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Isaac Asimov: Un guijarro en el cielo

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Isaac Asimov Un guijarro en el cielo

Un guijarro en el cielo: краткое содержание, описание и аннотация

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Joseph Schwartz paseaba ensimismado por las calles de Chicago. Levantó un pie en el siglo XX y se encontró con que lo había plantado en el año 827 de la Era Galáctica. Todavía estaba en la Tierra, pero en una época en que la Humanidad había colonizado la Galaxia y en la que los terrestres eran considerados parias condenados a la superficie de un mundo radiactivo. Joseph descubre los planes de los extremistas que amenazan la supervivencia de todo el Imperio Galáctico, y sólo él puede prevenir el desastre.

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—Por lo menos habrá podido disfrutar de dos años más de descanso y lectura. ¿Por qué habríamos de privarle de eso?

—Porque les ocurre lo mismo a muchos otros. ¿Y qué será de ti y de Loa? Cuando vengan a por mí también se os llevarán a vosotros. ¿Qué clase de hombre tendría que ser yo para consentir e„ vivir unos cuantos años más a cambio de que…?

—Basta, Grew. No quiero tragedias, ¿entendido? Ya le hemos dicho muchas veces lo que pensamos hacer. Notificaremos su situación una semana antes del Censo.

—Y supongo que pensáis engañar al médico, ¿no?

—Sobornaremos al médico.

—Hum. Y ese hombre…, agravará la situación, claro. También vais a esconderle, ¿eh?

—Dejaremos que se vaya. En nombre del espacio, ¿por qué hemos de preocuparnos ahora pensando en todo eso? Disponemos de dos años… ¿Qué vamos a hacer con él?

—Un espacial que surge de la nada para llamar a nuestra puerta —murmuró Grew—. No se sabe de dónde viene, habla un idioma que no entendemos… Francamente, no sé qué consejo daros.

—Se comporta de una manera muy humilde y educada, y parece estar terriblemente asustado —explicó el granjero—. No puede hacernos ningún daño.

—Está asustado, ¿eh? ¿Y si se tratara de un retrasado mental? ¿Y si sus balbuceos resultan ininteligibles no porque hable en un idioma extranjero, sino porque son las divagaciones de un loco?

—No me parece que eso sea posible —replicó Arbin, pero se estremeció.

—Quieres convencerte de eso porque deseas utilizar al desconocido. Está bien, te diré qué tienes que hacer… Lleva a ese hombre a la ciudad.

—¿A Chica? —preguntó Arbin poniendo cara de horror—. ¡Pero eso sería nuestra perdición!

—Nada de eso —replicó Grew sin inmutarse—. Tu gran problema es que no lees los periódicos, Arbin; pero por suerte para esta familia yo sí lo hago. Bien, pues resulta que en el Instituto de Investigaciones Nucleares han inventado una máquina que se supone ayuda a aprender más deprisa. El suplemento semanal traía una hoja entera dedicada a eso, y parece ser que necesitan voluntarios para probarla. Lleva allí a ese hombre, y deja que sea utilizado como voluntario.

—¡Está loco! —exclamó Arbin meneando enérgicamente la cabeza—. Nunca sería capaz de hacer eso, Grew… Empezarán por pedir su número de registro, y el no tener las cosas en orden equivale a provocar una investigación…, y entonces descubrirán que vive con nosotros.

—No, Arbin, te equivocas. El Instituto de Investigaciones Nucleares solicita voluntarios porque la máquina aún se encuentra en la fase experimental. Probablemente ya ha matado a algunas personas, de modo que estoy seguro de que no harán ninguna clase de averiguaciones… Y si muere, el espacial no estará mucho peor que ahora, ¿verdad? Ahora coge el lector de libros y pon la palanca de selección en la sexta bobina. Ah, y tráeme el periódico apenas llegue, ¿de acuerdo?


Cuando Schwartz abrió los ojos ya era más de mediodía. Enseguida sintió ese dolor sordo que oprime el corazón y se alimenta de sí mismo, el dolor provocado por la ausencia de una esposa que no estaba a su lado al despertar, de un mundo familiar irremisiblemente perdido…

Ya había experimentado aquel mismo dolor en una ocasión anterior, y de repente su memoria le trajo un recuerdo fugaz que iluminó con nítido brillo una escena olvidada. Schwartz era más joven y estaba en una aldea nevada azotada por el viento…, con el trineo esperando…, y al final de aquel viaje estaría el tren…, y después del tren el barco inmenso…

Aquel miedo melancólico y abrumador provocado por la pérdida del mundo conocido hizo que durante un momento Schwartz volviera a ser el muchacho de veinte años que había emigrado a los Estados Unidos.

La frustración era demasiado real. Aquello no podía ser un sueño.

Schwartz se incorporó sobresaltado cuando la luz que estaba sobre la puerta parpadeó, y un instante más tarde oyó la incomprensible voz de barítono de su anfitrión. Después se abrió la puerta y le sirvieron el desayuno: una abundante ración de lo que parecía una especie de gachas que no reconoció, pero que tenían un ligero sabor a trigo (con una agradable diferencia a favor de las «gachas») y leche.

—Gracias —dijo Schwartz, y sacudió la cabeza vigorosamente.

El hombre contestó algo que Schwartz no entendió, y levantó su camisa del respaldo de la silla en la que estaba colgada. La inspeccionó cuidadosamente contemplándola desde todas las direcciones, y prestó una atención especial a los botones. Después volvió a colgarla y abrió la puerta corredera del armario. Schwartz, vio por primera vez la cálida blancura lechosa de las paredes.

«Plástico», pensó para sí, utilizando esa palabra que lo incluía todo con la seguridad con que siempre lo hacen los profanos. También se dio cuenta de que la habitación carecía de ángulos o rincones, y que todos los planos se fundían unos con otros en delicadas curvas.

Pero el hombre le estaba alargando objetos, y le hacía señas que no había forma alguna de malinterpretar. Estaba claro que Schwartz debía lavarse y vestirse.

Schwartz obedeció, y fue recibiendo ayuda e instrucciones a medida que lo hacía. No encontró nada con que afeitarse, y los gestos con que se señaló repetidamente la barbilla no obtuvieron más respuesta que un sonido incomprensible acompañado por una mueca de evidente disgusto. Schwartz acabó rascándose su incipiente barba gris y dejó escapar un ruidoso suspiro.

Después fue conducido hasta un pequeño vehículo de forma ahusada con dos ruedas al que se le ordenó que subiera mediante gestos. El pavimento corrió velozmente por debajo de ellos, y la carretera vacía se fue deslizando hacia atrás a ambos lados hasta que vieron una ciudad de edificios no muy altos de fulgurante blancura. Más adelante se podía distinguir el azul del agua.

—¿Chicago? —preguntó Schwartz señalando excitadamente con la mano.

La reacción supuso el último agitarse de la esperanza en su interior, porque no cabía duda de que Schwartz nunca había visto nada menos parecido a Chicago que aquella ciudad.

El hombre no dijo nada.

Y la última esperanza murió.

3. ¿UN MUNDO… O MUCHOS?

Bel Arvardan, que acababa de ser entrevistado por la prensa con motivo de su inminente expedición a la Tierra, tenía la sensación de que por fin estaba en paz con todos y cada uno de los cien millones de sistemas estelares que componían el omnímodo Imperio Galáctico. Ya no se trataba de ser conocido en este Sector o en aquel otro. Si sus teorías respecto a la Tierra resultaban ser ciertas, su reputación quedaría asegurada en todos los planetas habitados de la Vía Láctea, y Arvardan sería conocido en todos los mundos sobre los que se había posado el pie del ser humano a lo largo de las decenas de miles de años que había durado su expansión por el espacio.

Esas cumbres potenciales de fama y esas purísimas y refinadas cimas intelectuales de la ciencia a las que aspiraba llegaban a él a una edad temprana, pero el camino no había resultado nada fácil. Arvardan aún no había cumplido los treinta y cinco años, pero su carrera ya estaba jalonada por las controversias. Todo había empezado con un estallido que hizo temblar los claustros de la Universidad de Arturo cuando Arvardan se graduó como Arqueólogo Mayor en aquella institución académica a la edad sin precedentes de veintitrés años. El estallido —no menos efectivo por el hecho de no ser material— consistió en que la revista Anales de la Sociedad Galáctica de Arqueología rechazara su tesis doctoral negándose a publicarla. Era la primera vez en toda la historia de la Universidad de Arturo que se rechazaba una tesis doctoral, y también fue la primera vez en toda la historia de aquella publicación tan seria y respetable en que se usaban términos tan severos para argumentar el rechazo.

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