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Ursula Le Guin: La mano izquierda de la oscuridad

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Ursula Le Guin La mano izquierda de la oscuridad

La mano izquierda de la oscuridad: краткое содержание, описание и аннотация

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La trama gira en torno a la estancia de Genly Ai, un enviado terrestre del Ekumen, al planeta Gueden, también conocido como Invierno por atravesar una edad glaciar. El Ekumen podría definirse como una liga interplanetaria compuesta por los “mundos inhabitados” (es decir, por aquellos que no son ni los planetas conocidos ni sus colonias) cuyo propósito, en este caso, es que Gueden se una a la alianza. Por ello, Genly Ai lleva dos años en Karhide (uno de los dos reinos más importantes de Gueden) esperando una audiencia con el rey. Cuando llega el momento, todo apunta a que el rey no goza de un juicio sano, ve al Enviado como una amenaza y a su primer ministro, Estraven, como ejemplo de traición. En un intento por conseguir en otra ciudad lo que ha resultado imposible en Karhide, Genly Ai viaja a Orgoreyn, donde Estraven cumple su exilio. El rechazo de los orgotas hacia Genly provoca el reencuentro entre éste y Estraven que, a partir de este punto, deberán convivir en duras condiciones.

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—Tres mil naciones en ochenta y tres mundos, señor; pero el más cercano a Gueden está a diecisiete años de viaje en naves que casi alcanzan la velocidad de la luz. Si ha pensado usted que Gueden podría ser víctima de saqueos y hostigamientos por parte de esos vecinos, no olvide a qué distancia viven. Una operación de saqueo no tiene sentido, si hay que cruzar el espacio. —No hice referencia a la guerra por una buena razón; no hay palabra para «guerra» en karhidi. —El comercio, sin embargo, vale la pena. En ideas y técnicas por medio del ansible; en bienes y artefactos por medio de cohetes de transporte, tripulados o no. Embajadores, eruditos y mercaderes, podrían venir algunos de allá, y podrían ir algunos de aquí. El Ecumen no es un reino, sino una institución coordinadora, una aduana de bienes y conocimientos, pues de otro modo las comunicaciones entre los hombres serían azarosas, y el comercio muy peligroso, como usted puede ver. La vida humana es demasiado corta y si no hubiese una organización central, que asegure la continuidad de las tareas, nos enredaríamos en esos saltos de tiempo que hay entre los mundos. Todos nosotros somos hombres, señor. Todos nosotros. Todos los mundos de los hombres fueron organizándose, desde hace eones, a partir de uno de esos mundos, Hain. Tenemos diferencias, pero somos todos hijos del mismo hogar.

Nada de esto despertó algún interés en el rey, ni tampoco lo tranquilizó. Continué así un rato tratando de sugerir que el shifgredor de él mismo, o el de Karhide, seria estimulado, no amenazado por la presencia de los ecúmenos, pero de nada sirvió. Argaven se quedó allí de pie, hosco, como una vieja nutria enjaulada, moviéndose de adelante atrás, de un pie a otro, mostrando los dientes en una mueca de dolor. Me interrumpí.

—¿Son todos tan negros como usted?

Los guedenianos son en general de un color cobrizo amarillento, o castaño rojizo, pero yo había visto a muchos tan oscuros como yo. —Algunos son más negros —dije —. Hay de todos los colores —y abrí la valija (que los guardias del Palacio habían examinado cortésmente en cuatro ocasiones mientras yo me iba acercando a la Sala Roja) y saqué el ansible y algunos documentos. Los documentos —filmes, fotos, pinturas, activos y algunos cubos —eran una pequeña galería del Hombre: gente de Hain, Chiffevar, y los cetianos, y de S y Terra y Alterra, de los Extremos, Kaptein, Ollul, Tauro Cuatro, Rokanon, Ensbo, Cime, Gde, y Puerto Sisel. El rey echó una mirada distraída a una pareja —. ¿Qué es esto?

—Una criatura de Cime, una hembra. —Tuve que usar la palabra que los guedenianos reservan para quienes alcanzan la fase culminante del kémmer, siendo la alternativa el nombre del animal hembra.

—¿Permanentemente?

—Si.

Argaven dejó caer el cubo y se quedó allí, balanceándose, con los ojos clavados en mí o en algo que estaba un poco más lejos. —¿Son todos así… como usted?

Esta era la valla que yo no podía quitarles del camino. Al fin tendrían que reconocerlo y acomodar el paso.

—Si. La fisiología sexual guedeniana, dentro de lo que sabemos hasta ahora, es única entre los seres humanos.

—¿Así que todas las gentes de esos planetas están en kémmer permanente? ¿Una sociedad de perversos? Así lo explicó el señor Tibe, y pensé que bromeaba. Bueno, quizá estos sean los hechos, pero la idea es de veras desagradable, señor Ai, y no veo por qué los seres humanos del planeta desearían o tolerarían alguna clase de relación con criaturas tan monstruosamente distintas. Pero quizá usted vino a decirme que no tengo posibilidad de elección.

—La elección, en lo que se refiere a Karhide, depende de usted, señor.

—¿Y si yo lo expulsara?

—Bueno, me iría señor. Lo intentaría de nuevo, quizá, en la generación siguiente.

Esto trastornó a Argaven de algún modo.

—¿Es usted inmortal? —estalló.

—No, de ninguna manera, señor. Pero los saltos en el tiempo tienen cierta utilidad. Si dejo Gueden y voy al mundo más próximo, Ollul, tardaré en llegar diecisiete años de tiempo planetario. Los saltos en el tiempo son un resultado de los viajes que se acercan a la velocidad de la luz. Si al llegar a Ollul doy media vuelta y regreso, las pocas horas que yo pasaría en la nave serian aquí treinta y cuatro años, y yo podría empezar de nuevo. —Pero la idea de las idas y venidas en el tiempo, que dando una falsa impresión de inmortalidad había fascinado a todos mis auditorios, desde los pescadores de las islas Horden al primer ministro, no conmovió a Argaven. La voz chillona preguntó: —¿Qué es eso? —señalando el ansible.

—Un comunicador ansible, señor.

—¿Una radio?

—No utiliza ondas de radio, ni ninguna forma de energía. El principio de funcionamiento es la constante de simultaneidad, análoga en cierto modo a la gravedad. —Yo había olvidado otra vez que no hablaba con Estraven, que había leído todos los informes acerca de mí, y había atendido con aplicación e inteligencia a todas mis explicaciones, sino a un monarca aburrido. —La función de este aparato, señor, es la producción simultánea de un mensaje en dos puntos diferentes; uno de ellos tiene que ser fijo, en un planeta de una cierta masa, pero el otro extremo es portátil. Este es ese extremo. He levantado las coordenadas para el mundo primero, Hain. Una nave nafal tarda sesenta y siete años en recorrer la distancia Gueden —Hain, pero si escribo el mensaje en este teclado lo recibirán allá en Hain en el mismo momento en que lo escribo. ¿Hay algo que quiera usted decirles a los Estables de Hain, señor?

—No hablo la lengua del Vacío —dijo el rey torciendo la boca en una mueca hosca y maligna.

—Ya les avisé. Habrá allá un ayudante capaz de entender karhidi.

—¿Qué dice? ¿Cómo?

—Bueno, como usted sabe, señor, no soy el primer extraño que llega a Gueden. Antes vino un equipo de investigadores, que no se anunciaron, y que haciéndose pasar por guedenianos estuvieron un año visitando Karhide y Orgoreyn y el Archipiélago. Se fueron al fin e informaron a los consejos del Ecumen, hace unos cuarenta años, durante el reinado del abuelo de usted. Esos informes eran sobremanera favorables. Y yo estudié un tiempo todos los documentos, y los lenguajes que habían registrado, y luego vine. ¿Quiere ver cómo trabaja el dispositivo, señor?

—No me gustan los trucos, señor Ai.

—No es un truco, señor. Algunos de los hombres de ciencia de usted lo han examinado…

—No soy hombre de ciencia.

—Es usted un soberano, mi señor. Tres pares de usted en el primer mundo del Ecumen aguardan una palabra suya.

Argaven me miró con furia. Tratando de halagarlo e interesarlo lo había empujado a una prueba de prestigio. Todo estaba saliendo mal.

—Bueno. Pregúntele a esa máquina por qué traiciona un hombre. —Las letras ardieron en la pequeña pantalla y se apagaron. Argaven miraba, inmóvil ahora.

Hubo una pausa, una larga pausa. Alguien, a setenta y dos años luz, trabajaba febrilmente, tratando de arrancarle una respuesta no a la computadora de la lengua karhidi, sino a una computadora de conocimientos filosóficos. Al fin las letras resplandecieron de nuevo en la pantalla, se quedaron allí un momento, y se borraron lentamente: «Al rey Argaven de Karhide en Gueden, bienvenido. No sé por qué traiciona un hombre. Nadie se confiesa traidor, y es difícil una definición adecuada. Respetuosamente, Spimolle G. F. por los Estables, en Saire, Hain, 93/1491/45.»

Cuando las letras se grabaron en la cinta, la saqué y se la di a Argaven. El rey la dejó caer en la mesa, fue otra vez hacia la chimenea mayor, casi hasta el hogar, y pateó de nuevo los leños encendidos alejando las chispas con las manos. —Una respuesta que podría haberme dado cualquier profeta. Las respuestas no son suficiente, señor Ai. Ni esa caja de usted, ni esa máquina. Ni el vehículo, la nave. Un saco de triquiñuelas y un hacedor de triquiñuelas. Pretende usted que yo le crea esas historias y mensajes. ¿Pero por qué he de creerle, o escuchar? Si hay allá entre las estrellas ochenta mil mundos poblados por monstruos, ¿qué nos importa? No queremos nada de ellos. Hemos elegido nuestro propio camino, y venimos siguiéndolo desde hace tiempo. Karhide está al borde de una nueva época, una nueva gran edad. Seguiremos nuestro propio camino. —Argaven titubeó como si hubiese perdido el hilo de su argumento; no su propio argumento quizá, y en primer lugar. Si Estraven no era la Oreja del Rey, lo sería algún otro. —Y si hubiera algo en Gueden que esos ecúmenos quisieran, no lo hubieran enviado a usted solo. Es un chiste, una broma. Esos extraños hubieran llegado aquí a millares.

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