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Ursula Le Guin: La mano izquierda de la oscuridad

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Ursula Le Guin La mano izquierda de la oscuridad

La mano izquierda de la oscuridad: краткое содержание, описание и аннотация

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La trama gira en torno a la estancia de Genly Ai, un enviado terrestre del Ekumen, al planeta Gueden, también conocido como Invierno por atravesar una edad glaciar. El Ekumen podría definirse como una liga interplanetaria compuesta por los “mundos inhabitados” (es decir, por aquellos que no son ni los planetas conocidos ni sus colonias) cuyo propósito, en este caso, es que Gueden se una a la alianza. Por ello, Genly Ai lleva dos años en Karhide (uno de los dos reinos más importantes de Gueden) esperando una audiencia con el rey. Cuando llega el momento, todo apunta a que el rey no goza de un juicio sano, ve al Enviado como una amenaza y a su primer ministro, Estraven, como ejemplo de traición. En un intento por conseguir en otra ciudad lo que ha resultado imposible en Karhide, Genly Ai viaja a Orgoreyn, donde Estraven cumple su exilio. El rechazo de los orgotas hacia Genly provoca el reencuentro entre éste y Estraven que, a partir de este punto, deberán convivir en duras condiciones.

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Fui lentamente por el sendero, algo intranquilo. Yo no sabía qué opinaban los handdaratas de los turistas. En verdad yo sabía muy poco de ellos. El handdara es una religión sin instituciones, sin sacerdotes, sin jerarquías, sin votos, y sin credo; no sé todavía si tienen o no Dios. Es una religión elusiva, que se nos aparece siempre como alguna otra cosa. La única manifestación constante del handdara es la que se muestra en las fortalezas, sitios de retiro donde la gente va a pasar una noche, o la vida entera. No me hubiese interesado tanto en investigar este culto curiosamente intangible en sus lugares secretos si yo no hubiera deseado una respuesta a la pregunta que los investigadores habían dejado sin contestar: ¿Quiénes son los profetas y qué hacen realmente?

Yo había estado en Karhide más tiempo que los investigadores, y pensaba a veces que las historias a propósito de los profetas y sus profecías podían no ser ciertas. Las leyendas de predicciones son muy comunes en todos los dominios del hombre. Los dioses hablan, los espíritus hablan, las computadoras hablan. La ambigüedad oracular o la probabilidad estadística alimenta a los crédulos, y la fe borra las discrepancias. Sin embargo, valía la pena investigar las leyendas. Yo no había encontrado aún a ningún karhíder que aceptase la posibilidad de comunicaciones telepáticas; no creerían hasta que no vieran: exactamente mi posición a propósito de los profetas del handdara.

Mientras iba por el sendero advertí que a la sombra de aquel bosque montañoso se había levantado toda una aldea o pueblo, tan desordenadamente como Rer, pero recogido, pacifico, rural. Sobre todos los senderos y los tejados pendían los capullos de los hemmenes, el árbol más común de Invierno, una conífera vigorosa de agujas de color escarlata pálido. Las piñas del hemmen cubrían los caminos que se bifurcaban en todas direcciones, el polen del hemmen perfumaba el viento, y todas las casas estaban construidas con la madera oscura del hemmen. Me detuve al fin preguntándome a qué puerta llamaría, cuando una persona que paseaba entre los árboles salió a mi encuentro y me dio esta bienvenida:

—¿Busca usted hospedaje? —me preguntó.

—Traigo una pregunta para los profetas. —Me había parecido mejor que ellos creyeran, al menos en un principio, que yo era un karhíder. Lo mismo que los investigadores nunca había tenido dificultades en hacerme pasar por nativo; entre tantos dialectos karhidis nadie prestaba atención a mi acento, y las pesadas ropas ocultaban mis anomalías sexuales. Me faltaban el abundante pelo pajizo y los ojos oblicuos del guedeniano típico, y era más oscuro y más alto que la mayoría, pero no me salía de las variantes normales. Me habían depilado de modo permanente la barba antes que yo dejara Ollul (en ese tiempo nada sabíamos aún de las tribus de «cuero» de Perunter que no sólo son barbados sino que además tienen pelo en todo el cuerpo, como los terranos blancos). De vez en cuando me preguntaban cómo me había roto la nariz. Tengo una nariz roma; las narices guedenianas son prominentes y delgadas, con pasajes estrechos, apropiados para la aspiración de aire subhelado. La persona que estaba allí en el sendero de Oderhord me miró la nariz con cierta curiosidad, y respondió:

—Entonces quizá usted quiera hablar con el tejedor. Está ahora abajo en el cañadón, a no ser que haya salido en trineo. ¿O piensa hablar antes con uno de los celibatarios?

—No estoy seguro. Soy sumamente ignorante.

El joven rió y me hizo una reverencia. —¡Muy honrado! —dijo —. He vivido aquí tres años y todavía no he adquirido una ignorancia que valga la pena mencionar. —Parecía divertido, pero se mostró amable a la vez, y recordando algunos fragmentos doctrinarios del handdara entendí que había estado vanagloriándome demasiado, como si me hubiese acercado a el diciéndole «Soy sumamente hermoso».

—Quiero decir; no sé nada acerca de los profetas.

—¡Envidiable! —dijo el joven. —Mire, hemos de ensuciar la nieve con marcas de pisadas, para ir a alguna parte. ¿Puedo mostrarle el camino a la cañada? Mi nombre es Goss.

Era su primer nombre. —Genry —dije, abandonando mi «l». Seguí a Goss adentrándome en la sombra helada de la cañada. El sendero estrecho cambiaba a menudo de dirección, subiendo con el declive de la montaña y bajando de nuevo; aquí y allí, cerca o lejos del sendero, entre los macizos troncos de los hémmenes, aparecían las casitas de color de bosque. Todo era rojo y castaño, húmedo, quieto, fragante, sombrío. De una de las casas llegó el silbido débil y dulce de una flauta karhidi. Goss caminaba, leve y rápido, con la gracia de una muchacha, algunos metros delante de mí. De pronto la camisa blanca le resplandeció a la luz, y pasé detrás de él de la sombra del bosque a un prado verde y asoleado.

A media docena de pasos había una figura, erguida, inmóvil, nítida; el hieb carmesí y el blanco de la camisa como una capa de esmalte contra el verde de las hierbas altas. A unos treinta metros más allá se alzaba otra estatua: blanca y azul; este hombre no se movió ni miró hacia nosotros todo el tiempo que hablamos con el primero. Estaban practicando la disciplina handdara de la presencia, que es una suerte de trance —los handdaratas, inclinados a las negaciones, lo llaman un atrance —que implica la pérdida del yo (¿inflación del yo?) mediante una conciencia y receptividad de extrema sensualidad. Aunque la técnica parece oponerse a la mayoría de las llamadas técnicas místicas es quizá también una disciplina mística, cuya meta sería la experiencia de lo inminente; pero soy aún incapaz de definir con certeza las prácticas de los handdaratas. Goss le habló al hombre del traje carmesí. Cuando el hombre dejó aquella inmovilidad y se volvió hacia nosotros, acercándose, noté en mí un temor reverente. En aquella luz de mediodía la figura del hombre resplandecía con una luz propia.

Era tan alto como yo, y delgado, con un rostro hermoso, claro, abierto. Cuando nuestros ojos se encontraron tuve el súbito impulso de hablarle en silencio, de tratar de alcanzarlo con el lenguaje de la mente que yo no había utilizado nunca desde mi llegada a Invierno, y que no me convenía utilizar por ahora. Sin embargo, ese impulso fue más fuerte que mis sentencias. Le hablé así. No hubo respuesta. Continuó mirándome atentamente, y al cabo de un momento me sonrió, y me dijo con una voz dulce, bastante alta:

—¿Entonces es usted el Enviado?

Tuve un sobresalto y dije:

—Sí.

—Mi nombre es Faxe. Nos honra recibirlo. ¿Nos acompañará un tiempo en Oderhord?

—De buen grado. Quisiera aprender las técnicas de ustedes en la profecía. Y si algo que yo pueda decirles en cambio, acerca de quién soy yo, de dónde vengo.

—Lo que usted desee —dijo Faxe con una sonrisa tranquila —. Es agradable que haya cruzado el Océano del Espacio, y haya sumado luego al viaje casi dos mil kilómetros y el cruce del Kargav para venir a vernos.

—Yo deseaba venir a Oderhord por la fama de sus profecías.

—Quiere vernos mientras profetizamos entonces, ¿o trae una pregunta para nosotros?

Aquellos ojos claros obligaban a la verdad.

—No sé —dije.

—Nusud —dijo Faxe, —no es nada. Si se queda aquí un tiempo quizá descubra que tiene una pregunta, o que no hay pregunta. Sólo de cuando en cuando, ya sabe usted, pueden reunirse los profetas, y trabajar juntos, así que en cualquier caso se quedará unos días.

Así lo hice, y fueron días buenos. No había horario excepto para el trabajo comunitario, en los campos, el jardín, recolección de leña, mantenimiento; y los transeúntes como yo eran llamados por cualquier grupo que necesitara de pronto una mano. Aparte de estas tareas, podía pasar todo un día sin que nadie dijera una palabra; aquellos con quienes más hablaba yo eran el joven Goss, y Faxe, el tejedor; el extraordinario carácter de este hombre, tan límpido e insondable como un pozo de agua clara, era la quintaesencia del carácter del sitio. Había noches en que nos reuníamos en la sala del hogar o en alguna de las casas bajas rodeadas de árboles; conversábamos y bebíamos cerveza, y a veces se tocaba música, la vigorosa música de Karhide, de melodía simple y ritmos complejos, siempre fuera de tiempo. Una noche dos reclusos bailaron, hombres viejos, canosos, y de miembros flacos; los pliegues de los párpados les ocultaban a medias los ojos oscuros. La danza era lenta, precisa, ordenada; fascinaba al ojo y a la mente. Empezaron a bailar después de cenar, a la tercera hora. Los músicos tocaban a veces, o callaban: sólo el hombre de los tambores no interrumpía nunca el ritmo sutil y cambiante. A la hora sexta, a medianoche, luego de cinco horas terrestres, los dos viejos estaban bailando todavía. Esta era la primera vez que yo veía el fenómeno de doza —el uso voluntario y controlado de lo que llamamos «fuerza histérica» —y desde entonces me sentí más dispuesto a creer lo que se contaba de los viejos del handdara.

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