Abrió los ojos. El reloj indicaba que había transcurrido una hora. Pese a haberlo experimentado a menudo, a Michael siempre le sorprendía que hubiera transcurrido tanto tiempo en lo que habían parecido apenas segundos. Volvió a ajustarse la chaqueta verde para protegerse del frío.
Junto a él, los demás bostezaban, se frotaban los ojos y sonreían dulcemente. Su tía Zenora le guiñó un ojo desde el otro lado de la mesa, y Michael sonrió, pensando en las deliciosas galletitas que probablemente la mujer había guardado para más tarde. Su aroma impregnaba el aire con un tentador perfume a chocolate.
La puerta principal se abrió y entró el padre de Michael con los labios apretados.
—James, te has perdido la comunión —le dijo Halden con voz grave—. ¿Negocios, como de costumbre?
—Me temo que sí —respondió Ryton, dulcificando su expresión—. Ya sabes cuánto me disgusta faltar a ella, sobre todo ahora que tú eres el Guardián del Libro, Halden.
—Bien, primo, aún queda la sesión de mañana —asintió Halden—. Ven a tomar una copa.
Los dos hombres se abrazaron brevemente, dándose unas palmadas en la espalda.
«¡Qué extraña pareja!», se dijo Michael. Su padre era rubio y delgado, mientras que su tío era moreno y parecía un oso. Sin embargo, eran muchos sus parientes mutantes que no guardaban el menor parecido. Tal hecho tenía una explicación en las Crónicas, como bien sabía. En las Crónicas había explicación para todo, si uno buscaba lo suficiente, pero estaban escritas en aquel lenguaje arcaico, no científico, que no contribuía a despejar las dudas del muchacho.
Los mutantes habían aparecido por primera vez hacía más de seiscientos años. Al parecer, les había precedido un fenómeno meteorológico de algún tipo. Las Crónicas hablaban de cielos de los que llovía sangre y de vacas que parían terneros con dos cabezas. Sin embargo, por lo que Michael había estudiado, en el siglo XV este tipo de prodigios se producía continuamente.
También sabía que tanto los científicos mutantes como los teóricos normales consideraban que la exposición a cierto tipo de radiaciones potenciaba una tendencia natural hacia la mutación. Tal vez se había producido una lluvia de cometas o de meteoritos que había provocado toda clase de mutaciones en la generación inmediatamente posterior al suceso. Muchas de ellas habían sido inviables: mutaciones extrañas, estériles, condenadas. Sin embargo, algunas estirpes mutantes de Homo sapiens sobrevivieron y prosperaron. Sus capacidades mentales estaban potenciadas. Algunos mutantes desarrollaron facultades telepáticas en diferentes grados, y otros adquirieron poderes telequinésicos, también de diferente alcance y fuerza. De vez en cuando, un mutante presentaba más de una facultad: precognitivo, nublador de la percepción, telepirógeno. Esporádicamente, surgía alguno dotado de una facultad o una energía grandiosas, pero eran casos extraordinarios. Los poderes de los mutantes eran huidizos y, a menudo, difíciles de controlar.
Los ojos constituían un extraño carácter secundario sobre el cual había muchas teorías. Durante la mitad del año, Michael consideraba que todo aquello sonaba bastante a cuento de hadas. Hasta que llegaba de nuevo la temporada de los mutantes en el ciclo anual.
Cuando era niño, siempre había escuchado con cautivada atención la historia del clan, que se contaba cada año durante la lectura ritual. Ahora, casi habría sido capaz de repetirla dormido. La historia narraba la lucha de sus antepasados por la supervivencia, dolorosamente conscientes de sus extraños poderes y de la posibilidad de reacciones violentas, motivadas por el pánico de la mayoría «normal». Por eso habían creado enclaves protegidos de las miradas curiosas y de las preguntas comprometedoras. Durante siglos, los mutantes habían vivido marginados de la sociedad, como ladrones, alquimistas, brujos y hechiceros. Algunos habían sido quemados en la hoguera, mientras que otros habían llevado una vida de lujo inimaginable. Una parte de ellos se había dedicado al circo, pues los mutantes resultaban buenos feriantes…, y mejores desvalijadores de casas.
Extraños, solitarios y reservados, sobrevivieron y se multiplicaron, pero siempre bajo numerosas sombras. Además del temor a su descubrimiento público y a su persecución en épocas pasadas, los mutantes habían tenido que afrontar el hecho de que sus vidas eran más breves que las del Homo sapiens normal. Con frecuencia, los varones mutantes morían antes de cumplir los sesenta. Sobrevivir más tiempo era arriesgarse a la locura. Michael había escuchado con escalofríos las historias de los lugares apartados donde, mantenidos por el clan, deliraban los ancianos, lejos de los ojos y oídos normales. El índice de suicidios entre los mutantes adultos doblaba al de la población normal. Y, a cambio de la brevedad de sus vidas, disfrutaban de unos poderes que resultaban, como mínimo, inestables y de poco fiar.
Comunidades dentro de comunidades. La estirpe mutante había sido preservada mediante una cuidadosa endogamia. Y el precio de ésta era caro. No resultaba extraño que la gente como su padre recelase de mostrarse a la curiosidad pública. Los mutantes estaban orgullosos de su herencia y no se sentían seguros de la reacción de los normales, ni siquiera ahora. A Michael, en cambio, la idea de pasarse la vida encerrado con su familia en aquel lugar empezaba a resultarle insoportable. Cuatro años de universidad le habían mostrado un mundo deslumbrante y lleno de posibilidades fuera del clan.
El joven miró a su alrededor y vio un grupo numeroso y tierno que, probablemente, jamás comprendería lo que sentía. Tío Halden tenía los huesos grandes y un vientre generoso. En oposición a su solidez osuna, el padre de Michael era mucho más bajo, delgado, rubio y de tez más dorada. Michael sabía que se parecía a su padre, aunque los orígenes asiáticos de su madre habían proporcionado un tono un poco más intenso a su piel y un aire algo más exótico a sus ojos. Pero era sólo un ingrediente más en el caldero mutante. En el fondo, Michael estaba convencido de que los mutantes eran cien por cien Homo sapiens. Respecto a la naturaleza de aquellos extraños genes mutantes…, bueno, que se ocuparan de eso los genetistas del clan.
Había oído hablar de mutantes con un solo ojo, con la piel escamosa o con siete dedos en cada mano, pero se rumoreaba que vivían recluidos en la Costa Oeste. Dio gracias de que su rasgo físico más destacado fuera el pliegue epicántico que le arrugaba los párpados, gracias a Sue Li Ryton, su madre. Melanie, con su cabello oscuro, tenía un aire un poco más asiático, y Jimmy era, de los tres, el más parecido a su madre.
Michael buscó a su bromista hermano menor, pero no lo vio en la sala. Probablemente estaría dándole un sobresalto mental a alguien en alguna parte. Y, sin duda, lo haría con toda impunidad. Por alguna razón, su padre siempre conseguía pasar por alto las transgresiones de Jimmy.
La reunión parecía haber terminado. Michael se encaminó hacia la puerta. Aquellas reuniones del clan empezaban a resultarle aburridas por lo predecible, y quería estar un rato a solas. Una vez que volvieran a casa, dispondría de muy poco tiempo; le esperaba un viaje a Washington y, después, los contratos de la NASA.
—¿Tan temprano te vas, Michael? —La voz de James Ryton, con un tono agudo de desaprobación, hendió el aire de la estancia como un cuchillo y le detuvo a media zancada—. Bueno, me alegro de que te dejaras caer por aquí.
Michael hizo caso omiso de la ironía.
—Sólo quería respirar un poco de aire fresco.
—¿Con este frío? —Su padre le miró a los ojos—. ¿Qué sucede? ¿Acaso tu familia no es una compañía suficientemente buena?
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