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Ursula Le Guin: La mano izquierda de la oscuridad

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Ursula Le Guin La mano izquierda de la oscuridad

La mano izquierda de la oscuridad: краткое содержание, описание и аннотация

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La trama gira en torno a la estancia de Genly Ai, un enviado terrestre del Ekumen, al planeta Gueden, también conocido como Invierno por atravesar una edad glaciar. El Ekumen podría definirse como una liga interplanetaria compuesta por los “mundos inhabitados” (es decir, por aquellos que no son ni los planetas conocidos ni sus colonias) cuyo propósito, en este caso, es que Gueden se una a la alianza. Por ello, Genly Ai lleva dos años en Karhide (uno de los dos reinos más importantes de Gueden) esperando una audiencia con el rey. Cuando llega el momento, todo apunta a que el rey no goza de un juicio sano, ve al Enviado como una amenaza y a su primer ministro, Estraven, como ejemplo de traición. En un intento por conseguir en otra ciudad lo que ha resultado imposible en Karhide, Genly Ai viaja a Orgoreyn, donde Estraven cumple su exilio. El rechazo de los orgotas hacia Genly provoca el reencuentro entre éste y Estraven que, a partir de este punto, deberán convivir en duras condiciones.

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—Pero no se necesitan mil hombres para abrir una puerta, mi señor.

—Quizá si, para mantenerla abierta.

—Los ecúmenos esperan a que la abra usted, señor. No le exigirán nada. Me enviaron solo y estaré aquí siempre solo para que usted no me tenga miedo.

—¿Para que no le tenga miedo? —dijo el rey, volviendo a mí la cara rayada de sombras, mostrando los dientes, casi gritando, con aquella voz aflautada —. Pero le tengo miedo, Enviado, tengo miedo de quienes lo enviaron aquí. Tengo miedo de los mentirosos, de los tramposos, y sobre todo le tengo miedo a la amarga verdad. Y de este modo gobierno bien a mi pueblo. Pues sólo el miedo gobierna a los hombres. Ninguna otra cosa resulta. Ninguna otra cosa dura bastante. Usted es quien dice qué es, y sin embargo usted es un chiste, una broma. No hay nada entre los astros sino vacío y terror y oscuridad, y usted viene solo de ahí tratando de no asustarme. Pero yo ya estoy asustado, y soy el rey. ¡El miedo es rey! De modo que recoja usted esas trampas y triquiñuelas, y váyase. No hay más qué decir. He ordenado que se le dé la libertad de Karhide.

Así me alejé de la presencia del rey, ec, ec, ec, atravesando la bruma rojiza de la larga sala de piso rojo, hasta que al fin las puertas dobles se cerraron a mis espaldas.

Yo había fracasado. Había fracasado de pies a cabeza. Lo que sin embargo me preocupaba mientras dejaba atrás la Casa del Rey, cruzando los campos del palacio, no era tanto ese fracaso como la parte que le había cabido a Estraven. ¿Lo habrían echado acusándolo de favorecer la causa de los ecúmenos (como podía concluirse de la lectura de la proclama), y sin embargo (de acuerdo con la opinión del propio rey) habría estado haciendo lo contrario? ¿Cuándo y por qué le había aconsejado al rey que no me recibiera? ¿Por qué Estraven estaba ahora en el exilio, y yo en libertad? ¿Quién de los dos había mentido más, y por qué demonios estaban mintiendo?

Estraven para salvar el pellejo, decidí, y el rey para salvar la cara. Una buena explicación. ¿Pero me habría mentido Estraven realmente? Descubrí que no lo sabía.

Yo estaba pasando la casa de la Esquina Roja. Las puertas del jardín habían quedado abiertas. Miré adentro los árboles blancos de sérem que se alzaban sobre el estanque oscuro, los senderos de ladrillo rosado, desiertos en la luz serena y gris de la tarde. A la sombra de las rocas, a orillas del agua, había aquí un poco de nieve. Pensé en Estraven esperándome allí en la nieve la noche anterior, y sentí una punzada de verdadera piedad por ese hombre que yo había visto en el desfile, transpirado y soberbio bajo el peso de la panoplia y el poder, un hombre ayer en la cima, poderoso y magnífico, y hoy desesperado, caído y terminado. Estraven corría ahora hacia la frontera, con la muerte siguiéndole los pasos a tres días de viaje, y rechazado por todos los hombres. La sentencia de muerte apenas se conoce en Karhide. La vida es dura allí, y dejan a la muerte en manos de la naturaleza o de la enfermedad, no en manos de la ley. Me pregunté cómo viajaría Estraven, perseguido por esa sentencia. No en coche, ya que esos vehículos eran todos propiedad del Palacio, y parecía difícil que lo admitieran como pasajero en una nave o una barca de tierra. ¿O iba a pie, llevando consigo sólo lo que podía cargar? Los karhíderos viajan sobre todo a pie; no tienen bestias de carga ni vehículos voladores, el clima aminora bastante el tránsito de los coches de motor, y no son gente que muestre prisa. Imaginé a aquel hombre orgulloso yendo al exilio paso a paso, una figurita que se arrastraba por el largo camino al Oeste del Golfo. Todo esto me cruzó la mente mientras dejaba atrás la casa de la Esquina Roja, y junto con eso mis especulaciones acerca de los actos y motivos de Estraven y el rey. Yo había terminado para ellos. Había fracasado. ¿Y ahora?

Podía ir a Orgoreyn, vecino y rival de Karhide, pero una vez allí me sería difícil probablemente volver a Karhide, donde habían quedado muchos asuntos inconclusos. No podía olvidar lo que quizá fuera —y estaba bien así —mi única misión en la vida: un trabajo continuo en favor de los ecúmenos. No había prisa. No era necesario correr a Orgoreyn antes de aprender algo más de Karhide, particularmente acerca de las fortalezas. Yo había estado respondiendo preguntas durante dos años, y ahora haría algunas. Pero no en Erhenrang. Había entendido al fin las advertencias de Estraven, y aunque podía haber desconfiado de esas advertencias, no por eso iba a descuidarías. Estraven me había estado diciendo, aun de un modo indirecto, que yo tenía que alejarme de la ciudad y de la corte. Por alguna razón recordé la sonrisa torcida del señor Tibe… El rey me había dado la libertad del país, y yo le sacaría provecho. Como dicen en la Escuela Ecuménica, cuando la acción deja de servirte, infórmate; cuando la información deja de servirte, duerme. No obstante, yo no tenía sueño e iría al este, a las fortalezas, y los profetas me informarían, quizá.

4. El día decimonono

Una historia oriental de Karhide, tal como fue contada en el hogar Gorinherin por Tobord Chorhava, y registrada por G.A. 93/1492.

El señor Berosti rem ir Ipe vino a la fortaleza Dangerin y ofreció cuarenta berilos y medio año de la cosecha de sus huertas como precio de una profecía, y el precio era adecuado. Se hizo la pregunta al tejedor Odren, y la pregunta era: ¿En qué día moriré?

Los profetas se reunieron y fueron juntos a la oscuridad. Al fin de la oscuridad Odren dijo la respuesta: Morirás en odstred (el día decimonono de cualquier mes)

—¿En qué mes? ¿Dentro de cuántos años? —gritó Berosti, pero el lazo estaba roto, y no había respuesta. Berosti corrió entrando en el circulo y tomó al tejedor Odren por el cuello sofocándolo y gritando que si no recibía otra respuesta le quebraría el pescuezo al tejedor. Llegaron otros que lo apartaron y lo sujetaron, aunque Berosti era un hombre fuerte. Luchó entre las manos que lo sostenían y gritó: —¡Dame esa respuesta!

—Ya ha sido dada, y el precio ha sido pagado. Vete —dijo Odren.

Furioso, Berosti rem ir Ipe regresó a Charude, el tercer dominio de la familia, un sitio mísero en el norte de Osnoriner, que Berosti había empobrecido todavía más para pagar el precio de una profecía. Se encerró en las habitaciones fortificadas, las más altas de la Torre del Hogar, y no salió de allí, por causa de amigos o de enemigos, en tiempos de recoger o de sembrar, de kémmer a aplazamiento, todo ese mes y el próximo, y así pasaron seis meses, y diez meses, y Berosti continuaba encerrado como un prisionero en aquellas habitaciones, esperando. En onnederhad y odstred (los días decimoctavo y decimonono del mes) no comía, no bebía, y no dormía.

El kemmerante de Berosti por amor y votos era Herbor del clan Gueganner. Herbor llegó a la fortaleza Dangerin en el mes de grende y le dijo al tejedor:

—Quiero una profecía.

—¿Qué tienes para dar? —preguntó Odren, pues vio que el hombre estaba pobremente vestido y mal trazado, y que el trineo era viejo, y todo en él necesitaba algún remiendo.

—Daré mi vida —dijo Herbor.

—¿No tienes algo más, mi señor? —le preguntó Odren, hablándole ahora como a un hombre de la nobleza —, ¿ninguna otra cosa?

—No tengo nada más —dijo Herbor —, pero no sé si mi vida tiene aquí algún valor para vosotros.

—No —dijo Odren —, no tiene valor para nosotros. Entonces Herbor cayó de rodillas, golpeado por la vergüenza y el amor, y le gritó a Odren: —Te ruego que respondas a mi pregunta. ¡No es para mí!

—¿Para quién entonces? —preguntó el tejedor.

—Para mi señor y kemmerante, Ashe Berosti —dijo el hombre, y sollozó —. No tiene amor ni alegría, ni señorío desde que vino aquí y le dieron esa respuesta que no es una respuesta. Morirá de eso.

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