Robert Silverberg - La Faz de las Aguas

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Catorce son los seres humanos que a bordo del Reina de Hydros navegan por los peligrosos mares de un planeta acuático perdido en el espacio. Descendientes de los antiguos colonos terrestres, detestados por los aborígenes anfibios a causa de su voracidad y violencia, han sido desterrados por éstos. El suyo es un viaje a ninguna parte. Excepto que se considere una parte a un lugar envuelto en mitos y raros misterios, denominado La Faz de las Aguas. El capitán Delagard, un psicópata; el padre Quillan, en busca de una fe que ha perdido; el doctor Lawler, un hombre cínico y solitario. son algunos de los tripulantes de la nave. Una tripulación tan peligrosa para ella misma como las terribles asechanzas de un mar hostil.
es una odisea de proporciones épicas, la parábola de un viaje de iniciación. En ella, Silverberg ha construido uno de los planetas más inquietantes e imaginativos de la ficción científica y una novela de intenso, insondable esplendor.

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—Entonces ¿no crees que llamarían a un ejército de peces espolón, peces hacha, leopardos marinos y drak-kens para enseñarnos a no volver por aquí a molestarlos?

—No tendrán esa oportunidad —dijo serenamente Delagard—. Si están allí, lo que haremos será bajar ahí abajo y conquistarlos.

—¿Que haremos qué?

—Será la cosa más fácil que puedas imaginarte. Son blandos, decadentes y viejos. Si están allí, doctor, si es que lo están, se han salido siempre con la suya en este planeta desde el principio de los tiempos, y el concepto de enemigo no existe siquiera en sus mentes. Todo lo que existe en Hydros está a su servicio; y han estado metidos en su agujero durante medio millón de años, viviendo con un lujo que nosotros no podemos siquiera comenzar a imaginarnos. Cuando bajemos allí descubriremos que no tienen absolutamente ninguna forma de defenderse. ¿Por qué iban a tenerla? ¿Para defenderse de quién? Si entramos allí y les decimos que vamos a tomar el mando, ellos se apartarán y se rendirán.

—¿Once hombres y mujeres medio desnudos, armados con arpones y cabillas van a conquistar la capital de una civilización inmensamente avanzada?

—¿Has estudiado algo de historia terrícola, Lawler? Allí existió un sitio llamado Perú, que gobernaba medio continente y cuyos templos estaban construidos de oro. Un hombre llamado Pizarro llegó allí con doscientos hombres pertrechados con armas medievales que no servían de mucho, uno o dos cañones y algunos rifles que te resultarían increíbles, se apoderó del emperador y conquistó el lugar con absoluta facilidad. Por la misma época, hubo un hombre llamado Cortés que hizo lo mismo en un imperio llamado México, que era igual de rico que el otro. Se los coge por sorpresa, no te permites siquiera la posibilidad de una derrota, te limitas a entrar y apoderarte de la máxima figura de autoridad, y caen todos a tus pies; y todo lo que tienen es tuyo.

Lawler miró fijamente a Delagard, pasmado por el asombro.

—Nid, permitimos que los simples primos campesinos de esos supergillies nos arrojaran de la isla en la que habíamos vivido durante ciento cincuenta años, sin levantar siquiera un dedo para defendernos, porque sabíamos que no teníamos la más mínima posibilidad de luchar contra ellos. Sin embargo, ahora me dices con toda la seriedad del mundo que vas a derrocar a toda una civilización de supertecnología con las manos desnudas, y me cuentas historias folclóricas de reinos míticos conquistados por héroes de culturas antiguas para demostrarme que puede llevarse a cabo. ¡Jesús, Nid! ¡Jesús!

—Ya lo verás, doctor. Te lo prometo.

Lawler miró en torno para apelar a los demás; pero permanecían mudos, helados, como dormidos.

—Pero ¿por qué perdemos siquiera el tiempo con todo esto? —preguntó—. No existe tal ciudad. Es un concepto imposible. No crees en ello ni por un minuto, Nid, ¿verdad? ¿No es verdad?

—Ya te lo he dicho: quizá crea y quizá no. Jolly creía en esa ciudad.

—Jolly se volvió loco.

—No cuando recién llegó a Sorve. Eso no ocurrió hasta más tarde, luego de que se rieran de él durante años.

Pero Lawler ya había tenido suficiente. Delagard daba vueltas y más vueltas, y nada de lo que decía tenía sentido alguno. El aire húmedo y encerrado del camarote se convirtió de pronto en algo tan difícil de respirar como el agua. Lawler sintió como si se ahogara; lo recorrieron espasmos de náusea claustrofóbica. Deseaba con todas sus fuerzas el extracto de alga insensibilizadora.

Ahora comprendía que Delagard no era simplemente un obseso peligroso: estaba completamente loco. Y estamos todos perdidos aquí, en los confines del mundo, pensó, sin forma alguna de escapar ni lugar alguno al que huir, incluso si lográramos hacerlo…

—No puedo escuchar por más tiempo esta basura —dijo, con la voz medio estrangulada por la ira y el asco. Se levantó y salió precipitadamente del camarote.

—¡Doctor! —gritó Delagard—. ¡Vuelve aquí! ¡Maldito seas, doctor, vuelve aquí!

Lawler dio un portazo y continuó su camino. Al detenerse sobre cubierta, Lawler supo, sin volverse siquiera, que el padre Quillan había salido tras él. Era extraño que lo supiera sin mirar. Debía tratarse de algún efecto colateral de las furiosas emanaciones que se cernían sobre ellos procedentes de la Faz de las Aguas.

—Delagard me ha pedido que suba y hable con usted —dijo el sacerdote.

—¿Sobre qué?

—Sobre su estallido, ahí abajo.

—¿Mi estallido? —preguntó Lawler, atónito. Se volvió para mirar al sacerdote. En la extraña luz multicolor que crepitaba en torno a ellos, el padre Quillan parecía más flaco que nunca: su largo rostro era una roca de innumerables planos, su piel estaba bronceada y lustrosa, sus ojos tan brillantes como faros—. ¿Y qué hay del estallido de Delagard? ¡Ciudades perdidas bajo el mar! ¡Disparatadas guerras de conquista modeladas sobre fábulas míticas sacadas de la antigüedad!

—Oh, no, no fueron míticas. Cortés y Pizarro existieron, y realmente conquistaron grandes imperios con sólo un puñado de hombres, hace un millar de años. Es la verdad. Está documentado en la historia terrícola.

Lawler se encogió de hombros.

—Lo ocurrido hace mucho tiempo en otro planeta no tiene importancia aquí.

—¿Usted dice eso? ¿Usted, el hombre que visita la Tierra en sus sueños?

—Cortés y Pizarro no se enfrentaron con gillies. Delagard es un lunático, y todo lo que nos ha estado diciendo hace un momento es una locura absoluta —luego preguntó, repentinamente cauteloso—. ¿O no está usted de acuerdo?

—Es un hombre voluble y melodramático, lleno de frenesí y ardor, pero no creo que esté loco.

—¿Una ciudad submarina emplazada en el extremo de un túnel gravitacional? ¿Usted cree realmente que puede existir algo parecido? Usted creería en cualquier cosa, ¿no es cierto? Sí, seguro. Usted puede creer en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, así que ¿por qué no en una ciudad submarina?

—¿Por qué no? —preguntó el sacerdote—. Cosas más extrañas que ésa se han encontrado en otros mundos.

—No me interesa —dijo Lawler con hosquedad.

—Y sería una explicación plausible de por qué Hydros es como es. He pensado mucho en este planeta, Lawler. No existen mundos acuáticos reales en la galaxia, ¿sabe? Los otros que son como Hydros tienen todos por lo menos cadenas de islas naturales , archipiélagos, cumbres de montañas hundidas que sobresalen del mar. Sin embargo, Hydros no es más que una gran pelota de agua; pero, si se postula que en determinada época hubo una cierta cantidad de tierra firme, y que desapareció al ser explotada para construir una o más ciudades submarinas enormes, hasta que finalmente el territorio de superficie de Hydros desapareció bajo el mar y en el exterior no quedó más que agua…

—Puede que así haya sido, y puede que no.

—Es razonable. ¿Por qué los gillies son una especie constructora de islas? Quizá porque están evolucionando a partir de una forma de vida acuática, y necesitan, por lo tanto, tierra en la que vivir. Esa es una teoría razonable; pero ¿y si fuera completamente al revés? Tal vez al principio eran una especie terrestre, y los que fueron abandonados en la superficie en el momento de la migración general hacia las ciudades submarinas han evolucionado hacia una forma de vida semiacuática cuando se quedaron sin tierras. Eso explicaría que…

—Sus argumentos científicos son como sus argumentos teológicos —dijo Lawler, agotado—. Comienza usted con una noción ilógica y luego le amontona encima toda clase de hipótesis y especulaciones con la esperanza de conseguir que tenga sentido. Si quiere creer que los gillies se aburrieron de pronto de vivir al aire libre y entonces se construyeron un escondite dentro del océano, acabaron con todos los territorios de superficie en el proceso y dejaron atrás unos anfibios mutantes de sí mismos por simple amor a la camiseta… bien, continúe creyéndolo, si quiere. A mí me trae sin cuidado. Pero ¿cree que Delagard puede marchar sobre esa ciudad y conquistarlos como está planeando hacer?

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