Robert Silverberg - Tiempo de mutantes

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Tiempo de mutantes: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando llega el invierno, los mutantes se reúnen… Siempre han vivido en la sombra, pero cerca de la sociedad normal. Ignorados, marginados, han sobrevivido recluidos en clanes invisibles, usando sus extraordinarias facultades psíquicas para escudarse contra la intolerancia, en fanatismo y el aborrecimiento que inspira a los normales, hasta ahora…
El primer líder mutante, que ha emergido a la luz para reclamar iguales derechos que el resto de los mortales, es asesinado.
Encontrar al asesino es la difícil misión de un grupo de mutantes. Entre ellos están Michael, confuso entre la lealtad al clan y su amor por una persona normal; Melanie, sola entre los mutantes y rechazada por los normales; y Jean, que usa su poder psíquico y su sexualidad de mutante para obtener todo aquello que más desea.
Como sociedad deben luchar contra su entorno, ocultando sus miedos hasta encontrar un medio que proteja sus intimidades, sus amores y sus vidas.

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—Bien, entonces ya sabes cómo están las cosas. Quieren que me case con Jena. Que me ponga en la cola. Que me limpie los zapatos. Que sea un buen mutante.

—Pareces harto.

—Lo estoy.

—Entonces, vete.

Michael, avergonzado, movió la cabeza en gesto de negativa.

—No puedo. Quizá tú puedas hacerlo, pero mis padres se morirían del disgusto si abandonara la firma y me marchara de la ciudad.

Skerry se encogió de hombros, sacó un palillo de dientes y lo insertó entre sus labios con gesto desenvuelto.

—¿Dónde has estado? —preguntó Michael.

—Aquí y allá. El mundo es muy grande ahí fuera.

Skerry echó a andar por la playa y, con un gesto, indicó a Michael que le acompañara. Pasearon varios minutos uno al lado del otro, en silencio. Luego, Skerry se detuvo, observó detenidamente a su primo y arrojó el palillo a las olas.

—No puedes dedicarles toda tu vida. Te volverás loco, y no me refiero a la locura senil de los mutantes. Tienes más opciones de las que crees, pero, si no las aprovechas ahora, nunca lo harás. Recuerda ese famoso período de vida de los mutantes: corto y con mal final. Escapa y ve a descubrir quién eres.

—¿Como tú?

—Tal vez.

—Es más fácil decirlo que hacerlo. Además, si tú has escapado, ¿qué haces aquí?

Skerry se encogió de hombros otra vez.

—La nostalgia… —respondió—. Además, ¿qué te hace pensar que estoy aquí de verdad?

Con una sonrisa, la figura de Skerry empezó a desvanecerse por los bordes.

—Espera. No te vayas aún, Skerry.

—Lo siento, muchacho, se acaba el tiempo. Piensa en lo que te he dicho. Escapa mientras aún puedas hacerlo. Estaremos en contacto.

A Michael le pareció que lo último en desvanecerse de su primo fue la sonrisa.

Melanie dio un gran bocado a la galleta, disfrutando de su sabor intenso y delicioso. Aquél era el momento de la reunión que todos esperaban, cuando se dedicaban a intercambiar chismorreos, a admirar las más recientes incorporaciones al clan y a discutir de política. Sobre todo de política. Sí, todos esperaban aquel momento con expectación. Todos menos ella.

Observó a los niños más pequeños levitando en círculo cerca de la chimenea y, por un instante, deseó volver a ser una niña para unirse a ellos. Pero algo más que la edad la separaba del feliz grupito reunido en torno al fuego y del resto del clan que abarrotaba la estancia. Melanie era una mutante, por supuesto. Bastaba con ver sus ojos para comprobarlo. Pero era una mutante nula, disfuncional.

En el clan todos la trataban con corrección, desde luego. Con demasiada corrección. Se portaban con ella como si fuera retrasada mental, y su lástima le resultaba tan difícil de asimilar como el rechazo de los no mutantes en la escuela.

Al otro lado de la sala, Marol retenía con orgullo a su bebé, Sefrim, mientras éste dormía levitando pacíficamente sobre su regazo.

Ella tenía menos facultades que cualquier bebé mutante, se dijo Melanie.

Deseó haber abandonado la reunión con Michael. O haber llevado consigo unas píldoras de Valedrina de su madre. Empezaba a temer aquellas reuniones tanto como su hermano mayor. Incluso más. Al menos, Michael poseía facultades especiales. Ella, en cambio, no sabía muy bien qué era.

«No llores —se reprendió a sí misma—. No permitas que te vean llorar.»

¿Tenía ella la culpa de haber nacido con los ojos dorados y sin el menor rastro de poderes mutantes? ¡Ah! ¡Cuántas horas había pasado ejercitándose en su habitación, cuando creía que nadie lo sabía, rogando que sus facultades sólo fueran lentas en madurar!

Estaba destinada a ser telequinésica. Melanie lo notaba en su interior; sin embargo, por mucho que se esforzara, hasta el punto de provocarse fuertes dolores de cabeza de tanto concentrarse en mover una naranja de un extremo a otro de la habitación, o incluso de la mesa, nunca sucedía nada. La naranja permanecía quieta.

Cuando alcanzó la pubertad, Melanie empezó a abandonar sus esperanzas. A aquella edad, casi todas las chicas mutantes habían desarrollado ya su facultad. Así pues, Melanie intentó comprender su situación, aunque siguió sin aceptarla. Y cuando Michael manifestó su segunda facultad, la muchacha dedujo que había sido señalada por algún dios cruel y malévolo para recibir una tortura especial. Por algún motivo, su hermano mayor había recibido los poderes que les correspondían a ambos.

Una mano le tocó el hombro con suavidad, afectuosamente. Melanie levantó el rostro y vio a tía Zenora sonriéndole. Pensó que la esposa de tío Halden estaba hecha como anillo al dedo para su marido. Era corpulenta y bronceada, igual que él. Zenora llevaba media docena de distintivos dorados de la Unión en una manga: seis ojos dorados, enmarcados por unos brazos unidos. Zenora era miembro activo de la Unión Mutante, y siempre repartía distintivos de ésta en las reuniones del clan.

Tía Zenora la abrazó.

—¿Qué tal el instituto?

—Bien, supongo.

—Ahora debes de estar en…, déjame pensar… En segundo, ¿verdad?

—No en el último curso.

—Entonces, habrás pensado en la universidad, ¿no? ¿Quieres cursar alguna carrera? —preguntó Zenora.

Melanie se encogió de hombros.

—Papá quiere que trabaje con él.

—Me parece una buena idea.

—Supongo que lo es.

La idea de trabajar con su padre y su hermano le revolvía el estómago. Lo que deseaba Melanie era convertirse en videorreportera, en la primera videorreportera mutante. Pero tal cosa era tan improbable como que, de pronto, se pusiera a levitar y se elevara hasta el techo.

Zenora fue arrastrada a una discusión política en la que el nombre de la senadora Eleanor Jacobsen era mencionado cada tres frases. Melanie movió la cabeza. La política le aburría. Vio a su madre sentada en el viejo sofá rojo y se acercó a ella.

—Zenora siempre está agitando la bandera —comentó Sue Li con una sonrisa.

—Me parece que le gusta más hablar de política que ninguna otra cosa, ni siquiera cocinar —respondió Melanie—. Seguro que incluso se acuesta con esos distintivos de la Unión.

Jena pasó cerca de ellas, con los ojos fijos en el suelo.

—Tu hermano nos está causando problemas. Lo de esa muchacha me ha avergonzado.

—A mí no. Jena tiene cien novios. Yo lo siento por Michael.

—¿A qué te refieres? —Su madre la miró con aire severo, y Melanie notó que se ruborizaba.

—A Michael no le gusta Jena. Bueno, sí que le gusta, pero no de la manera que tú quisieras. —Melanie se movió, incómoda—. No me parece justo querer obligarle a hacer lo que él no desea.

—Eres muy leal —murmuró Sue Li, con los labios apretados en una fina línea.

En privado, Melanie consideraba a Jena una presumida, incapaz de mantener una relación personal profunda que no fuera con su espejo. Sin embargo, en aquel momento sintió un perverso placer viendo a otro, por una vez, sometido a la compasión y a la mirada escrutadora del clan. Cogió otra galleta y se preguntó si Zenora era buena cocinera porque era mutante, o a pesar de serlo.

Una cálida luz amarilla se filtraba a través de las ventanas de la cabaña que ocupaban los Ryton y se desparramaba en la oscuridad. El sol se había puesto hacía casi una hora. Michael abrió la puerta muy despacio, dispuesto a escapar al menor rastro de problemas. No vio ni a Melanie ni a su padre por ninguna parte. Su madre estaba sentada a la mesa de la cocina, leyendo, de espaldas a él. Cuando Michael entró en la estancia, alzó la vista de la pantalla de notas. Parecía cansada.

—¿Has comido?

—No.

—Quítate la chaqueta y te prepararé un bocadillo.

Las patas de madera de la silla gimieron cuando la mujer se incorporó y empezó a revolver en la cocina. El leve brillo de los oscuros cabellos de su madre, su rostro casi enmarcado por el suéter escarlata con cuello de capucha, le recordaron una lámina que había visto en cierta ocasión, una lámina japonesa de una geisha con un kimono de color fresa y un pañuelo a juego. Colgó la chaqueta y ocupó la silla que su madre había dejado vacía. Echó un vistazo al texto de la pantalla. Era un relato de terror de alguna vieja colección.

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