Robert Silverberg - La Faz de las Aguas

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La Faz de las Aguas: краткое содержание, описание и аннотация

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Catorce son los seres humanos que a bordo del Reina de Hydros navegan por los peligrosos mares de un planeta acuático perdido en el espacio. Descendientes de los antiguos colonos terrestres, detestados por los aborígenes anfibios a causa de su voracidad y violencia, han sido desterrados por éstos. El suyo es un viaje a ninguna parte. Excepto que se considere una parte a un lugar envuelto en mitos y raros misterios, denominado La Faz de las Aguas. El capitán Delagard, un psicópata; el padre Quillan, en busca de una fe que ha perdido; el doctor Lawler, un hombre cínico y solitario. son algunos de los tripulantes de la nave. Una tripulación tan peligrosa para ella misma como las terribles asechanzas de un mar hostil.
es una odisea de proporciones épicas, la parábola de un viaje de iniciación. En ella, Silverberg ha construido uno de los planetas más inquietantes e imaginativos de la ficción científica y una novela de intenso, insondable esplendor.

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—¿Qué planes tienes, en ese caso?

—Lo que tenemos que hacer ahora —dijo Delagard, hablando lenta y cuidadosamente desde una casi insondable profundidad de fatiga—, es calcular el rumbo que nos llevará hacia las aguas pobladas del norte. Somos once personas; siempre podrán encontrar espacio para once personas, no importa lo apretados que estén.

—A mí eso me parece bien.

—Supuse que sería así.

—De acuerdo, entonces. Ahora ve a descansar un poco, Nid. El resto de nosotros vamos a salir de aquí ahora mismo. Felk sabe navegar, y los demás giraremos las velas y a media tarde estaremos a cientos de kilómetros de aquí con rumbo a algún sitio, a toda la velocidad de que seamos capaces —Lawler empujó a Delagard hacia la escalerilla que descendía del puente—. Vete, antes de que te caigas redondo.

—No —dijo Delagard—. Ya te lo he dicho, sigo siendo el capitán. Si tenemos que salir de aquí, será conmigo al timón.

—De acuerdo. Como tú quieras.

—No es lo que quiero: es lo que debo hacer. Lo que tengo que hacer; y hay algo que necesito de ti, doctor, antes de que nos marchemos.

—¿De qué se trata?

—Dame algo que me permita soportar la forma en que han salido las cosas. Todo ha sido un absoluto fracaso, ¿verdad? Un completo asco. Nunca había fracasado en nada hasta ahora. Pero esta catástrofe… este desastre… —las manos de Delagard se dispararon de pronto y aferraron los brazos de Lawler—. Necesito algo que me permita vivir con ellos, doctor. La vergüenza. La culpa. Tú no me crees capaz de sentir culpa, pero ¿qué cojones has sabido tú nunca de mí, de todas formas?

»Si sobrevivimos a este viaje, todos los habitantes de Hydros me mirarán allá donde vaya y dirán: «Allí está el hombre que dirigió el viaje, el que guió a seis barcos llenos de gente directamente al infierno». Y tendré constantemente cosas que me lo recuerden. A partir de ahora, cada vez que te vea a ti, o a Dag, o a Felk, o a Kinverson… —los ojos de Delagard tenían ahora una mirada fija y ardiente—. Tú tienes una droga, ¿verdad?, una que duerme los sentimientos, ¿no es cierto? Quiero que me des un poco. Quiero drogarme en serio con ella, y permanecer drogado a partir de ahora; porque la única otra cosa que podría hacer sería matarme, y eso es algo que no puedo siquiera imaginar.

—Las drogas son una forma de matarse, Nid.

—Ahórrame esas piadosas mentiras, ¿quieres, doctor?

—Lo digo en serio. Te lo dice alguien que ha pasado años drogándose con eso. Es una muerte en vida.

—Eso es mejor que una muerte absoluta.

—Puede que sí. Pero de todas formas no puedo dártela. Acabé con la última que me quedaba antes de que llegáramos a La Faz.

La fuerza con que Delagard aferraba los brazos de Lawler aumentó ferozmente.

—¡Me estás mintiendo!

—No, de veras.

—Sé que me mientes. Tú no puedes vivir sin la droga. La tomas cada día. ¿Crees que yo no lo sé? ¿Crees que no lo sabemos todos?

—Se ha acabado, Nid. ¿Recuerdas la semana pasada, cuando estuve enfermo? Lo que ocurría era que estaba sufriendo el síndrome de abstinencia. No queda nada. Puedes revisar mis aprovisionamientos, si quieres; pero no vas a encontrar ni una gota.

—¡Me estás mintiendo!

—Pues ve a verlo. Puedes quedarte con toda la que encuentres, te lo prometo —cuidadosamente, Lawler apartó las manos de Delagard de sus brazos—. Oye, Nid, ve a echarte y descansa un poco. Para cuando te despiertes, estaremos lejos de aquí y te sentirás mejor, créeme, y podrás comenzar todo el proceso necesario para perdonarte a ti mismo. Eres un hombre con gran capacidad de recuperación. Tú sabes cómo manejar cosas como la culpa… Créeme, sabes hacerlo. En este momento estás tan condenadamente cansado y deprimido que no puedes ver más allá de los próximos cinco minutos, pero una vez que te encuentres nuevamente en mar abierto…

—Espera un minuto —dijo Delagard, mirando por encima del hombro de Lawler. Señaló hacia el área de la grúa, a popa—. ¿Qué cojones está pasando ahí abajo?

Lawler se volvió para mirar. Había dos hombres que forcejeaban entre sí, un hombre corpulento y otro más ligero: Kinverson y Quillan, una extraña pareja de antagonistas. Kinverson tenía al sacerdote aferrado por los delgados hombros, y lo mantenía inmovilizado con los brazos extendidos, mientras Quillan luchaba para zafarse.

Lawler bajó los escalones y corrió hacia la popa, con Delagard pisándole los talones.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Lawler—. Suéltalo ya.

—Si lo suelto, se marchará a la Faz. Eso es lo que él dice. ¿Qué quieres que haga, doctor?

Quillan parecía preso de un extraño estado de éxtasis. Tenía la mirada vidriosa de los sonámbulos, y sus pupilas estaban dilatadas; la piel blanca como si lo hubieran vaciado de sangre. Las comisuras de sus labios estaban echadas hacia atrás en una congelada sonrisa.

—Andaba dando vueltas por aquí, como alguien que ha perdido la cabeza —dijo Kinverson—. Me voy a la Faz, repetía constantemente. Me voy a la Faz. Comenzó a trepar por la borda y lo cogí, y él me golpeó. ¡Jesús, no sabía que fuera un luchador tan bueno! Pero creo que ahora está tranquilizándose un poco.

—Intenta soltarlo —dijo Lawler—, y veamos qué hace.

Kinverson se encogió de hombros y lo soltó. Quillan avanzó de inmediato hacia la barandilla. Los ojos del sacerdote brillaban como por obra de una luz interior.

—¿Lo ves? —dijo el pescador.

Delagard avanzó a empujones. Parecía débil pero lleno de determinación; había que mantener el orden a bordo del barco. Cogió al sacerdote por una muñeca.

—¿Qué te traes entre manos? ¿Qué crees que vas a hacer?

—Bajar a tierra… la Faz… la Faz… —la sonrisa de Quillan se ensanchó hasta que parecía que iban a rajársele las mejillas—. El dios quiere que vaya… el dios de la Faz…

—Jesús —dijo Delagard, mientras su rostro comenzaba a evidenciar exasperación—. ¿De qué estás hablando? Si vas allí, morirás. ¿Es que no lo entiendes? No hay forma de vivir en ese sitio. Mira esa luz que sale de todas partes. Ese lugar es un veneno. ¡Olvídalo, haz el favor! ¡Olvídalo!

—El dios de la Faz…

Quillan luchó para soltarse de la mano de Delagard, y al principio lo consiguió. Dio dos rápidos pasos hacia la barandilla. Delagard volvió a cogerlo, tiró de Quillan hacia sí y le dio una bofetada tan fuerte que los labios del sacerdote comenzaron a sangrar. Quillan lo miró fijamente, pasmado. Delagard levantó nuevamente la mano.

—Espera, no lo hagas —dijo Lawler—. Ya está saliendo del trance.

Efectivamente, algo estaba cambiando en los ojos de Quillan. El resplandor estaba desapareciendo de ellos, al igual que la mirada rígida de persona hipnotizada. Ahora parecía aturdido pero completamente consciente, mientras parpadeaba para intentar despejar la confusión que se apoderaba de él. Se frotó lentamente la cara en el sitio en que Delagard lo había golpeado y sacudió la cabeza. El movimiento se convirtió en un estremecimiento corporal convulsivo, y el hombre comenzó a temblar. Tenía los ojos brillantes de lágrimas.

—Dios mío. Iba a ir allí de verdad. Eso era lo que estaba haciendo, ¿no es así? Me estaba arrastrando. Podía sentir que me arrastraba.

Lawler asintió con la cabeza. Le parecía que también él lo sentía, de pronto. Una palpitación, una pulsación en su mente. Algo más fuerte que el tentador impulso, el suave tirón de la curiosidad que él y Sundria habían sentido la noche anterior. Era una poderosa presión mental que lo arrastraba hacia el interior, que lo llamaba hacia la salvaje orilla que estaba al otro lado de la rompiente. Apartó la idea con enfado. Estaba volviéndose tan loco como Quillan.

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