Robert Silverberg - La Faz de las Aguas

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La Faz de las Aguas: краткое содержание, описание и аннотация

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Catorce son los seres humanos que a bordo del Reina de Hydros navegan por los peligrosos mares de un planeta acuático perdido en el espacio. Descendientes de los antiguos colonos terrestres, detestados por los aborígenes anfibios a causa de su voracidad y violencia, han sido desterrados por éstos. El suyo es un viaje a ninguna parte. Excepto que se considere una parte a un lugar envuelto en mitos y raros misterios, denominado La Faz de las Aguas. El capitán Delagard, un psicópata; el padre Quillan, en busca de una fe que ha perdido; el doctor Lawler, un hombre cínico y solitario. son algunos de los tripulantes de la nave. Una tripulación tan peligrosa para ella misma como las terribles asechanzas de un mar hostil.
es una odisea de proporciones épicas, la parábola de un viaje de iniciación. En ella, Silverberg ha construido uno de los planetas más inquietantes e imaginativos de la ficción científica y una novela de intenso, insondable esplendor.

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—Bueno…

—Mire —dijo Lawler—, yo no creo ni por un momento que exista esa ciudad mágica. También yo solía charlar con ese Jolly, y siempre me pareció un chalado; pero incluso en el caso de que ese sitio estuviera a la vuelta de la próxima esquina, no tendríamos ninguna posibilidad de invadirlo. Los gillies nos barrerían en cinco minutos —se inclinó hacia el sacerdote—. Escúcheme, padre: lo que realmente tenemos que hacer es poner a Delagard bajo control y largarnos de aquí. Hace unas semanas pensaba de esa manera, pero luego cambié de opinión; ahora me doy cuenta de que estaba en lo correcto al principio. Ese hombre ha perdido el juicio y nosotros no tenemos nada que hacer aquí.

—No —dijo Quillan.

—¿No?

—Delagard puede estar tan perturbado como usted dice, y sus esquemas ser locuras absolutas; pero yo no lo apoyaré en ningún intento de interponerse en el camino de ese hombre, sino más bien al contrario.

—¿Quiere usted continuar olfateando por los alrededores de la Faz, sin importarle los riesgos?

—Sí.

—¿Porqué?

—Ya sabe usted por qué.

Lawler guardó silencio durante unos minutos.

—Ah, sí —dijo finalmente—. Se me había escapado de la memoria. Ángeles. Paraíso. ¿Cómo pude olvidar que fue usted el que animó a Delagard a venir aquí desde el principio, por sus propias razones personales, que no tienen nada que ver con las de él? —Lawler blandió una mano en dirección al espectáculo de vegetación que se agitaba al otro lado del estrecho, en la orilla de la Faz—. ¿Todavía piensa que eso de ahí es la tierra de los ángeles? ¿La tierra de los dioses?

—En cierta forma, sí.

—¿Y cree que podrá negociar alguna clase de redención en ese lugar?

—Sí.

—Está usted más loco que Delagard.

—Puedo comprender por qué dice usted eso —afirmó el sacerdote.

Lawler rió con aspereza.

—Ya puedo verlo marchando a su lado, camino al interior de la ciudad submarina de los supergillies. Él llevará un arpón y usted llevará una cruz, y ambos caminarán cantando himnos, él en una tonalidad y usted en otra. Los gillies se acercarán y se arrodillarán, y usted los bautizará uno a uno y luego les explicará que Delagard será el rey a partir de ese momento.

—Por favor, Lawler.

—¿Por favor, qué? ¿Es que pretende que le acaricie la cabeza y le diga lo impresionado que me siento por sus ideas? ¿Y que luego baje y le diga a Delagard cuánto le agradezco su inspirado liderazgo? No, padre. Navegamos bajo el mando de un loco, que con su complicidad nos ha traído al sitio más horripilante y peligroso del planeta, y eso no me gusta nada. Quiero marcharme de aquí.

—Si al menos deseara ver qué es lo que tiene para ofrecernos la Faz…

—Yo sé qué tiene para ofrecernos. La muerte es lo que tiene para ofrecer, padre. La muerte por hambre, por deshidratación, o algo peor. ¿Ve esas luces que destellan allí? ¿Siente crepitar esa extraña electricidad? A mí no me parece algo demasiado cordial. De hecho me produce una sensación letal. ¿Es ésa la idea que tiene usted de la redención? ¿La muerte?

Quillan le dirigió una mirada de ojos enloquecidos, repentinamente sobresaltada.

—¿No es cierto que su Iglesia piensa que el suicidio es uno de los pecados más graves? —preguntó Lawler.

—Es usted quien está hablando de suicidio, no yo.

—Pero es usted quien está planeando cometerlo.

—No sabe de qué está hablando, Lawler; y en su ignorancia lo distorsiona todo.

—¿Usted cree? —preguntó Lawler—. ¿Usted lo cree, realmente?

8

A últimas horas de aquella tarde Delagard ordenó que levaran ancla, y una vez más navegaron en dirección oeste a lo largo de la costa de la Faz. Una brisa cálida y constante soplaba en dirección a tierra, como si la gigantesca isla estuviera intentando aproximarlos hacia sí.

—¿Val? —gritó Sundria.

Estaba algo más arriba que él en la arboladura, arreglando los estayes de la verga del trinquete. Levantó los ojos hacia ella.

—¿Dónde estamos, Val? ¿Qué va a ocurrimos? —ella temblaba bajo el viento tropical; miró hacia la isla con inquietud—. Parece que mi idea de que este lugar era el escenario devastado de algún experimento nuclear, era errónea; pero de todas formas parece aterrorizador.

—Sí.

—Y sin embargo, continúo sintiéndome atraída hacia allí. Todavía quiero saber qué es en realidad.

—Algo malo es lo que es —respondió Lawler—. Eso puede verse desde aquí.

—Sería tan fácil poner el barco rumbo a la orilla… Tú y yo, Val, podríamos hacerlo ahora mismo, sólo nosotros dos…

—No.

—¿Por qué no? —no había mucha convicción en la pregunta. Ella parecía sentir tanta incertidumbre como él con respecto a la isla. Las manos le temblaban tan violentamente que dejó caer el mazo. Lawler lo cogió al vuelo y se lo arrojó de nuevo—. ¿Qué crees que nos ocurriría si nos acercáramos más a la orilla? —preguntó—. ¿Si nos dirigiéramos directamente hacia la Faz?

—Deja que otro lo averigüe por nosotros —le respondió Lawler—. Deja que Gabe Kinverson vaya hasta allí, si es tan valiente como pretende. O el padre Quillan, o Delagard. Ésta es la excursión campestre de Delagard: deja que sea él el primero en bajar a tierra. Yo me quedaré aquí y observaré qué ocurre.

—Supongo que eso es lo más sensato. Pero sin embargo…

—Te sientes tentada.

—Sí.

—Tiene atractivo, ¿verdad? Yo también lo sentí. Siento algo dentro de mí que me dice: «Continúa adelante, echa una mirada, ve a ver qué hay allí. No hay nada como esto en el mundo. Tienes que verlo». Pero es una idea descabellada.

—Sí —dijo Sundria con voz apagada—. Tienes razón, lo es.

Guardó silencio durante un rato, concentrada en las reparaciones. Luego descendió por la arboladura hasta su nivel. Lawler pasó muy suavemente los dedos por los hombros de ella, casi como tanteando. Ella gimió dulcemente y se apretó contra él, y juntos miraron hacia el mar manchado de colores, el hinchado sol poniente, la pasmosa confusión de luces que se elevaba desde la isla.

—Val, ¿puedo quedarme contigo en tu camarote esta noche? —preguntó ella.

—Por supuesto.

—Te amo, Val.

Lawler deslizó sus manos por los hombros de la mujer y subió hasta la nuca. Se sentía atraído hacia ella con más fuerza que nunca: casi como si fueran las dos mitades de un mismo organismo, y no sólo dos extraños que por casualidad se habían juntado en un viaje grotesco hacia un lugar peligroso. ¿Era el peligro, se preguntó, lo que los había unido? ¿Era —¡Dios no lo quisiera!— la convivencia forzada en medio del océano lo que lo había hecho tan abierto a aquella mujer, tan ansioso de estar cerca de ella?

—Te amo —susurró él.

Se fueron apresuradamente al camarote. Lawler nunca se había sentido tan íntimamente cerca de ella…, de nadie. Eran aliados: ellos dos contra el turbulento y pasmoso Universo. Con sólo el otro al que aferrarse mientras los envolvía el misterio de la Faz de las Aguas.

La corta noche fue un enredo de piernas y brazos entretejidos, cuerpos sudorosos que resbalaban y se deslizaban el uno sobre el otro, ojos que se encontraban con ojos, sonrisas que se encontraban con sonrisas, una respiración que se mezclaba con otra, tiernas palabras, el nombre de ella en sus labios, el suyo en los de ella, memorias intercambiadas, nuevos recuerdos forjados, sin una sola hora de sueño. Daba igual, pensó Lawler. El sueño podría traer nuevos fantasmas; era mejor pasar la noche en estado de vigilia y pasión. El día siguiente podía muy bien ser el último.

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