in situ` una de las eras más mortíferas y peligrosas de la historia humana: la Edad Media asolada por la Peste Negra. Pero una crisis que enlaza extrañamente pasado, presente y futuro atrapa a Kivrin en uno de los años más peligrosos de la Edad Media, mientras sus compañeros de Oxford en el año 2054, atacados de repente por una enfermedad desconocida, intentan infructuosamente rescatarla. Perdida en una época de superstición y de miedo, Kivrin descubre que se ha convertido en un improbable Angel de Esperanza durante una de las horas más oscuras de la historia.
Un tour de force narrativo, una novela que explorará el miedo atemporal de la enfermedad, el sufrimiento y la indomable voluntad del espíritu humano. Con diferencia, la mejor novela de ciencia ficción de 1992 con la que Connie Willis ha obtenido los más importantes premios del género: Nebula, Hugo y Locus
`Sin ser doctrinario, éste es el libro de inspiración religiosa tan apasionado con su humanismo como Un cántico por Leibowitz de Walter M. Miller. Una historia mucho mas sencilla que su trama, mucho más vasta que el número de sus paginas. El libro del Día del Juicio Final impresiona con la fuerza de una verdad profundamente sentida` John Kessel, Science Fiction Age

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Se volvió hacia el encargado.

– Quiero que un equipo vaya a la excavación inmediatamente. Consiga permiso del Ministerio. Dígales que tal vez hayamos encontrado la fuente del virus -recuperó una nueva pantalla, pasó el dedo por los nombres, tecleó algo más y se echó hacia atrás, contemplando la pantalla-. Teníamos cuatro primarios sin ninguna conexión positiva con Badri. Dos de ellos estuvieron en la excavación cuatro días antes de pillar el virus. El otro visitó el lugar tres días antes.

– ¿El virus está en la excavación? -preguntó Dunworthy.

– Sí -Mary sonrió tristemente-. Me temo que, después de todo, Gilchrist tenía razón. El virus vino del pasado: de la tumba del caballero.

– Kivrin estuvo en la excavación.

Ahora fue Mary quien le miró sin comprender.

– ¿Cuándo?

– La tarde del domingo antes del lanzamiento. El diecinueve.

– ¿Estás seguro?

– Sí, me lo dijo antes de marcharse. Quería estropearse un poco las manos para que no parecieran tan cuidadas.

– Oh, Dios mío. Si estuvo expuesta cuatro días antes del lanzamiento, no había recibido aún su potenciación de leucocitos-T. Es posible que el virus se replicara e invadiera su sistema. Puede que lo haya pillado.

Dunworthy la agarró por el brazo.

– Pero eso es imposible. La red no la habría dejado pasar si hubiera el menor peligro de contagiar a los contemporáneos.

– No habría nadie a quien contagiar si el virus salió de la tumba del caballero -objetó Mary-. No si éste murió en 1318. Los contemporáneos ya lo habrían tenido. Serían inmunes -se acercó rápidamente a Montoya-. Cuando Kivrin visitó la excavación, ¿trabajó en la tumba?

– No lo sé, yo no estaba. Tuve una reunión con Gilchrist.

– ¿Quién podría saberlo? ¿Quién más estuvo allí ese día?

– Nadie. Todo el mundo se fue a casa por vacaciones.

– ¿Cómo sabía Kivrin lo que tenía que hacer?

– Los voluntarios se dejan notas unos a otros cuando se marchan.

– ¿Quién estuvo allí esa mañana? -intervino Mary.

– Badri -respondió Dunworthy, y se dirigió a Aislamiento.

Entró directamente en la habitación de Badri. Pilló desprevenida a la enfermera, que tenía los pies sobre las pantallas.

– No puede entrar sin RPE -advirtió.

Le siguió, pero Dunworthy ya estaba dentro.

Badri yacía reclinado en una almohada. Parecía débil y muy pálido, como si la enfermedad le hubiera quitado todo el color de la piel, pero levantó la cabeza cuando entró Dunworthy y empezó a hablar.

– ¿Trabajó Kivrin en la tumba del caballero? -le preguntó Dunworthy.

– ¿Kivrin? -su voz era tan débil que apenas se oía.

La enfermera llamó a la puerta.

– Señor Dunworthy, no puede entrar aquí…

– El lunes -insistió Dunworthy-. Fuiste a dejarle un mensaje donde le especificabas qué debía hacer. ¿Le pediste que trabajara en la tumba?

– Señor Dunworthy, se está usted exponiendo al virus…

Mary entró, poniéndose un par de guantes.

– No puedes estar aquí sin RPE, James.

– Se lo he dicho, doctora Ahrens, pero no me hizo caso y…

– ¿Le dejaste a Kivrin un mensaje en la excavación para que trabajara en la tumba? -insistió Dunworthy.

Badri asintió débilmente.

– Estuvo expuesta al virus -dijo Dunworthy a Mary-. El domingo. Cuatro días antes de partir.

– Oh, no -susurró Mary.

– ¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado? -preguntó Badri, e intentó incorporarse en la cama-. ¿Dónde está Kivrin? -miró de Dunworthy a Mary-. La sacaron, ¿verdad? Advirtieron lo sucedido y la rescataron, ¿no?

– Lo sucedido… -repitió Mary-. ¿A qué se refiere?

– Tienen que sacarla de allí -dijo Badri-. No está en 1320, sino en 1348.

25

– Eso es imposible -jadeó Dunworthy.

– ¿1348? -preguntó Mary, incrédula-. Pero qué dices. Ése es el año de la Peste Negra.

No puede estar en 1348, pensó Dunworthy. Andrews aseguró que el deslizamiento máximo era sólo de cinco años, y Badri confirmó las coordenadas de Puhalski.

– ¿1348? -repitió Mary. Dunworthy la vio mirar las pantallas tras Badri, como si esperara que estuviese delirando-. ¿Está seguro?

Badri asintió.

– Supe que algo fallaba en cuanto vi el deslizamiento… -parecía tan asombrado como Mary.

– No pudo producirse un deslizamiento tan importante como para que esté en 1348 -intervino Dunworthy-. Le pedí a Andrews que comprobara los parámetros. Dijo que el deslizamiento máximo era sólo de cinco años.

Badri sacudió la cabeza.

– No fue el deslizamiento. Eso fue sólo de cuatro horas. Era demasiado pequeño. El deslizamiento mínimo de un lanzamiento tan lejano al pasado tendría que haber sido al menos de cuarenta y ocho horas. El deslizamiento no había sido demasiado grande, sino demasiado pequeño. No le pregunté a Andrews cuál era el deslizamiento mínimo, sólo el máximo.

– No sé qué sucedió -prosiguió Badri-. Me dolía muchísimo la cabeza. Todo el tiempo que estuve atendiendo la red, me dolió la cabeza.

– Era el virus -asintió Mary. Parecía aturdida-. Los primeros síntomas son dolor de cabeza y desorientación -se hundió en la silla que había junto a la cama-. 1348.

1348. Dunworthy no podía creerlo. Le había preocupado que Kivrin contrajera el virus, que se hubiera producido demasiado deslizamiento, y desde el principio la pobre había estado en 1348. La plaga alcanzó Oxford en 1348. En Navidad.

– En cuanto vi lo pequeño que era el deslizamiento, comprendí que algo fallaba -murmuró Badri-, así que calculé las coordenadas…

– Dijiste que habías comprobado las coordenadas de Puhalski -le acusó Dunworthy.

– Era sólo un estudiante de primer curso. Nunca había hecho ni siquiera un remoto. Y Gilchrist no tenía la menor idea de lo que tenía entre manos. Intenté decírselo. ¿No estuvo Kivrin en el encuentro? -miró a Dunworthy-. ¿Por qué no la sacaron de allí?

– No lo sabíamos -dijo Mary, todavía aturdida-. Usted no logró decirnos nada. Deliraba.

– La plaga mató a cincuenta millones de personas -sentenció Dunworthy-. Mató a media Europa.

– James -dijo Mary.

– Intenté decírselo. Por eso fui a verlo -prosiguió Badri-. Para que pudiéramos recuperarla antes de que abandonara el lugar de encuentro.

Había intentado decírselo. Había corrido hasta el pub en mitad de la lluvia y sin abrigo para decírselo, abriéndose paso entre los transeúntes de Navidad y sus bolsas de compras y paraguas como si no estuvieran allí, y llegó mojado y medio congelado, castañeando los dientes de fiebre. Algo falla.

Intenté decírselo. « Mató a media Europa », había dicho, y « Fueron las ratas », y «¿ Qué año es ?». Había intentado advertirlo.

– Si no fue el deslizamiento, tuvo que tratarse de un error en las coordenadas -dijo Dunworthy, agarrado a los pies de la cama.

Badri se hundió contra las almohadas como un animal acorralado.

– Dijiste que las coordenadas de Pulhaski eran correctas.

– James -advirtió Mary.

– Las coordenadas son lo único que podría fallar -gritó él-. Todo lo demás habría abortado el lanzamiento. Dijiste que las habías comprobado dos veces. Dijiste que no habías encontrado ningún error.

– No pude -suspiró Badri-. Pero tampoco me fiaba. Temía que el estudiante hubiera cometido un error en los cálculos sidéreos que hubiera pasado inadvertido -su cara se puso gris-. Las volví a calcular la mañana del lanzamiento.

La mañana del lanzamiento. Cuando tenía aquel terrible dolor de cabeza. Cuando ya estaba febril y desorientado. Dunworthy lo recordó tecleando en la consola, frunciendo el ceño ante las pantallas. Le vi hacerlo, pensó. Me quedé allí plantado y vi cómo enviaba a Kivrin a la Peste Negra.

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