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Isaac Asimov: Un guijarro en el cielo

Здесь есть возможность читать онлайн «Isaac Asimov: Un guijarro en el cielo» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1992, ISBN: 84-270-1646-8, издательство: Martínez Roca, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Isaac Asimov Un guijarro en el cielo

Un guijarro en el cielo: краткое содержание, описание и аннотация

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Joseph Schwartz paseaba ensimismado por las calles de Chicago. Levantó un pie en el siglo XX y se encontró con que lo había plantado en el año 827 de la Era Galáctica. Todavía estaba en la Tierra, pero en una época en que la Humanidad había colonizado la Galaxia y en la que los terrestres eran considerados parias condenados a la superficie de un mundo radiactivo. Joseph descubre los planes de los extremistas que amenazan la supervivencia de todo el Imperio Galáctico, y sólo él puede prevenir el desastre.

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—Bueno, ¿y esto estaba aquí antes? —preguntó el doctor Smith.

Rascó suavemente con la uña un punto situado cerca del borde superior de la cara ancha del termostato. Era un pequeño círculo de bordes muy lisos que atravesaba el metal. El nivel del agua no era lo bastante alto para llegar hasta él.

El joven químico abrió mucho los ojos.

—No, señor —dijo—. Eso no estaba ahí… Puedo garantizárselo.

—Hum… ¿Hay otro en el lado opuesto?

—¡Bueno, que me lleve el diablo! Quiero decir… ¡Sí, señor!

—Muy bien. Ahora venga aquí y mire a través de los orificios. Pare el termostato, por favor. Ahora quédese ahí… —El doctor Smith colocó un dedo sobre el agujero de la pared—. ¿Qué ve? —preguntó.

—Veo su dedo, señor. ¿Es ahí dónde está el agujero?

El doctor Smith no contestó.

—Mire desde el otro lado —dijo con una calma que estaba muy lejos de sentir—. ¿Qué ve ahora?

—Nada, señor.

—Pero el crisol que contenía el uranio estaba ahí… Está viendo exactamente el sitio en el que estaba, ¿verdad?

—Creo que sí —acabó diciendo el químico sin mucho entusiasmo.

—Esto es ultrasecreto, señor Jennings —dijo el doctor Smith con voz gélida después de dirigir una rápida mirada al apellido escrito en la puerta que seguía abierta—. No quiero que hable de esto absolutamente con nadie. ¿Me ha entendido?

—¡Desde luego, señor!

—Bien, entonces salgamos de aquí. Enviaremos a los técnicos en radiaciones para que revisen el laboratorio, y usted y yo iremos a ponernos bajo observación en la enfermería.

—¿Cree que puede haber quemaduras por radiaciones? —preguntó el químico palideciendo.

—Pronto lo sabremos.

Pero tampoco había ninguna señal seria de quemaduras por radiaciones. Los recuentos de glóbulos sanguíneos dieron un resultado normal, y un análisis de las raíces capilares no reveló nada anormal. Las náuseas sufridas fueron diagnosticadas como psicosomáticas, y no hubo ningún otro síntoma.

Y ni entonces ni en el futuro apareció nadie que fuese capaz de explicar por qué un crisol que contenía una cantidad de uranio en bruto muy por debajo de la masa crítica, y que no estaba sometido a ningún bombardeo directo con neutrones, se había derretido repentinamente irradiando aquella corona tan mortal como significativa.

La única conclusión a la que se llegó fue la de que la física nuclear aún estaba llena de enigmas extraños y peligrosos.

Pero el doctor Smith nunca se decidió a contar toda la verdad en el informe que redactó posteriormente. No mencionó los orificios descubiertos en el laboratorio, ni la circunstancia de que el más próximo al lugar donde había estado el crisol apenas era visible y que el del otro lado del termostato era un poco mayor, n tanto que el de la pared, que estaba situado al triple de distancia del lugar del accidente, era tan grande que podría haber permitido el paso de un clavo.

Un haz que se expandiese en línea recta podría recorrer varios kilómetros antes de apartarse de la curvatura de la Tierra lo suficiente como para que no se produjeran nuevos daños, y cuando eso ocurriese su sección habría alcanzado un diámetro de unos tres metros.

Después se proyectaría en el vacío, expandiéndose y debilitándose, y constituyendo un hilo extraño en la trama del cosmos.

El doctor Smith nunca le habló a nadie de aquella fantasía.

Nunca le dijo a nadie que al día siguiente había solicitado que le trajeran los diarios de la mañana —aún estaba en la enfermería—, y que revisó las columnas de texto impreso con un propósito muy definido en su mente.

Pero en una metrópoli gigantesca desaparecen muchas personas al día, y nadie había corrido a una comisaría para gritar a los policías que un hombre (¿o acaso sería medio hombre?) había desaparecido delante de sus ojos…, o por lo menos ningún periódico hablaba de algo semejante.

Y el doctor Smith acabó consiguiendo olvidar lo ocurrido.

Para Joseph Schwartz todo ocurrió entre un paso y el siguiente. Había levantado el pie derecho para pasar por encima de la muñeca de trapo y se había sentido mareado durante un instante, como si hubiera quedado atrapado fugazmente en el interior de un ciclón que hubiese vuelto su cuerpo del revés. Cuando volvió a bajar el pie derecho dejó escapar todo su aliento en una exhalación Jadeante, y se sintió caer y resbalar lentamente sobre el césped.

Esperó con los ojos cerrados durante bastante rato…, hasta que acabó abriéndolos.

¡Era cierto! Estaba sentado sobre el césped, en el mismo sitio donde antes había estado caminando sobre el pavimento.

¡Y las casas habían desaparecido! ¡Todas las casas blancas, cada una con su jardín, que se alineaban a ambos lados de la calle…, todas habían desaparecido!

Y Schwartz no estaba sentado en un jardín, porque el césped crecía en abundancia y estaba descuidado, y había muchos árboles a su alrededor, y se veían más árboles recortándose contra el horizonte.

Fue entonces cuando se llevó la mayor de todas sus sorpresas, porque algunas hojas de los árboles tenían un color rojizo; y un instante después Schwartz sintió la seca aspereza de una hoja muerta en la curva de su mano. Schwartz era un hombre de ciudad, pero sabía reconocer el otoño cuando lo veía.

¡El otoño…! Y, sin embargo, él había levantado el pie derecho en un día de junio, cuando toda la vegetación estaba teñida de un verde fresco y resplandeciente.

Cuando pensó en eso bajó la mirada automáticamente hacia sus pies. Schwartz lanzó una exclamación estridente y extendió los brazos hacia abajo. La muñequita de trapo sobre la que había pasado, un pequeño hálito de realidad, un…

¡Oh, no! Schwartz la hizo girar entre sus manos temblorosas. La muñeca no estaba entera, pero tampoco estaba destrozada: estaba cortada. ¡Y eso sí que era realmente extraño! La muñeca había sido rebanada en sentido longitudinal de manera tan concienzuda que no se había movido ni una sola hilacha del relleno de estopa. Todos los hilos terminaban en extremos limpiamente cortados.

Y un instante después el débil brillo de su zapato izquierdo atrajo la atención de Schwartz. Pasó el pie sobre su rodilla levantada sin soltar la muñeca de trapo. El extremo delantero de la suela, esa parte que se extiende sobresaliendo un poquito de la puntera del zapato, estaba perfectamente cortado. Había sido cercenado de una forma que no podría haber sido duplicada por el cuchillo de ningún zapatero del mundo. La nueva superficie revelada por el corte era increíblemente suave, y desprendía un brillo casi líquido.

La confusión había ido subiendo poco a poco por la médula espinal de Schwartz moviéndose en dirección al cerebro, y cuando llegó hasta él su mente quedó paralizada por el horror.

Y al fin, y porque incluso el sonido de su voz podía ser un elemento tranquilizador en un mundo donde todo lo demás era totalmente absurdo, Schwartz habló. La voz que llegó a sus oídos sonaba apagada, tensa y jadeante.

—En primer lugar, no estoy loco —dijo—. Me siento igual que me he sentido siempre por dentro… Claro que si estuviese loco no lo sabría, ¿o me equivoco? No… —Schwartz sintió que la histeria crecía en su interior, y luchó por reprimirla—. Tiene que haber alguna otra posibilidad… ¿Un sueño, quizá? —se preguntó—. ¿Cómo puedo averiguar si esto es un sueño o si no lo es? —Se pellizcó y sintió el dolor, pero meneó la cabeza—. Supongo que se puede soñar que sientes un pellizco, así que esto no es una prueba de que esté soñando.

Miró desesperadamente a su alrededor, y se preguntó si los sueños podían llegar a ser tan nítidos y detallados y durar tanto tiempo. En una ocasión había leído que la inmensa mayoría de los sueños no duraba más de cinco segundos, que eran provocados por las perturbaciones insignificantes que sufría el durmiente y que su duración aparente era totalmente ilusoria.

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