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Isaac Asimov: Un guijarro en el cielo

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Isaac Asimov Un guijarro en el cielo

Un guijarro en el cielo: краткое содержание, описание и аннотация

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Joseph Schwartz paseaba ensimismado por las calles de Chicago. Levantó un pie en el siglo XX y se encontró con que lo había plantado en el año 827 de la Era Galáctica. Todavía estaba en la Tierra, pero en una época en que la Humanidad había colonizado la Galaxia y en la que los terrestres eran considerados parias condenados a la superficie de un mundo radiactivo. Joseph descubre los planes de los extremistas que amenazan la supervivencia de todo el Imperio Galáctico, y sólo él puede prevenir el desastre.

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¡No era un gran consuelo, desde luego! Schwartz estiró hacia arriba el puño de su camisa y echó un vistazo a su reloj de pulsera. El segundero giraba, giraba, giraba… Si se trataba de un sueño, los cinco segundos se estaban prolongado de una manera increíble.

Miró en otra dirección, y se pasó la mano por la frente en un inútil intento de enjugar la transpiración helada que la cubría.

—¿Y si fuese amnesia?

En vez de responder a su propia pregunta, Schwartz fue inclinando lentamente la cabeza hasta sepultarla en sus manos.

Si había levantado un pie, y al hacerlo su mente había abandonado los rieles gastados y bien engrasados por los que se habla estado encarrilando con tanta fidelidad durante tanto tiempo; si tres meses más tarde, en otoño, o un año y tres meses después o diez años y tres meses después había bajado el pie en aquel lugar desconocido en el preciso instante en el que su mente volvía a… Sí, claro, le habría parecido que se trataba del mismo paso, y entonces todo aquello… ¿Dónde había estado y qué había hecho durante aquel intervalo de tiempo?

—¡No! —exclamó.

El monosílabo brotó en forma de grito estridente. ¡Era imposible! Schwartz se miró la camisa. Era la misma que se había puesto aquella mañana —o lo que debía de haber sido esa mañana—, y estaba recién lavada. Recapacitó, metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó una manzana.

Le dio un mordisco casi desesperado. La manzana estaba madura, y aún conservaba un poco del frescor de la nevera en cuyo interior había estado guardada hasta dos horas antes…, o lo que deberían haber sido dos horas.

¿Y qué pensar de la muñequita de trapo?

Schwartz empezó a sentirse vagamente furioso. O se trataba de un sueño o se había vuelto realmente loco.

Notó que la hora del día había cambiado. La tarde ya estaba avanzada o, por lo menos, las sombras se estaban empezando a alargar. La silenciosa desolación de aquel lugar inundó de repente a Schwartz produciéndole un extraño efecto paralizante.

Se puso en pie. Estaba claro que tendría que buscar a alguien —a cualquier persona—, y resultaba no menos obvio que tendría que buscar una casa, y la mejor forma de encontrarla sería buscar un camino.

Se volvió automáticamente en dirección al lugar donde los árboles raleaban un poco y empezó a caminar.

Cuando llegó a la recta e impersonal cinta de asfalto el frescor del crepúsculo ya se estaba infiltrando por debajo de su chaqueta, y las copas de los árboles se habían vuelto indefinidas y un poco amenazadoras. Schwartz corrió hacia la carretera lanzando sollozos de alegría, y le complació sentir la dureza del pavimento bajo los pies.

Pero cuando miró en ambas direcciones vio que sólo había una desolación total, y por un momento volvió a experimentar un escalofrío. Había esperado encontrar automóviles. Lo más sencillo habría sido hacerles señas para que se detuviesen y preguntar «Oiga, ¿va por casualidad a Chicago?» (Schwartz estaba tan nervioso que pronunció las palabras en voz alta).

¿Y si no estaba cerca de Chicago? Bueno, iría a cualquier ciudad Importante, a cualquier lugar donde pudiese encontrar un teléfono. Sólo tenía cuatro dólares con veintisiete centavos en el bolsillo, pero siempre se podía recurrir a la policía.

Schwartz empezó a caminar por el centro de la carretera escrutándola continuamente en ambas direcciones. No prestó ninguna atención a la puesta del sol, y cuando salieron las primeras estrellas tampoco se fijó en ellas.

Ningún coche. ¡Nada! Y estaba empezando a ponerse verdaderamente oscuro…

De repente vio un resplandor en el horizonte, hacia su izquierda, y lo primero que pensó fue que quizá estuviera sufriendo una repetición del mareo anterior; pero el gélido fulgor azulado visible entre los claros de la arboleda era real. No se trataba del rojo llameante que Schwartz imaginaba podía corresponder a un incendio forestal, sino de una débil fosforescencia que parecía deslizarse entre las tinieblas; y el pavimento que tenía debajo de los pies también parecía emitir una débil claridad. Schwartz se agachó para tocarlo, pero le pareció normal al tacto. Aun así, seguía viendo aquel tenue resplandor con el rabillo del ojo.

Echó a correr desesperadamente por la carretera. Las suelas de sus zapatos chocaban con el asfalto en un ritmo veloz e irregular haciendo mucho ruido. De repente, Schwartz se dio cuenta de que su mano seguía sosteniendo la muñeca de trapo que había sufrido aquel extraño rebanamiento, y la arrojó por encima de su cabeza impulsándola con todas sus fuerzas.

Aquella parodia de vida con su sonrisa burlona…

Y entonces el terror surgió de la nada e hizo que Schwartz se detuviera de repente. Fuera lo que fuese, la muñeca de trapo era una prueba de su cordura. ¡La necesitaba! Se puso de rodillas y empezó a arrastrarse moviendo las manos a tientas en la oscuridad hasta que encontró la muñeca, una mancha oscura recortada contra aquella fosforescencia casi imperceptible. El relleno había empezado a salirse, y Schwartz volvió a meterlo distraídamente.

Un instante después volvía a caminar. «Estoy demasiado aturdido para correr», se dijo.

Empezaba a sentir hambre y a estar realmente asustado cuando vio aquel resplandor hacia la derecha.

¡Era una casa, naturalmente!

Gritó y no obtuvo respuesta, pero era una casa, una chispa de realidad que le hacía guiños a través de la horrible desolación sin nombre de las últimas horas. Schwartz salió de la carretera y empezó a correr campo a través. Saltó zanjas, esquivó árboles, cruzó matorrales y vadeó un arroyo.

¡Qué extraño! Las aguas del arroyo también emitían un tenue resplandor fosforescente, pero aquel hecho inexplicable sólo fue captado por una parte minúscula del cerebro de Schwartz.

Y de repente estuvo junto a la casa, y estiró las manos para tocar la dureza de la estructura blanca. No era ladrillo ni piedra ni madera, pero no se preocupó por eso. La casa parecía estar hecha de una porcelana mate y muy resistente, pero a Schwartz le daba absolutamente igual con qué estuviese construida. Estaba buscando una puerta, y cuando llegó a ella y no vio ningún timbre la atacó a puntapiés y empezó a gritar como si se hubiera vuelto loco.

Oyó un movimiento en el interior, y después oyó el maravilloso sonido de una voz humana que no era la suya.

—¡Eh, los de dentro! —volvió a gritar.

Hubo un débil zumbido de engranajes bien engrasados, y la puerta se abrió. Una mujer apareció en el umbral y contempló a Schwartz con un brillo de alarma en los ojos. Era alta y nervuda, y detrás de ella había un hombre alto y de rasgos bastante marcados y toscos vestido con ropa de trabajo… No, no era ropa de trabajo. En realidad Schwartz nunca había visto unas prendas parecidas, pero por algún motivo indefinible le recordaron a la clase de ropa que un hombre se pone para trabajar.

Pero en aquellos momentos no se sentía demasiado inclinado al análisis. Las dos personas y sus ropas le parecieron increíblemente hermosas, tanto como sólo puede serlo la presencia de rostros amigos para un hombre que está totalmente solo.

La mujer habló con voz líquida y suave, pero en un tono perentorio, y Schwartz tuvo que agarrarse a la puerta para mantenerse erguido. Sus labios se movieron sin lograr emitir ningún sonido, y todos sus temores más descabellados volvieron de repente para agarrotarle la garganta y oprimirle el corazón.

Porque la mujer acababa de hablar en un idioma que Schwartz no había oído jamás.

2. ALOJAMIENTO PARA UN DESCONOCIDO

Loa Maren y Arbin, su estólido esposo, estaban jugando a las cartas y disfrutando del frescor de la noche cuando el anciano sentado en la silla de ruedas a motor arrugó coléricamente el periódico entre sus manos haciéndolo crujir.

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