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Robert Sawyer: Humanos

Здесь есть возможность читать онлайн «Robert Sawyer: Humanos» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 2005, ISBN: 84-666-2135-0, издательство: Ediciones B, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Robert Sawyer Humanos

Humanos: краткое содержание, описание и аннотация

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Un experimento científico hace posible la inesperada interacción entre dos universos paralelos con la salvedad de que, en uno de ellos, la especie humana que ha predominado son los Neanderthales y no los Cormagnones, como ha ocurrido en nuestro mundo. Ponter Boddit y su hombre-compañero, Addikor Hulk, físicos neanderthales, han abierto un puente entre dos universos con su computador cuántico. Ahora se plantean volver a abrir ese paso para dar lugar al más prodigioso e intercambio cultural entre especies y universos. Como Hominidos, que obtuvo el premio Hugo en 2003, Humanos ahonda en una prodigiosa exploración cultural, un nuevo tipo de ficción antropológica que centra sus mejores virtudes no sólo en la más actual ciencia moderna, sino, sobre todo, en las complejas consecuencias culturales, humanas y antropológicas de un inesperado cruce de culturas. Humanos explora con valentía esas diferencias culturales, mostrando otras posibilidades y contemplando nuestras propias convenciones sociales, culturales y religiosas desde un nuevo punto de vista. Robert J. Sawyer es ya el mayor fenómeno de la ciencia ficción canadiense. Especialista en una ciencia ficción rigurosa que plantea cuestiones morales, ha obtenido ya más de veinticinco premios nacionales e internacionales por su obra. Con obtuvo los premios Nebula, Aurora (de la ciencia ficción canadiense) y Homer (del foro de ciencia ficción de Compuserve) y, en los últimos seis años, ha sido cinco veces finalista del premio Hugo, un récord dificilmente igualable, que ha culminado con el Hugo obtenido por .

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—Sigue pescando, cavernícola.

—Se le negó lo que quería, así que tomó lo que sólo puede ser entregado.

—No fue así…

—Dígame —susurró Ponter, doblando hacia atrás uno de los brazos de Ruskin—. Dígame cómo fue.

—Yo merecía la plaza. Pero seguían jodiéndome una y otra vez. Esas zorras seguían jodiéndome y…

—¿Y qué?

—Y por eso les demostré lo que puede hacer un hombre.

—Es usted una desgracia para los hombres —dijo Ponter—. ¿A cuántas violó? ¿A cuantas?

— Solo…

—Solo a Mary y Qaiscr?

Silencio,

Ponter apartó a Ruskin de la pared y lo volvió a golpear contra ella.

La grieta se hizo más larga.

—¿Hubo otras?

—No. Sólo…

Dobló más el brazo de Ruskin.

—¿Sólo quién? ¿Sólo quién?

La bestia aulló de dolor.

—¿Sólo quién? —repitió Ponter.

Ruskin gruñó, y luego, entre dientes, dijo:

—Sólo a Vaughan. Y a esa puta paqui…

—¿Qué? —dijo Ponter, confundido, mientras Hak pitaba.

Volvió a retorcer el brazo.

—Remtulla. Violé a Remtulla. Ponter relajó un poco su presa.

—Eso se acabó, ¿me entiende? Nunca volverá a hacerlo. Yo estaré vigilando. Otros estarán vigilando. Nunca más.

Ruskin gruñó inarticuladamente.

—Nunca más —dijo Ponter—. Haga ese juramento.

—Nun-ca… más —dijo Ruskin, los dientes todavía apretados.

—Y nunca le hablará a nadie de mi visita aquí. Si lo hace su sociedad lo castigará por sus crímenes. ¿Comprende? ¿Comprende?

Ruskin consiguió asentir.

—Muy bien —dijo Ponter, aflojando brevemente su tenaza. Pero entonces volvió a hacer chocar a Ruskin contra la pared, y esta vez un trozo de yeso se desgajó—. No, no, no está bien —continuó Ponter, ahora era él quien apretaba los dientes—. No es suficiente. No es justicia.

Apoyó su peso contra Ruskin una vez más, su entrepierna chocó contra el trasero del gliksin.

—Va a descubrir lo que es ser mujer.

El cuerpo entero de Ruskin se tensó.

—No, tío. Cristo, no… eso no…

—Es sólo justicia —dijo Ponter, buscando en su cinturón médico y sacando un inyector de gas comprimido.

El aparato siseó contra el cuello de Ruskin.

—¿Qué demonios es eso? —gritó—. No puede…

Ponter sintió a Ruskin desplomarse. Lo depositó en el suelo.

—Hak, ¿estás bien?

—Eso de antes ha sido un buen golpe —contestó el Acompañante—, pero sí, estoy ileso.

—Lo siento.

Ponter miró a Ruskin, tendido de espaldas en el suelo, hecho un guiñapo. Agarró las piernas del hombre, estirándolas.

Ponter buscó en la cintura de Ruskin. Tardó un poco, pero finalmente comprendió cómo funcionaba el cinturón. Una vez estuvo suelto, encontró el botón y la cremallera que cerraban el pantalón. Los abrió ambos.

—Deberías quitarle primero los zapatos —dijo Hak.

Ponter asintió.

—Cierto. Se me olvida que van por separado.

Se volvió hacia los pies de Ruskin y, después de algunas pruebas, desató los cordones y le quitó los zapatos. Ponter dio un respingo al notar el olor de los pies. Regresó de rodillas a la cintura de Ruskin y procedió a quitarle los pantalones. Luego le bajó la ropa interior, que resbaló por las piernas casi carentes de pelo, y finalmente se la sacó por los pies.

Por fin, Ponter contempló los genital es de Ruskin.

—Algo va mal… —dijo—. Está desfigurado.

Movió el brazo, para que la lente de Hak pudiera ver sin obstáculos.

—Sorprendente —dijo el Acompañante—. No tiene capucha en el prepucio.

—¿Qué?

—No hay piel.

—Me pregunto si todos los varones gliksins serán igual.

—Eso los convertiría en únicos entre los primates —replicó Hak.

—Bueno —dijo Ponter—, eso no influye en lo que voy a hacer…

Cornelius Ruskin recuperó el sentido al día siguiente; sabía que era de día por la luz que entraba por las ventanas del apartamento. La cabeza le daba vueltas, le dolía la garganta, tenía el codo en llamas, le dolía la espalda y sentía como si le hubieran pateado los testículos. Trató de levantar la cabeza del suelo, pero una oleada de náusea se apoderó de él, así que dejó caer la cabeza sobre el parqué. Lo intentó de nuevo un momento después, y esta vez consiguió apoyarse en un codo. Llevaba puestos la camisa y los pantalones, y también los zapatos y los calcetines. Pero tenía los cordones desatados.

«Maldita sea —pensó Ruskin—. Maldita sea.» Había oído que los neanderthales eran gays. Cristo, no estaba preparado para eso. Se tendió de lado y se llevó una mano al fondillo de los pantalones, rezando para que no estuvieran manchados de sangre. El vómito le subió a la dolorida garganta, y luchó por contenerlo tragando saliva.

«Justicia» había dicho Boddit. Justicia hubiese sido conseguir un trabajo decente, en vez de ser superado por un puñado de mujeres y minorías sin cualificar…

A Ruskin le dolía tanto la cabeza que pensó que Ponter debía de estar todavía allí dentro, golpeándole con la sartén en el cráneo una y otra vez. Cerró los ojos, tratando de hacer acopio de fuerzas. Tenía tantos achaques, tantos dolores, que no podía concentrarse en nada.

¡Maldita idea simia de justicia poética! Sólo porque se la había metido a Vaughan y Remulla, demostrándoles quién era realmente el jefe, Boddit al parecer había decidido que sería justo sodomizarlo.

Y era también sin duda una advertencia: una advertencia para que tuviera la boca cerrada, una advertencia de lo que le esperaba si alguna vez acusaba a Ponter de algo, de lo que le sucedería en la cárcel si alguna vez lo condenaban por violación…

Ruskin tomó una enorme bocanada de aire y se llevó una mano a la garganta. Notaba las marcas dejadas por los dedos del hombre-mono. Cristo, probablemente estaría cubierto de horribles cardenales.

Finalmente, la cabeza dejó de girarle lo suficiente para que intentara ponerse en pie. Usó el borde de la encimera para sujetarse, y se quedó allí, esperando a que los destellos de luz de sus ojos se apagaran. En vez de agacharse para atarse los cordones, se quitó los zapatos.

Esperó otro minuto más, hasta que la cabeza dejó de latirle lo suficiente y pensó que no se desplomaría si dejaba de sujetarse. Entonces fue cojeando por el pequeño pasillo hasta el único y cutre cuarto de baño del apartamento, pintado de un verde mareante por algún inquilino anterior. Entró y cerró la puerta, revelando un espejo de cuerpo entero agrietado en una esquina desde que lo habían atornillado a la puerta. Se soltó el cinturón y se bajó los pantalones, y entonces le dio la espalda al espejo y, preparándose para lo que pudiera ver, se bajó los calzoncillos.

Le preocupaba tener el mismo tipo de marcas de dedos en los cachetes del culo, pero no había nada, excepto una gran magulladura en un lado… que, advirtió, debía de haberse hecho cuando Ponter lo derribó por primera vez al suelo al irrumpir por la puerta.

Ruskin separó uno de los cachetes para poder echar un vistazo al esfínter. No tenía ni idea de qué esperar (¿sangre, tal vez?), pero eso no era nada extraño.

No podía imaginar que un ataque semejante no dejara ninguna marca, pero por lo visto ése había sido el caso. De hecho, por lo que parecía, no le habían hecho nada en el trasero.

Perplejo, se acercó a la taza, con los pantalones y los calzoncillos por los tobillos. Se colocó ante la taza de porcelana y se buscó el pene, lo agarró, apuntó y…

«¡No!»

¡No, no, no!

¡Por el amor de Dios, no!

Ruskin palpó, se inclinó, se enderezó y volvió tambaleándose al espejo para ver mejor.

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