—Que Sevet está con vida —masculló Rasa—, y que estaba desnuda.
—La garganta —dijo Vas—. Si Sevet pierde la voz, Kokor se arrepentirá de no haberla matado.
—Pobre Sevya —suspiró Rasa. Los soldados patrullaban por las calles, pero Rasa no les prestó atención y ellos no intentaron detenerlos, quizá porque Vas y Rasa caminaban con tanto apremio—. Perder a su padre y la voz en la misma noche.
—Esta noche todos hemos perdido algo —murmuró Vas.
—Esto no te afecta —dijo Rasa—. Creo que Sevet te quiere muchísimo, a su manera.
—Lo sé… Se odian tanto que harían cualquier cosa para hacerse daño. Pero pensé que quizá las cosas estaban mejorando.
—Tal vez ahora mejoren. No pueden empeorar.
—Kyoka también lo intentó —dijo Vas—. La rechacé las dos veces. ¿Por qué Obring no tuvo el sentido común de no aceptar a Sevet?
—Tiene el sentido común, pero no la voluntad —observó Rasa.
En casa de Kokor se encontraron con una escena conmovedora. Alguien había limpiado. Sevet yacía en la cama recién hecha, vestida con una de las batas más decentes de Kokor. Obring también se había vestido, y consolaba a la afligida Kokor de rodillas en un rincón. La médica saludó a Rasa en la puerta.
—Le he extraído la sangre de los pulmones. Ahora no corre peligro de muerte, pero debe conservar el tubo para respirar. Pronto llegará una laringóloga. Tal vez la herida cure sin dejar cicatrices y su carrera pueda salvarse.
Rasa se sentó en la cama y cogió la mano de Sevya. La estancia aún olía a vómito, aunque el suelo fregado permanecía húmedo.
—Bien, Sevya —susurró Rasa—, ¿has ganado o perdido esta partida?
Sevet gimoteó.
En el otro lado de la habitación, Vas se aproximó a Obring y Kokor. ¿Estaba rojo de furia, o era sólo el cansancio de la caminata?
—Obring —dijo Vas—, miserable hijo de puta. Sólo un idiota se méa en la sopa de su hermano.
Obring irguió el rostro contraído y miró a su esposa, quien lloró con más fuerza. Rasa conocía demasiado a Kokor, y sabía que el llanto era sincero pero que ella exageraba para despertar compasión. Era algo que Rasa no podía ofrecerle. Sabía que sus hijas no habían respetado la cláusula de exclusividad de sus contratos matrimoniales, y no podía compadecer a gente infiel que se ofendía al descubrir que sus compañeros gastaban la misma moneda.
La que sufría era Sevet, no Kokor. Rasa no podía descuidar a Sevet sólo porque Kokor hacía tanto ruido y Sevet guardaba silencio.
—Estoy contigo, querida hija —dijo Rasa—. No es el fin del mundo. Estás viva, y tu esposo te quiere. Que ésta sea tu música por un tiempo.
Sevet le aferró la mano, jadeando entrecortadamente.
Rasa se volvió hacia la médica.
—¿Le han dicho lo de su padre?
—Ya lo sabe —dijo Obring—. Kyoka nos lo dijo.
—Gracias al Alma Suprema que debemos asistir a un solo funeral —suspiró Rasa.
—Kyoka salvó la vida de su hermana —dijo Obring—. Ella le dio aliento.
No, pensó Rasa, yo le di el aliento. Le di el aliento, pero por desgracia no pude darle decencia ni sensatez. No pude alejarla del lecho de su hermana, ni del esposo de su hermana. Pero yo le di el aliento, y tal vez este dolor le enseñe algo. Tal vez compasión. O al menos cierta contención. Algo que sirva para compensar esta desgracia. Algo para convertirla en una hija mía, y no de Gaballufix, como las dos han sido hasta ahora.
Que todo esto sea para bien, rezó Rasa en silencio. Pero luego se preguntó a quién le rezaba. ¿Al Alma Suprema, cuya intromisión había causado tantos problemas? Ella no me ayudará, pensó Rasa. Ahora debo arreglarme por mi cuenta, para guiar a mi familia y mi ciudad en los terribles días que se avecinan. No tengo poder ni aut oridad sobre ninguna de las dos, excepto el poder que deriva del amor y la sabiduría. Tengo el amor. Ojalá posea también la sabiduría.
Luet nunca había intentado tener un sueño de emergencia, así que nunca se le había ocurrido que para soñar no bastaba con desearlo. Al contrario, el nerviosismo la mantenía en vela y le impedía soñar. La enfurecía y le avergonzaba no haber recibido un mensaje del Alma Suprema antes de que Tía Rasa tuviera que decidir qué haría con aquel soldado, Smelost. Para colmo, aunque el Alma Suprema no le había dicho nada, estaba segura de que era un error enviar a Smelost con los gorayni. Parecía demasiado simplista pensar que los gorayni lo recibirían bien sólo porque Gaballufix había sido enemigo de ellos.
Luet hubiera querido decirle a Tía Rasa que los gorayni no eran necesariamente sus amigos, pero Tía Rasa había salido precipitadamente con Vas y a ella no le quedó más remedio que observar mientras Smelost recogía la comida y las provisiones que le habían traído las criadas y se escabullía por la puerta trasera.
¿Por qué Rasa no había reflexionado un poco más? ¿No habría sido mejor enviar a Smelost al desierto, para que se reuniera con Wetchik? Aunque Volemak ya no era el Wetchik. Sólo era el hombre que había sido Wetchik hasta que Gaballufix lo despojó del título, tan sólo el día anterior. Sólo era Volemak… pero Luet sabía que Volemak, entre todos los hombres eminentes de Basílica, era el único que figuraba en los planes del Alma Suprema.
El Alma Suprema había iniciado estos problemas al presentar a Volemak su visión de Basílica en llamas. Le había advertido que una alianza con Potokgavan conduciría a la destrucción de Basílica. Pero no le había asegurado que Basílica pudiera confiar en la amistad de los gorayni. Y por lo que Luet sabía de los gorayni —los cabeza mojada, como los llamaban, por el modo en que aceitaban el cabello—, no era conveniente enviar a Smelost a pedir refugio. Los gorayni tendrían la errónea impresión de que sus aliados no estaban a salvo en Basílica. ¿Eso no les induciría a hacer precisamente lo que todos deseaban evitar: a invadir y conquistar la ciudad?
No, era un error enviar a Smelost. Pero como Luet no había llegado a esta conclusión como vidente, sino mediante sus propios razonamientos, nadie la escucharía. Era una niña, excepto cuando el Alma Suprema estaba en ella, de modo que sólo obtenía respeto cuando no era ella misma. Eso la indignaba, pero no podía hacer nada, salvo abrigar la esperanza de que se equivocaba en cuanto a Smelost y los gorayni, y aguardar impaciente hasta que se convirtiera plenamente en una mujer.
Pero era insólito que Rasa llegara a una conclusión tan poco fundamentada. Rasa parecía actuar irreflexivamente, impulsada por el miedo. Y si incluso el juicio de Rasa se enturbiaba, ¿con qué podía contar Luet?
Quiero hablar con alguien, pensó. No con su hermana Hushidh. La querida Shuya era sabia y bondadosa y sin duda escucharía, pero sólo se interesaba por Basílica. No en vano era descifradora. Hushidh vivía atenta a las conexiones y relaciones que unían a la gente, a las redes comunitarias que formaban las personas, a la urdimbre de lazos que configuraban Basílica misma. Amaba la ciudad, pero la conocía tan a fondo, se concentraba tanto en ella, que ignoraba las relaciones que enlazaban Basílica con el mundo externo, pues estas relaciones eran demasiado vastas e impersonales.
De todas formas, Luet había intentado hablar con Hushidh, pero Shuya se había dormido de inmediato. Era comprensible. Pronto amanecería y habían perdido horas de sueño durante la noche. Luet también debía dormir.
Ojalá pudiera hablar con Nafai o Issib. Sobre todo con Nafai. Él puede comunicarse con el Alma Suprema en plena vigilia. Quizá no reciba las visiones que yo recibo, quizá no vea con la hondura y claridad de una vidente, pero puede obtener respuestas. Respuestas prácticas y sencillas. Y no necesita dormirse para obtenerlas. Ojalá estuviera aquí. Pero el Alma Suprema lo envió al desierto con su padre y sus hermanos.
Читать дальше